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jueves, 19 de septiembre de 2013

Capitulo I gratis- La luz Dificil de Tomas Gonzalez

Tomás González

LaLuzDificil
Empieza a leer... La luz difícil

Si las puertas de la percepción se depurasen, todo aparecería infinito al ser humano. Tal cual es.
El matrimonio del cielo y el infierno william blake (1827 d. C.) El mundo es inestable como casa en llamas. 
lin-chi (866 d. C.)  Esa noche pasé mucho tiempo despierto. A mi  lado, Sara tampoco dormía. Miraba yo sus hombros morenos, su espalda aún esbelta a sus cincuenta y nueve años, y encontraba consuelo en su belleza. A ratos nos tomábamos de la mano. En el apartamento nadie dormía, nadie hablaba; de vez en cuando alguno tosía o iba a orinar y volvía a acostarse. Nuestros amigos Debrah y James habían venido a acompañarnos y se habían acomodado en un colchón en la sala. Venus, la novia de Jacobo, se había acostado en el cuarto de él. Mis hijos Jacobo y Pablo habían salido dos días antes en una  van de Rent-a-Car con rumbo a Chicago, desde donde habían tomado un avión para Portland. En algún momento me pareció oír el débil rumor de la guitarra de Arturo, el tercero de mis hijos, en su cuarto. En la calle sonaban los gritos nocturnos del Lower East Side, las botellas quebradas de siempre. A las tres de la mañana, o algo así, pasaron, cavernosas, dos o tres motocicletas de los Hell’s Angels, que tenían su sede a dos cuadras de nuestro apartamento. Dormí casi cuatro horas seguidas, sin soñar, hasta que a las siete me despertó la punzada de angustia en el vientre por la muerte de mi hijo Jacobo, que habíamos programado para las siete de la noche, hora de Portland, diez de la noche en Nueva York.


Besé a Sara, me levanté, hice café. Sin darme cuenta, me puse a mirar la pintura en la que estaba trabajando. Era demasiado temprano para llamar a los muchachos, que se habían quedado a pasar la noche en un motel cerca del aeropuerto de Portland. El tema de mi pintura era la espuma que forma la hélice del ferry cuando, al dejar el muelle, acelera el motor en el agua verde de la que borbota. El color esmeralda del agua me había quedado pálido, superficial, pensé, como caramelo de menta vitrificado. Aún no lograba que, sin verse, sin hacerlo evidente, se sintiera la profundidad abisal, la muerte. La espuma aparecía bella, incomprensible, caótica, separada e inseparable del agua. La espuma estaba bien. Por la época de ese trabajo, que había empezado hacía ya un año —en el verano del 98—, pasaba yo días enteros en el ferry, yendo y viniendo de Manhattan a Staten Island, una y otra vez, a veces tomando cerveza, siempre mirando el agua. Incluso me hice amigo de algunos de los músicos ambulantes de los barcos, y de un Louis Larrota (Luis Bancarrota, le decía yo para tomarle del pelo, aunque él no entendiera el chiste, pues no hablaba español ni italiano), el único lustrabotas que quedaba en el ferry. Ahora mismo lo oigo pregonar, Shine! Shine!, por los corredores del barco. Este lustrabotas cada vez tenía menos clientes, pues la mayoría de 
la gente había empezado a usar tenis. Al apagarse el atardecer, que había ardido detrás de las grúas de Nueva Jersey y estaba recruzado de gaviotas, regresaba yo al apartamento.

Me casé con Sara cuando los dos teníamos veintiséis años. Vivimos juntos cincuenta, hasta que se murió 
del corazón hace apenas dos. No conocí otras mujeres: ella fueron todas. Es difícil de explicar y de entender, pues las mujeres que deseé y no eran ella, las que nunca tuve, tanto como las muy pocas con quienes llegué a acostarme —sin que Sara se enterara, claro, pues hubiera sido el fin—, fueron ella. Aquellas infidelidades ocurrieron sólo durante nuestros dos primeros años juntos, cuando a la relación, que sufría aún de vacíos y malentendidos serios, le faltaba afianzarse. Después mi fidelidad se hizo total y sin esfuerzos. 

