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lunes, 1 de octubre de 2012

Nombre: Capítulo 1 - Danza de Dragones Autor: George R. R. Martin


P R Ó L O G O
La noche apestaba a hombre.
El cambiapieles se detuvo al pie de un árbol y olisqueó, con el pelaje
pardusco moteado de sombras. Una ráfaga del viento que soplaba entre los
pinos llevó hasta él el olor del hombre, por encima de otros más sutiles
que hablaban del zorro y la liebre, de la foca y el venado, incluso del lobo.
Sabía que estos también eran olores del hombre: el hedor de pieles viejas,
muertas, agriadas, casi sofocado por otros más intensos: los del humo, la
sangre y la putrefacción. Solo el hombre despojaba a otras bestias de su
piel y usaba sus cueros y pelajes para vestirse.
Los cambiapieles no temían al hombre como lo temían los lobos. El
odio y el hambre se le agolparon en el vientre, y dejó escapar un gruñido
grave para llamar a su hermano tuerto y a su hermana menuda y astuta.
Se lanzó corriendo entre los árboles, y su manada lo siguió de cerca. Los
otros también habían captado el olor. Mientras corrían, veía por los ojos
de sus acompañantes y se divisaba a sí mismo al frente. El aliento de la
manada se alzaba en bocanadas cálidas y blancas que brotaban de las
alargadas fauces grises. Se les había formado hielo entre los dedos, duro
como la piedra, pero había empezado la cacería; la presa aguardaba.
«Carne», pensó el cambiapieles.
Por sí mismo, el hombre era poca cosa. Grande y fuerte, sí, y con buena
vista, pero corto de oído e insensible a los olores. El ciervo, el alce y hasta
la liebre eran más veloces; el oso y el jabalí, más fieros. Sin embargo, en
manada, los hombres eran peligrosos. Cuando estuvieron más cerca de la
presa, el cambiapieles oyó el berrido de un cachorro, el crujido de la nieve
caída la noche anterior al quebrarse bajo lastorpes patas del hombre, el tableteo de las pieles duras y las largas zarpas grises que llevaban los hombres.
«Espadas —le susurró una voz en su interior—. Lanzas.»
A los árboles les habían salido dientes de hielo que los amenazaban
desde las ramas desnudas. Un ojo avanzó veloz por la maleza, levantando la nieve a su paso. La manada lo siguió colina arriba, ladera abajo,
hasta que ya no hubo más bosque y tuvo a los hombres ante sí. Uno era
hembra, y el bulto envuelto en pieles al que se aferraba era su cachorro.
«Déjala para después; los peligrosos son los machos», le susurró la
voz. Se rugían entre sí como era habitual en los hombres, pero el cambiapieles olió su terror. Uno llevaba un colmillo de madera tan alto como él
mismo. Se lo lanzó, pero le temblaba la mano, y el colmillo le pasó
volando por encima de él.
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Prólogo

La manada cayó sobre ellos.
Su hermano tuerto derribó al lanzadientes contra un ventisquero y le
desgarró el cuello mientras se debatía. Su hermana, sigilosa, se situó tras
el otro macho y lo atacó por la espalda. De esa manera solo quedaron
para él la hembra y el cachorro.
La hembra también tenía un colmillo, pequeño y de hueso, pero lo
soltó en cuanto las fauces del cambiapieles se cerraron alrededor de
su pierna. Cayó rodeando con ambos brazos al escandaloso cachorro.
No era más que piel y huesos bajo la ropa, pero tenía las mamas llenas
de leche. La carne más tierna era la del cachorro. El lobo guardó los
trozos más sabrosos para su hermano. La nieve helada fue tiñéndose de
rosa y rojo en torno a los cadáveres a medida que la manada se llenaba
la barriga.
A leguas de allí, en una choza de adobe y hierba seca sin paredes
interiores, con suelo de tierra batida y techo de paja con un agujero para
el humo, Varamyr se estremeció, tosió y se humedeció los labios. Tenía
los ojos enrojecidos, los labios agrietados y la garganta seca como la
arena, pero el sabor de sangre y grasa le impregnaba la boca aunque su
vientre hinchado pedía comida a gritos.
«Carne de bebé —pensó acordándose de Chichón—. Carne humana.»
¿Había caído tan bajo como para ansiar carne humana? Casi le parecía oír la voz gruñona de Haggon: «El hombre come carne de animales
y los animales comen carne de hombre, pero el hombre que come carne
de hombre es una abominación».
«Abominación. —La palabra favorita de Haggon—. Abominación,
abominación, abominación.» Comer carne humana era una abominación;
aparearse como lobo con otro lobo era una abominación; apoderarse del
cuerpo de otra persona era la peor abominación posible.
«Haggon era débil y tenía miedo de su propio poder. Murió solo y
lloriqueando, y no hasta que le arranqué la segunda vida. —El propio
Varamyr había devorado su corazón—. Fue mucho lo que me enseñó, sin
duda. Lo último que aprendí de él fue el sabor de la carne humana.»
Pero eso había sido como lobo. Nunca había comido carne humana
con dientes de hombre. Aun así, no reprochaba a la manada el banquete
que se había dado. Los lobos estaban tan hambrientos como él: flacos,
helados, famélicos; en cuanto a su presa...
«Dos hombres y una mujer con un bebé; huían de la derrota a la
muerte. De cualquier manera, no habrían tardado en morir de frío o
inanición. Esto ha sido mejor, más rápido. Misericordioso.»
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—Misericordioso —repitió en voz alta.
Tenía la garganta seca, pero era agradable oír una voz humana,
aunque fuera la suya. El aire apestaba a moho y humedad; el suelo era
frío y duro, y la hoguera proporcionaba más humo que calor. Se acercó
a las llamas tanto como se atrevió, entre toses y estremecimientos. Le
dolía el costado, allí donde se le había abierto la herida. La sangre le había
empapado los calzones hasta la rodilla antes de secarse para formar una
costra dura y pardusca.
—Te he cosido como mejor he podido —le había advertido Abrojo—,
pero ahora tienes que reposar para que cicatrice, o se te volverán a abrir
las carnes.
Abrojo había sido su última acompañante: una mujer de las lanzas,
dura como una raíz recrecida, llena de verrugas, de piel curtida. Los
demás los habían ido abandonando por el camino: uno a uno se fueron
quedando atrás, o se les adelantaron rumbo a sus antiguas aldeas, o
hacia el Agualechosa, o a Casa Austera, o hacia una solitaria muerte en
el bosque. No le importaba gran cosa qué suerte hubieran corrido.
«Debería haberme apoderado de alguno. De uno de los gemelos, o
del grandullón de las cicatrices, o del joven pelirrojo.» Pero le había
dado miedo. otra persona podría haberse dado cuenta, y entonces se
habrían vuelto contra él y lo habrían matado. Las palabras de Haggon
pesaban demasiado, y dejó escapar la ocasión.
Habían sido millares los que llegaron al bosque tras la batalla:
hombres y mujeres tambaleantes, hambrientos, asustados, que huían
de la carnicería del Muro. Algunos hablaban de volver a las casas que
habían dejado atrás y otros de preparar un segundo ataque contra la
puerta, pero casi todos estaban perdidos, desorientados, sin la menor
idea de adónde ir ni qué hacer. Habían logrado escapar de los cuervos
de capa negra y de los caballeros de acero gris, pero en el bosque los
acechaban enemigos mucho más implacables. Cada día que pasaba
dejaba más cadáveres a lo largo de los senderos. Unos morían de hambre; otros, de frío; otros sucumbían a la enfermedad. A algunos los
mataban quienes habían sido sus hermanos de armas en el viaje hacia
el sur con Mance Rayder, el Rey-más-allá-del-Muro.
«Mance ha caído», se decían los supervivientes con desesperación.
«Mance está prisionero.» «Mance ha muerto.»
—Harma ha muerto y a Mance lo han capturado; los demás huyeron
y nos abandonaron —le había explicado Abrojo mientras le cosía la
herida—. Tormund, el Llorón, Seispieles, todos esos valientes... ¿Dónde
están?
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«No sabe quién soy —comprendió Varamyr en aquel momento—.
Claro, ¿cómo iba a reconocerme? —Sin sus bestias no tenía nada de
grandioso—. Yo era Varamyr Seispieles; compartí el pan con Mance
Rayder. —Había elegido para sí el nombre de Varamyr a los diez años—.
Un nombre digno de un señor, un nombre para las canciones, un nombre
poderoso y temible.» Y aun así había huido de los cuervos como un
conejo aterrado. El temible lord Varamyr se había acobardado, pero no
estaba dispuesto a permitir que ella lo supiera, así que le dijo a la mujer
de las lanzas que se llamaba Haggon. Más tarde se preguntaría por qué
había elegido aquel nombre de entre todos los posibles. «Me comí su
corazón y me bebí su sangre, y aun así sigue persiguiéndome.»
Un día, mientras huían, llegó un flaco caballo blanco al galope, y
su jinete les gritó que tenían que dirigirse hacia el Agualechosa, que el
Llorón estaba organizando un grupo de guerreros para cruzar el puente
de las Calaveras y tomar la Torre Sombría. Muchos lo siguieron; muchos
más, no. Más adelante, un guerrero de gesto adusto cubierto de pieles y
ámbar fue de hoguera en hoguera para instar a los supervivientes a que
se dirigieran al norte y se refugiaran en el valle de los thenitas. Varamyr
no llegó a saber por qué se suponía que el valle era un lugar seguro
cuando sus propios habitantes lo habían abandonado, pero tuvo cientos
de seguidores. otros cientos fueron en pos de la bruja de los bosques, que
había tenido una visión de una flota arribada para trasladar al pueblo
libre hacia el sur.
—¡Tenemos que buscar el mar! —había gritado Madre Topo, y sus
seguidores se encaminaron hacia el este.