Hubo también infidelidades de parte de ella, creo, pero las que ocurrieron, si es que ocurrieron, se 
darían muchos años después. Una tarde, ya en Nueva York, la vi en una cafetería, tomada de la mano con una compañera de trabajo. Se lo pregunté esa noche y ella ni lo negó ni lo aceptó; sólo dijo que las relaciones entre mujeres siempre iban a ser un misterio para los hombres. Lo cual no me dejó tranquilo, pues hay maneras y maneras de estar tomado de la mano con otra persona, pero lo fui olvidando hasta cierto punto con los años. La segunda vez fue cuando estuvo en Jamaica con James y Debrah. Por algún motivo yo no pude o no quise ir a ese viaje, y a James se le escapó una anécdota en la que se insinuaba que Sara había tenido una aventura con un muchacho de la isla. También se lo pregunté, pero esta vez me dijo que estaba loco, que cómo se me pasaba eso por la cabeza. Sin embargo, hasta hoy algo me dice que la aventura ocurrió. Sara no era cohibida ni mucho menos, especialmente si se había tomado algunas copas. Aquello me dolió mucho tiempo, haya sido cierto o no, y me produjo gran tristeza, pero también terminé por superarlo.
Celos, tal vez.En cualquier caso, sólo la vejez ya avanzada disminuyó el deseo que sentimos siempre el uno por el otro. Nunca he sido capaz de diferenciar demasiado entre amor y deseo, así que puedo decir que nos tuvimos mucho amor toda la vida. Y siempre me alegraba de volver a verla, así la separación hubiera sido de apenas unas horas. Cuando llegaba a la casa, de regreso del ferry, ya también ella había vuelto del hospital donde trabajaba, y conversábamos un poco echados en la cama; yo le contaba sobre lo que había visto en el mar, y luego iba a ver cómo estaban Jacobo y los muchachos.

Habíamos llegado a Nueva York en 1986. En el 83 habíamos salido de Bogotá para Miami, donde alcanzamos a estar tres años largos, de los cuales no me arrepiento para nada, pues no fueron malos. Yo había conocido Miami y los Cayos en un viaje anterior, y quería trabajarlos en mi pintura. Se puede decir que me fui para Miami en busca del agua y de la luz. Los dos disfrutamos 
mucho del mar durante aquellos tres años, aunque padecimos la estrechez espiritual de la Miami de esos días. Y al final resolvimos irnos con los tres niños para Nueva York.

En Miami pinté una serie de paisajes al óleo, estudios de la luz y el agua, quince cuadros de dos metros 
por dos, con los cuales hice una exposición en Cayo Hueso, y que se vendieron rápido y relativamente bien. 
Algunos eran paisajes abstractos del mar que se ve desde la carretera a los Cayos; otros, del mar de Miami: de El Farito, de Crandon Park y del downtown. Casi recién llegados, Sara y los niños se compraron un catamarancito todo destartalado y con él navegaban los fines de semana, sin alejarse mucho de la costa, casi tocando la arena, mejor dicho, pero gozando como si estuvieran atravesando el Atlántico. 

En Miami cumplí cuarenta y tres años. Nos dijeron después, los pocos y buenos amigos que allá tuvimos, que la ciudad estaba cambiando mucho, que se había hecho menos provinciana, que los rednecks se habían ido, que la llegada de gente de otros países había mejorado el ambiente y que incluso la nueva generación de cubanos era un poco menos obtusa y asfixiante. Bien podía ser. Así y todo, ni Sara ni yo habríamos regresado. Tampoco hubieran querido regresar los niños, que después de dos años en Nueva York ya no 
eran tan niños: Jacobo tenía dieciocho y se estaba preparando para estudiar Medicina en NYU; Pablo, de dieciséis, estaba en un colegio de secundaria alternativa en la Veintitrés y la Ocho, con muchachos con aretes en nariz y orejas, y miraba ya folletos de universidades, y Arturo tenía catorce y se había empeñado en matricularse en La Salle —cuya sede quedaba en la calle Segunda con Segunda—, por la sola razón de que estaba a media cuadra del que fue nuestro apartamento después del de la 101, y así le quedaba más tiempo para dormir. Acostarse tarde, levantarse tarde, tocar guitarra y dibujar sin parar era lo que le gustaba en esos días. En fin. Fue bueno mientras duró, lo de la Florida, pero también suficiente. Alcancé a trabajar bastante; incluso el ambiente crudo e inculto que reinaba en la Miami de esos días me ayudó en cierto modo, pues pude sumergirme a fondo en la burbuja que al fin de cuentas es mi trabajo (o era mi trabajo, mejor dicho, pues hace ya como año y medio, pasados los setenta y seis, se me empezó a dañar demasiado la vista, dejé de pintar y me puse más bien a escribir con la ayuda de una lupa).