De haber tenido más fuerzas, Varamyr habría ido con ellos. Pero el
mar era frío y gris, y estaba muy lejos, y sabía que no viviría para verlo.
Había estado muerto o moribundo nueve veces, y esa muerte sería la
verdadera.
«Una capa de piel de ardilla —recordó—. Me apuñaló por una capa
de piel de ardilla.»
Su propietaria había muerto, con la parte trasera de la cabeza destrozada, convertida en pulpa roja y astillas de hueso, pero la capa parecía
gruesa y cálida. Estaba nevando y Varamyr había perdido la ropa en el
Muro: las pieles con que se arrebujaba para dormir, las prendas interiores
de lana, las botas de cuero de oveja, los guantes con forro de pelo, sus
reservas de comida e hidromiel, los mechones de cabello que guardaba
de las mujeres con las que se acostaba y hasta las pulseras de oro que le
había regalado Mance... Lo había perdido todo; todo había tenido que
dejarlo atrás.
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«Ardí, morí, y luego hui enloquecido de dolor y de miedo. —El
mero recuerdo hacía que volviera a avergonzarse, pero no había sido
el único en huir. Habían sido muchos otros, cientos, miles—. Habíamos
perdido el combate. Habían llegado los caballeros, invulnerables con
sus armaduras de acero, y mataban a todo aquel que prefería quedarse
y seguir luchando. Había que elegir entre la huida y la muerte.» Pero
no había resultado tan fácil escapar de la muerte. Al encontrarse en el
bosque con el cadáver de la mujer, Varamyr se arrodilló para quitarle
la capa y no vio al niño hasta que saltó de su escondrijo para clavarle
en el costado el largo cuchillo de hueso y arrancarle la capa de las
manos.
—Era su madre —le explicó Abrojo más adelante, después de que
el chico escapara—. Era la capa de su madre, y al ver que se la estabas
robando...
—Estaba muerta —replicó Varamyr. Entrecerró los ojos cuando la
aguja de hueso le perforó la carne—. Le habían machacado la cabeza;
debió ser cosa de un cuervo.
—No fue ningún cuervo, fueron unos pies de cuerno, que lo vi yo.
—Tiró de la aguja para cerrarle el tajo del costado—. Son unos salvajes.
¿Quién va a doblegarlos ahora?
«Nadie. Si Mance ha muerto, el pueblo libre está perdido.» Los thenitas, los gigantes, los pies de cuerno, los moradores de las cuevas con
sus dientes afilados, los hombres de la orilla oeste con sus carros de
hueso... Todos estaban perdidos, hasta los cuervos. Tal vez aquellos
cabrones de capa negra no lo supieran aún, pero morirían igual que los
demás. El enemigo estaba cada vez más cerca.
La voz rasposa de Haggon volvió a resonar en su mente: «Morirás
una docena de muertes, chico, y te dolerán todas, desde la primera hasta
la última. Pero, cuando te llegue la muerte verdadera, vivirás de nuevo.
Tengo entendido que la segunda vida es más sencilla, más grata».
Varamyr Seispieles no tardaría en comprobarlo personalmente.
Notaba el sabor de la muerte verdadera en el humo acre que impregnaba
el aire; la sentía en la calidez que palpaban sus dedos cuando se introducía una mano bajo la ropa para tocarse la herida. Además, tenía el frío
dentro, un frío implacable que se le había metido en los huesos. En esa
ocasión iba a matarlo el frío.
Su última muerte la había causado el fuego.
«Ardí.» Al principio, confuso, creyó que un arquero del Muro le
había acertado con una flecha llameante, pero el fuego ya estaba en su
interior, consumiéndolo desde dentro. Y el dolor...

Ya había muerto nueve veces. En una ocasión lo atravesó una lanza;
en otra fueron los dientes de un oso en el cuello; en otra, la pérdida de
sangre al dar a luz a un cachorro muerto. La primera muerte le sobrevino
con solo seis años, cuando su padre le destrozó el cráneo con un hacha;
pero ni aquello había sido tan atroz como el fuego en las entrañas, chisporroteándole en las alas, devorándolo. Trató de huir volando, pero el
pánico avivó las llamas, que ardieron con más virulencia. Un momento
atrás estaba muy por encima del Muro, controlando los movimientos
de los hombres del suelo con sus ojos de águila. De repente, las llamas le
transformaron el corazón en cenizas ennegrecidas y le devolvieron el
espíritu a su propia piel entre aullidos. Llegó a perder la razón durante
un rato. El mero recuerdo lo hacía estremecer.
Fue entonces cuando advirtió que se había apagado la hoguera.
Solo quedaban unos restos carbonizados de madera con unas pocas
ascuas entre las cenizas.
«Aún sale humo; solo falta leña.» Apretando los dientes para contener el dolor, se arrastró hasta el montón de ramas rotas que había juntado
Abrojo antes de irse a cazar y echó unos palos a las cenizas.
—Prende —graznó—. Arde, ¡arde!
Sopló sobre las brasas al tiempo que elevaba una plegaria muda a los
dioses sin nombre del bosque, la colina y el campo.
Los dioses no respondieron. Poco más tarde, el humo también desapareció. La choza estaba enfriándose por momentos. Varamyr no tenía
yesca, pedernal ni incendaja. Le resultaría imposible volver a encender
la hoguera.
—Abrojo —llamó con la voz ronca, quebrada por el dolor—. ¡Abrojo!
Era una mujer de barbilla puntiaguda y nariz aplastada, con un enorme
lunar en la mejilla del que crecían cuatro cerdas negras. Era un rostro
feo, hosco, pero en aquel momento habría dado cualquier cosa por verlo
asomar por la puerta de la choza.
«Tendría que haberme apoderado de ella antes de que se marchara.»
¿Cuánto hacía que se había ido? ¿Dos días? ¿Tres? No lo sabía a ciencia
cierta. Dentro de la choza reinaba la oscuridad, y se había dejado llevar
por el sueño en más de una ocasión, de modo que no podía estar seguro
de si era de día o de noche.
—Espera aquí —le había dicho la mujer—. Voy a buscar comida.
Así que se había quedado esperando como un imbécil, soñando con
Haggon, con Chichón y con todas las cosas malas que había hecho en su
ya larga vida, pero habían pasado días y noches sin que Abrojo regresara.
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«No va a volver.» Se preguntó si no lo habría traicionado. Tal vez
supiera qué pensaba con solo mirarlo, o quizá él hubiera hablado en sus
sueños febriles.
—Abominación —oyó decir a Haggon.
Era casi como si estuviera allí, en la choza con él.
—No es nada más que una mujer de las lanzas, y fea para más señas
—replicó—. Yo soy un gran hombre. Soy Varamyr, el cambiapieles. No
es justo que ella viva y yo tenga que morir. —Nadie respondió, puesto
que no había nadie. Abrojo se había ido. Lo había abandonado, como
todos los demás.
Hasta su propia madre lo había abandonado. «Lloró por Chichón,
pero no por mí.» La mañana en que su padre lo sacó de la cama para
entregarlo a Haggon, su madre no quiso ni mirarlo. El niño chilló y pataleó mientras su padre lo arrastraba por el bosque, hasta que lo abofeteó
y le dijo que se callara.
—Tu sitio está entre los de tu calaña —fue lo único que le dijo antes
de soltarlo a los pies de Haggon.
«Y era verdad —pensó, tiritando—. Haggon me enseñó mucho,
mucho. Me enseñó a cazar y pescar, a despiezar un animal muerto, a
quitar las espinas del pescado y a orientarme en el bosque. Me enseñó
las costumbres y secretos de los cambiapieles, aunque mi don era
mucho más fuerte que el suyo.»
Años más tarde había tratado de dar con sus padres para decirles que
su pequeño Bulto se había convertido en el gran Varamyr Seispieles,
pero los dos estaban ya muertos e incinerados. Ya formaban parte de
los árboles y los arroyos, de las rocas y la tierra. Polvo y cenizas. Eso era
lo que le había dicho la bruja de los bosques a su madre el día de la
muerte de Chichón. Bulto no quería convertirse en un puñado de tierra.
El niño soñaba con el día en el que los bardos cantarían sus hazañas y las
mujeres hermosas lo cubrirían de besos.
«Cuando me haga mayor seré el Rey-más-allá-del-Muro —se había
prometido. No llegó a tanto, pero estuvo cerca. Los hombres temían el
nombre de Varamyr Seispieles. Acudía a la batalla a lomos de una osa
de las nieves de casi cinco varas de altura, seguido por tres lobos y un
gatosombra, y se sentaba a la derecha de Mance Rayder—. Por culpa de
Mance estoy aquí. No debería haberle hecho caso. Debería haberme
metido en mi osa para despedazarlo.»
Hasta la llegada de Mance, Varamyr Seispieles era un señor, en cierto
modo. Vivía solo, servido por sus bestias, en la cabaña de barro, musgo
y troncos que había pertenecido a Haggon. Cobraba tributo en pan, sal
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y sidra a una docena de aldeas, que también le proporcionaban frutas y
verduras de sus huertos. La carne se la procuraba él. Cada vez que
deseaba a una mujer, enviaba a su gatosombra a acecharla, y la muchacha en la que hubiera puesto el ojo lo seguía dócilmente a la cama.
Alguna que otra llegaba llorando, sí, pero llegaba. Varamyr les daba su
semilla, se quedaba con un mechón de su pelo para recordarlas y las
mandaba de regreso a casa. De cuando en cuando, un héroe de pueblo se
le acercaba lanza en ristre con intención de acabar con la bestia y salvar
a una hermana, una amante o una hija. A esos los mataba, pero a las
mujeres nunca les hizo daño. Incluso bendijo con hijos a más de una.
«Mocosos. Críos menudos y flacos, como Bulto. Ninguno de ellos
tenía el don.»