En Nueva York primero vivimos en un apartamento muy pequeño de la 101 West, a una cuadra del Central Park. El parque era lo único bueno del sitio, que quedaba en la frontera con un ghetto de latinos pobres 
y había mucha bulla por las noches, botellas quebradas, insultos a voz de cuello en inglés y en español, una bruma humana densa que no me dejaba dormir, especialmente porque acababa de llegar de Miami —que parecía construida toda al lado de canchas de golf—. De pintar, ni soñar. Fueron difíciles los primeros meses en Nueva York, bien difíciles, no para Sara y los niños, para mí, que tenía tanto requisito de luz, espacio, silencio y demás tonterías que uno se inventa a esa edad para complicarse la vida.Por esos días yo no quería estar en Miami ni en Bogotá ni en Medellín ni allí en la 101 ni en ninguna parte. Salía temprano a caminar por el parque durante horas y a repetirme que me tenía que despabilar, empezar a trabajar, ponerles cara más alegre a Sara y a los muchachos, que estaban felices en Nueva York, aunque se preocupaban por mi abatimiento. Ella, que había conseguido empleo de consejera en un hospital —en Colombia se había graduado de socióloga—, se dio cuenta de que el barrio donde estábamos era lo que me estaba 
afectando el ánimo, su ambiente de ghetto tal vez, y sin duda la falta de espacio del apartamento. En la sala, la pata del caballete casi pegaba contra el hombro de Arturo, tirado en el piso con su dichoso Nintendo; y cuando los tres muchachos estaban en la casa hacían mucho ruido, que, sumado al de la calle, lograba que yo renunciara a caballete y pintura y saliera para el parque a mirar los árboles.

Me gustaban los árboles del Central Park, aunque me producían nostalgia por los de mi país, por las selvas de Urabá, que yo conocía tan bien, pues uno de mis hermanos había tenido una finca por esos lados y en ella había muerto. Estos eran bellos, sin duda, olmos o robles muy antiguos, por ejemplo, pero casi como de juguete, comparados con las ceibas y los caracolíes de Urabá, y me daban un poco de tristeza. En resumen, cuando no estaba en el parque me había ido para Coney Island, a una hora más o menos en subway, que descubrí muy pronto y me deslumbró, como a todo el mundo. (Existe una foto de Freud, deslumbrado también, creo, en el entablado.) Después, ya en el apartamento de la calle Segunda, empecé la serie de paisajes marinos de la bahía de Nueva York, entre ellos los del mar de Brighton Beach y Coney Island.
Sara llegó una tarde del trabajo y me dijo:
—¿Querés ver un apartamento que me alquilan? Es abajo, cerca de Houston. Segunda con Segunda. Grande. Destartalado. Caro. Las ventanas dan a un cementerio bellísimo. Marble Cemetery, se llama.Le pregunté que si tenía buena luz y me dijo que sí, y nos fuimos a verlo con los muchachos. Demasiado caro no me pareció, para el tamaño, pero sí destartalado. 