El miedo hizo que se pusiera en pie, tambaleante. Se sujetó el costado
para detener la sangre que le rezumaba de la herida, caminó como pudo
hasta la puerta, apartó la harapienta piel de la entrada y se encontró
frente a una muralla blanca. Nieve. No era de extrañar que el interior de
la choza estuviera tan oscuro y lleno de humo: la nieve la había cubierto
por completo.
Varamyr empujó la nieve, que se desmoronó aún blanda y húmeda.
En el exterior, la noche era blanca como la muerte. Jirones de nubes
pálidas rendían pleitesía a la luna de plata ante la mirada fría de miles de
estrellas. Divisó los montículos de otras chozas enterradas en ventisqueros y, más allá, la sombra de un arciano con su armadura de hielo.
Al sur y al oeste, las colinas eran una vasta extensión blanca donde lo
único que se movía era la nieve agitada por el viento.
—Abrojo —llamó Varamyr con voz débil. ¿Cuánto podía haberse
alejado?—. Abrojo. Mujer. ¿Dónde estás?
A lo lejos, un lobo aulló.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Varamyr. Conocía bien aquel
aullido, tanto como Bulto conocía la voz de su madre. Un ojo. Era el
mayor de sus tres lobos, el más grande, el más fiero. Cazador era más
esbelto, más rápido, más joven; Astuta, más taimada. Pero los dos temían
a Un ojo, porque el viejo lobo era indómito, despiadado, feroz.
Varamyr había perdido el control sobre sus otras bestias durante la
agonía del águila. Su gatosombra había huido al bosque, mientras que su
osa de las nieves se había vuelto contra los que la rodeaban y destrozado
a cuatro hombres a zarpazos antes de que la mataran de una lanzada.
Habría acabado con el propio Varamyr si se hubiera puesto a su alcance.
Aquella osa lo odiaba a muerte; se resistía rabiosa cada vez que se metía
en su piel o la usaba de montura. En cambio, sus lobos...
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«Mis hermanos. Mi manada. —Había pasado más de una noche fría
durmiendo entre sus lobos, que le proporcionaban calor con los cuerpos peludos—. Cuando muera, devorarán mi carne; el deshielo de la
primavera solo encontrará mis huesos.» Curiosamente, la idea le
resultaba reconfortante. Sus lobos le habían proporcionado alimento
muchas veces en sus expediciones, de modo que era justo que él les
proporcionara alimento a su vez. Hasta era posible que empezara la
segunda vida arrancando a dentelladas la carne cálida y muerta de su
propio cadáver.
El animal al que más fácil resultaba unirse era el perro. Vivía tan
próximo al hombre que parecía casi humano. Entrar en la piel de un
perro era como ponerse una bota vieja, un calzado de cuero ablandado
tras mucho uso. La bota se adaptaba al pie y el perro se adaptaba al
collar, aunque fuera un collar invisible para el ojo humano. Los lobos
eran más difíciles: el hombre podía trabar amistad con el lobo, podía
incluso dominarlo, pero no domesticarlo de verdad.
—Los lobos y las mujeres se casan para toda la vida —solía decir
Haggon—. Si te metes en uno, es como un matrimonio. A partir de ese
momento el lobo formará parte de ti, y tú de él. Los dos cambiaréis.
A otras bestias era mejor ni acercarse, le había asegurado el cazador.
El gato era vanidoso y cruel, y se volvía contra el cambiapieles a la
menor ocasión. El alce y el venado eran presas: hasta el hombre más
valiente se volvía cobarde si pasaba demasiado tiempo en su piel. Haggon tampoco era partidario de osos, jabalíes, tejones ni comadrejas.
—Hay pieles que no te conviene usar, chico. Te convertirías en algo
que no te gustaría.
Por lo visto, las aves eran lo peor.
—El hombre no ha nacido para despegarse de la tierra. Si se pasa
mucho tiempo en las nubes, ya no quiere volver a bajar. He conocido a
cambiapieles que probaron halcones, búhos o cuervos, y luego, incluso
con sus propios cuerpos, se quedaban sentados, embobados, mirando al
puto cielo.
Pero no todos los cambiapieles eran de la misma opinión. En cierta
ocasión, cuando Bulto tenía diez años, Haggon lo llevó a una reunión
de gente como ellos y similares. Los hermanos del lobo eran los más
numerosos, pero los otros le parecieron más extraños y fascinantes.
Borroq se parecía tanto a su jabalí que solo le faltaban los colmillos;
orell tenía su águila; Briar, su gatosombra. En cuanto le puso la vista
encima, Bulto supo que él también quería un gatosombra. Además
estaba Grisella, la mujer cabra...
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Pero ninguno era tan fuerte como Varamyr Seispieles. Ni siquiera
Haggon, tan alto y sombrío, con manos duras como la piedra. El cazador
murió entre sollozos después de que Varamyr le arrebatara a Pielgrís y lo
echara de su piel para apoderarse de la bestia.
«No tendrás una segunda vida, viejo.» En aquellos tiempos se hacía
llamar Varamyr Trespieles. Con Pielgrís eran cuatro, aunque era un lobo
decrépito, frágil y casi desdentado que no tardó en seguir los pasos de
Haggon.