Mejor dicho, mugroso. Era cuestión de lavarlo, pintarlo y fumigar las cucarachas. Ventanas grandes, luz excelente. Sala muy espaciosa donde íbamos a caber sin problemas los muchachos con sus apéndices electrónicos, un sofá, dos sillones y mi taller.Y quedó muy bien. Fumigamos las cucarachas y algunas se murieron, pero la mayoría se quedó viviendo con nosotros. Uno encendía la luz por la noche y allí estaban siempre, pequeñas, numerosas, veloces, buscando rendijas para ocultarse. La limpieza era estricta y yo las 
volvía a fumigar cada cierto tiempo, les ponía bórax, las aplastaba con el zapato, y nada: cuando encendía la 
luz, allí estaban todas. En los apartamentos viejos estos insectos son tan inextinguibles como la vida. Para 
acabarlos habría que demoler el edificio y ponerles gasolina o napalm a los escombros... Me gustan las matas y tengo buena mano, así que conseguí helechos y palmas, y muy pronto el sitio estaba ya agarrando un aire selvático. En un almacén de animales en Bleecker compramos por doscientos dólares una lora, a la que los niños pusieron Sparky; chillaba como loca, pues nunca se dejó domesticar, y volaba por todo el apartamento. Años después conseguimos a Cristóbal, el gato, que un día la asustó, y Sparky se escapó por una de las ventanas que daban al cementerio. La lorita se quedó una semana viviendo y chillando en los árboles; nunca quiso regresar, a pesar de lo mucho que la llamábamos por las ventanas. Hasta que se fue. 
—A Suramérica —les dije a los muchachos, para animarlos—. A comer chontaduros al Chocó.—Chontawho? —preguntó Arturo, que no conocía los frutos de esa palma y no perdía oportunidad para tomar del pelo, así fuera en momentos difíciles como aquel.En el apartamento de la calle Segunda me volvió 
el ánimo. Empecé a recorrer las costas urbanas y semiurbanas de Brooklyn y Nueva Jersey y a tomarles fotos y pintarlas. Pinté una motocicleta que encontré medio sumergida en una playa y cubierta de algas. Me gusta cómo lo que el hombre abandona se deteriora y empieza a ser otra vez inhumano y bello. Me gusta esa frontera. 

Esa especie de manglar. Pinté una serie de ocho trabajos con el tema de los cangrejos herradura, o horseshoe crabs, que llegan a las playas de Coney Island, se mueren, reposan en la arena y se vuelven concha vacía y después polvo, rápido, junto con las chancletas y pedazos de recipientes de plástico que durarán, ellos sí, siglos, antes de volverse también polvo. El tema de esas pinturas, aunque nunca lo dije, era obvio y grandioso y en todo caso muy pretencioso o ambicioso o como quiera llamarse, y tenía que ver con el tenebroso abismo del Tiempo. Los cangrejos herradura no son bonitos, ni mucho menos, y han atravesado millones de años sin modificarse, como dicen que pasó con las cucarachas y los cocodrilos. Alguna vez leí en Internet que tampoco son cangrejos. Se parecen a los crustáceos, pero en realidad están más emparentados con las arañas y los escorpiones. Los fósiles más viejos de cangrejos herradura son 
de hace más o menos cuatrocientos cincuenta millones de años. 

Las pinturas tenían sólo los toques de luz necesarios para que alcanzara a presentirse la forma del cadáver 
del pobre cangrejo. Y se vendieron, sí, pero con enorme dificultad y por muy poco. Muchos años después empezarían a cambiar de manos por sumas impúdicas de dinero. Colgada en el estudio, todavía conservo una —la mejor, para mi gusto—, que cada vez se vuelve más imprecisa y abisal a medida que va decayendo mi vista y voy avanzando también hacia el polvo.—Un paso más allá en el tenebrismo, ¿no? Bueno, lo próximo será el cuadrito puro negro —dijo Sara, para tomarme del pelo—. No me creás, no me creás —agregó rápidamente—. Claro que me gustan.Fueron casi dos años de abundancia artística; de una felicidad que traía su toque de angustia, pues encontraba yo tesoros por todas partes, como alguien a quien las piedras de los caminos de pronto se le volvieran joyas. ¡Qué iba yo a presentir lo que venía! El infortunio es siempre como el viento: natural, imprevisible, fácil... Estaba pintando mejor que nunca, y era tal la intensidad de mi trabajo que a veces me olvidaba hasta de fumar y tomar café. Pinté la moto cubierta de algas, un poco tenebrista también, aunque ahora con toques de color. En Nueva Jersey encontré un triciclo oxidado de niño en un lote vacío al pie del mar, y también pinté eso, muy grande, pero esta vez con tanta luz que casi ni dejaba ver el triciclo. (Hace dos años vi el cuadro en un museo de Roma, adonde me invitaron para no sé 
qué homenaje, pero ya me tocó mirarlo de reojo, pues me había empezado la enfermedad y tenía borroso el centro de la visión. Me gustó, el triciclo, cuando volví a verlo después de tantos años, pero hubiera querido 
retocarle ciertas partes que habrían podido quedar mucho mejor.) También había empezado a tomarle fotos 
a la montaña rusa en ruinas de Coney Island —la que después tumbaron—, cubierta de batatillas de flores moradas. Gloria de la mañana, o morning glory, se llama en inglés esa enredadera. Pensaba pintar una serie de cuadros grandes, con detalles de la estructura y las flores desde ángulos que sacudieran las jerarquías de tamaños y perspectivas, y me liberaran del yugo que impone el orden obligado de mirar hacia afuera o hacia adentro. Era como si yo buscara salir de un encierro y estuviera a punto de alcanzar la luz, para respirar mejor. Preparé los lienzos para la montaña rusa. Tendría que pintar bonitas las flores, eso sí, no fuera que los cuadros dieran demasiada guerra en el momento de venderse. De algo había que vivir. 