Varamyr podía apoderarse de cualquier bestia y doblegarla a su
voluntad, apropiarse de su carne: perro, lobo, oso, tejón...
«Abrojo —pensó. Según Haggon, era una abominación y el peor de
los pecados, pero Haggon estaba muerto, devorado e incinerado. Mance
también lo habría maldecido, pero estaba muerto o prisionero—. Nadie
lo sabrá nunca. Seré Abrojo, la mujer de las lanzas; Varamyr Seispieles
habrá muerto. —Daba por sentado que su don perecería con aquel cuerpo,
que perdería a sus lobos y viviría el resto de sus días con la forma de una
mujer flaca y llena de verrugas... pero viviría—. Eso, si vuelve. Eso, si
tengo fuerzas para apoderarme de ella.»
Una oleada de debilidad le recorrió el cuerpo. Cayó de rodillas, con las
manos enterradas en un ventisquero. Cogió un puñado de nieve y se lo llevó
a la boca, se lo frotó contra la barba y se restregó los labios para sorber la
humedad. El agua estaba tan fría que casi no pudo forzarse a tragarla, y de
nuevo fue consciente de que estaba ardiendo. La nieve derretida no hizo
más que acentuar el hambre. Lo que su estómago pedía a gritos era comida,
no agua. Ya no nevaba, pero se estaba levantando un viento que convertía
el aire en cristal y le azotaba la cara mientras avanzaba como podía y se le
volvía a abrir la herida del costado. El aliento se le condensaba en una
nube blanca. Cuando llegó junto al arciano, dio con una rama caída que
podía servirle de muleta y cargó todo su peso sobre ella para dirigirse,
tambaleante, hacia la choza más cercana. Tal vez los aldeanos hubieran
dejado algo atrás al emprender la huida: un saco de manzanas, un trozo de
tasajo, cualquier cosa que lo mantuviera con vida hasta el regreso deAbrojo.
Casi había llegado cuando se rompió la muleta y le fallaron las piernas.
No habría sabido decir cuánto tiempo pasó allí tendido, tiñendo la
nieve de rojo con su sangre.
«La nieve me cubrirá. —Sería una muerte tranquila—. Dicen que al
final entra calor. Calor y sueño.»
Sería agradable volver a sentir calor, aunque lo entristecía pensar que
nunca vería las tierras verdes, las tierras cálidas de más allá del Muro
sobre las que tantas canciones cantaba Mance.
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—El mundo de más allá del Muro no es para la gente como nosotros
—solía decir Haggon—. El pueblo libre tiene miedo de los cambiapieles,
pero también nos honra. Al sur del Muro, los arrodillados nos dan caza y
nos sacrifican como a cerdos.
«Me lo advertiste —pensó Varamyr—, pero también fuiste tú quien
me llevó a Guardiaoriente.» Por aquel entonces, Bulto no tendría más de
diez años. Haggon cambió una docena de sartas de ámbar y un trineo
cargado de pieles por seis odres de vino, una piedra de sal y una cazuela de
cobre. Guardiaoriente era mejor que el Castillo Negro para el comercio:
era allí donde atracaban los barcos cargados con mercancías de las fabulosas tierras de allende el mar. Los cuervos conocían a Haggon; sabían
que era buen cazador y lo consideraban amigo de la Guardia de la Noche,
además de recibir con gratitud las noticias que les transmitía sobre los
sucesos del otro lado de su Muro. Algunos también sabían que era cambiapieles, pero eso no se comentaba en voz alta. Fue allí, en Guardiaoriente
del Mar, donde el niño que había sido empezó a soñar con el cálido sur.
Varamyr sentía cómo se le derretían en la frente los copos de nieve.
«Esto no es tan malo como morir quemado. Me dormiré y no despertaré, y empezará mi segunda vida. —Sus lobos ya estaban cerca. Los
sentía. Podría abandonar aquella carne débil, ser uno con ellos, cazar de
noche y aullar a la luna. El cambiapieles se convertiría en un lobo de verdad—. Pero ¿en cuál?» En Astuta no, desde luego. Haggon lo habría
considerado una abominación, pero Varamyr se había metido muchas
veces en la piel de la loba cuando Un ojo la estaba montando. De todos
modos, no quería pasarse su nueva vida en aquel cuerpo a menos que no
le quedara otro remedio. Cazador, el macho joven, le convenía más...
Aunque Un ojo era más corpulento y feroz, y Un ojo era el que montaba
a Astuta cuando entraba en celo.
«Dicen que se olvida todo —le había dicho Haggon pocas semanas
antes de morir—. Cuando muere la carne del hombre, su espíritu vive
dentro de la bestia, pero día tras día va perdiendo la memoria, y la bestia
es cada vez menos cambiapieles y más lobo, hasta que no queda ni rastro
del hombre, solo el animal.»
Varamyr sabía hasta qué punto era cierto aquello. Cuando se apoderó
del águila que había pertenecido a orell sintió la rabia del otro cambiapieles, que se rebelaba contra su presencia. A orell lo había matado Jon
Nieve, el cuervo cambiacapas, y el odio hacia su asesino era tan brutal
que el propio Varamyr odió también al chico bestia. Supo qué era Nieve
en cuanto vio al gran huargo blanco que caminaba en silencio junto a él.
Los cambiapieles siempre se reconocían entre sí.
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«Mance tendría que haber dejado que me adueñara del huargo. Esa sí
que habría sido una segunda vida digna de un rey.» Y no le cabía duda
de que habría podido. El don era fuerte en Nieve, pero no había recibido
entrenamiento y aún se debatía contra su naturaleza en lugar de enorgullecerse de ella.
Varamyr veía los ojos rojos del arciano que lo miraban desde el tronco
blanco.
«Los dioses me están juzgando. —Sintió un escalofrío. Había hecho
cosas malas, cosas horribles. Había robado, había matado, había violado.
Había comido carne humana y había lamido la sangre de los moribundos
mientras les manaba roja y caliente de la yugular desgarrada. Había acechado a sus enemigos por el bosque y había caído sobre ellos mientras
dormían para arrancarles las entrañas a zarpazos y esparcirlas por el
barro—. Y lo deliciosa que era su carne.»
—Lo hizo la bestia, no yo —dijo en un susurro ronco—. Ese fue el
don que me disteis.
Los dioses no respondieron. Su aliento se condensaba blanquecino y
nebuloso, y sintió como se le formaban carámbanos en la barba. Varamyr
Seispieles cerró los ojos. Soñó un sueño antiguo, un sueño en el que
aparecían una cabaña junto al mar, tres perros gimoteantes y las lágrimas
de una mujer.
«Era por Chichón. Lloraba por Chichón; por mí no lloró nunca.»
Bulto había nacido un mes antes de lo debido y era tan enfermizo
que nadie creía que fuera a sobrevivir. Su madre esperó hasta que tuvo
casi cuatro años para ponerle un nombre de verdad, y entonces ya era
demasiado tarde. Toda la aldea se había acostumbrado a llamarlo Bulto,
el mote que le había puesto su hermana Meha cuando aún estaba en el
vientre de su madre. Meha también le había puesto el mote a Chichón,
pero el hermanito de Bulto nació a término y llegó al mundo grande,
rosado, robusto, mamando con glotonería de la teta de su madre, que iba
a ponerle el nombre de su progenitor.
«Pero Chichón murió. Murió cuando yo tenía seis años y él dos, tres
días antes del día de su nombre.»
—Tu pequeño está ya con los dioses —le había dicho la bruja de
los bosques a su madre, que no paraba de llorar—. No volverá a sufrir;
para él no habrá más hambre ni lágrimas. Los dioses se lo han llevado
a la tierra, a los árboles. Los dioses están a nuestro alrededor, en las rocas
y en los arroyos, en los pájaros y en las bestias. Tu Chichón ha ido a
reunirse con ellos. Será el mundo y todo lo que hay en él.
Las palabras de la vieja se clavaron en Bulto como un cuchillo.
34

«Chichón me ve. Está mirándome. Lo sabe. —Bulto no podía esconderse de él, no podía ocultarse tras las faldas de su madre ni fugarse con
los perros para huir de la ira de su padre—. Los perros. —Colamocha,
Hocico, Gruñón—. Eran buenos perros. Eran mis amigos.» Cuando su
padre los encontró olfateando en torno al cadáver de Chichón no tuvo
manera de saber cuál había sido, así que los mató a los tres a hachazos. Le
temblaban tanto las manos que le hicieron falta dos golpes para acallar a
Hocico, y cuatro para Gruñón. El olor de la sangre impregnaba el aire y
los estertores de los perros eran espantosos, pero Colamocha acudió
cuando lo llamó su amo. Era el perro más viejo, y el adiestramiento pudo
más que el pánico. Cuando Bulto se metió en su piel, ya era demasiado
tarde. «No, padre, por favor», trató de decir. Pero los perros no hablan la
lengua de los hombres, de modo que lo único que emitió fue un gemido
lastimero. El hacha acertó al viejo perro en pleno cráneo, y dentro de la
cabaña, el niño lanzó un alarido.
«Así fue como se enteraron.» Dos días después, su padre se lo llevó al
bosque a rastras. Portaba el hacha consigo, así que Bulto pensó que tenía
intención de acabar con él del mismo modo que había acabado con los
perros. Pero lo que hizo fue entregárselo a Haggon.
Varamyr se despertó de repente, sobresaltado, tembloroso.
—¡Levántate! —le gritaba una voz—. ¡Levántate! ¡Tenemos que
marcharnos! ¡Vienen! ¡Son cientos! —La nieve lo había cubierto con un
espeso manto blanco. Hacía tanto frío... Intentó moverse y se dio cuenta
de que la mano se le había quedado pegada al suelo. Se arrancó un buen
trozo de piel al despegarla—. ¡Que te levantes! —le gritó de nuevo la
mujer—. ¡Ya vienen!
Abrojo había regresado, lo tenía agarrado por los hombros y lo sacudía al tiempo que le gritaba a la cara. Varamyr olió su aliento y sintió su
calidez contra las mejillas entumecidas por el frío.
«Ahora —pensó—. Hazlo ahora o muere.»
Reunió las fuerzas que le quedaban, salió de su piel y se introdujo
violentamente en la de Abrojo, que arqueó la espalda y gritó.
«Abominación.» ¿De quién era el pensamiento? ¿De Abrojo, de
Varamyr, de Haggon? No tenía manera de saberlo. Su viejo cuerpo cayó
en la nieve cuando los dedos de la mujer lo soltaron. La mujer de las
lanzas se retorció con violencia y chilló. Su gatosombra también lo
rechazaba con fiereza al principio, y la osa de las nieves había pasado un
tiempo enloquecida, lanzando zarpazos a los árboles, a las rocas, al aire.
Pero aquello era mucho peor.
—¡Sal de mí! ¡Sal de mí! —oyó gritar a su propia boca.
35

El cuerpo de la mujer se tambaleaba, caía y volvía a levantarse, agitaba
las manos y las piernas en movimientos convulsivos, como en un baile
grotesco, mientras los dos espíritus luchaban por la misma carne. Inhaló
una bocanada de aire gélido, y Varamyr vivió un instante de gloria en su
sabor, en la fuerza de aquel cuerpo joven, hasta que los dientes de Abrojo
se cerraron con fuerza y la boca se le llenó de sangre. Se llevó las manos
a la cara. Él trató de bajarlas, pero aquellas manos, resistiéndose a obedecerlo, le arrancaron los ojos.
«Abominación», recordó mientras se ahogaba en sangre, dolor y
locura. Cuando Varamyr intentó gritar, Abrojo escupió la lengua que
habían compartido.
El mundo blanco se volvió del revés y se desmoronó. Durante un
momento fue como si estuviera dentro del arciano y, a través de los ojos
rojos tallados en la madera, contemplase al hombre que agonizaba en el
suelo y a la demente que bailaba ciega y ensangrentada bajo la luna, llorando lágrimas rojas y arrancándose la ropa. Pronto, ambos desaparecieron
y él se elevó, se fundió, su espíritu cabalgó a lomos de una ráfaga de viento
frío. Estaba en la nieve y en las nubes; era un gorrión, una ardilla, un roble.
Un búho real volaba sigiloso entre los árboles, en pos de una liebre;
Varamyr estaba dentro del búho, dentro de la liebre, dentro de los árboles.
Bajo la tierra helada, las lombrices cavaban sus túneles a ciegas, y también
estaba en ellas.
«Soy el bosque y todo lo que hay en él», pensó exultante. Un centenar
de grajos levantaron el vuelo entre graznidos al sentir su paso. Un gran
alce berreó, inquietando a los niños que se aferraban a su lomo. Un
huargo que dormía levantó la cabeza para gruñir a la nada. Antes de que
volvieran a latirle los corazones, ya había pasado de largo en busca de los
suyos, en busca de Un ojo, Astuta y Cazador, su manada. Sus lobos lo
salvarían, se dijo.
Aquel fue su último pensamiento humano.
La muerte verdadera llegó de repente. Sintió un golpe frío, como si se
hubiera zambullido de súbito en las aguas de un lago helado, y lo siguiente
que supo fue que corría por la nieve, bajo la luna, seguido de cerca por sus
compañeros de manada. La mitad del mundo era negrura. «Un ojo»,
pensó. Aulló, y Astuta y Cazador aullaron con él.
Cuando llegaron a una cima, los lobos se detuvieron.
«Abrojo», recordó. Una parte de él lamentaba lo que había perdido,
y otra parte, lo que había hecho. Abajo, el mundo se había transformado
en hielo. Las lenguas de escarcha reptaban y se unían subiendo por el
tronco del arciano. La aldea desierta ya no estaba desierta. Sombras de
36


DANZA DE DRAGONES
ojos azules vagaban entre los ventisqueros. Unas vestían de marrón;
otras, de negro; otras iban desnudas y mostraban una carne blanca como
la nieve. El viento suspiraba entre las colinas y transportaba su olor hasta
los lobos: olor de carne muerta, de sangre seca, de pieles que hedían a
moho, putrefacción y orina. Astuta lanzó un gruñido y enseñó los dientes
con el lomo erizado.
«No hombres. No presa. Estos no.»
Las cosas de abajo se movían, pero no estaban vivas. Una a una fueron
alzando la cabeza hacia los tres lobos de la colina. La última en mirar fue
la cosa que había sido Abrojo. Vestía prendas de lana, piel y cuero, y sobre
ellas, una capa de escarcha que crujía cuando se movía y brillaba a la luz
de la luna. De las yemas de sus dedos colgaban carámbanos rosados, diez
largos cuchillos de sangre helada. Y en las cuencas insondables donde
habían estado sus ojos brillaba una luz azulada que confería a sus rasgos
bastos una belleza escalofriante que no habían tenido en vida.
«Me ve.»

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