Es triste que ahora escriba los chistes que hasta hace apenas dos años hacía cuando Sara seguía viva. «Especie de chistes», habría precisado ella en este caso. Justo entonces a un taxi en el que venía mi hijo mayor lo estrelló la camioneta de un junkie borracho, en la calle Seis con Primera Avenida, a menos de cuatro cuadras del apartamento, y yo, y Sara y todos, entramos en el más profundo de los infiernos.
fuente: Alfaguara

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Las tormentas familiares de Tomás González - Entrevista de el periodico el Tiempo

'Temporal' es la nueva novela del escritor antioqueño, que llega esta semana a las librerías.

“Los cangrejos corrían despavoridos por la arena muy blanca del golfo, como si se estuviera anunciando el Juicio Final y buscaran sus agujeros para escapar de Dios”.
Todo presagiaba el temporal. En esa única palabra, que da título a su nueva novela, el escritor antioqueño Tomás González encierra todo un universo. El amor y el odio, la tensión y la esperanza. En últimas, el intrincado cosmos que simbolizan las relaciones familiares.
González regresa al mar, tan presente en su vida y en su obra, a una playa en inmediaciones de Tolú, en el departamento de Sucre, en donde una tormenta, que se divisa en el horizonte, vaticina la ‘tormenta’ afectiva que vivirán los miembros de una familia de pescadores, que además atiende un hotelito de pequeñas cabañas, típico de estas zonas caribeñas.
Un padre paisa orgulloso y machista, que se va a la Costa en busca de mejor suerte; Nora, una madre loca que oye voces todo el día, y sus hijos mellizos, Mario y Javier, quienes ayudan en la pesca y cuidado de los turistas, son los protagonistas de la trama, que se crece con una polifonía de personajes, encarnados en uno solo: ‘El turista’, que de seguro le resultará familiar a más de un agudo conocedor del conjunto de la obra del autor de La luz difícil, Primero estaba el mar y La historia de Horacio, entre otros.
A partir de allí, Tomás González concibe un entretejido complejo, pero que siempre parece acariciar al lector, hasta en los momentos de mayor tensión del relato, con un dominio impecable del lenguaje, que ratifica lo que hasta hace pocos años se rumoraba en los corrillos literarios: que González era “el secreto mejor guardado de la literatura colombiana” de los últimos años.
EL TIEMPO logró ubicar al autor antioqueño, precisamente en alguna playa perdida del parque Tayrona, en donde se refugia y se recarga frente al mar, ese polo a tierra de su vida, presagiando –como su novela– el temporal que, muy seguramente, él vislumbra para los próximos días, cuando inicie la promoción de su libro, en la Fiesta del Libro de Medellín, que arranca el próximo viernes.
Las tensiones familiares entre padres e hijos son, quizás, uno de los traumas que marcan a todos los seres humanos. En especial, aquellas atravesadas por el odio. ¿Era este un tema pendiente que tenía? ¿Tiene origen en algún hecho autobiográfico que lo marcó?
Mi relación con mi papá no fue fácil. No fue de odio, pero a veces se acercaba al odio e incluso hubo momentos en que llegué a desearle la muerte. Me atrevería a decir que la mayoría de los hijos hombres han sentido eso mismo por el padre. Ahora bien, los novelistas amplifican los sentimientos propios, les dan toda la dimensión que en determinadas circunstancias podrían adquirir, y así forman las historias. Además tienen la posibilidad de estudiar esos sentimientos en otras personas –en este caso el odio hacia el padre– y utilizar toda esa información para darles vida a sus personajes.
Mientras que ‘La luz difícil’ está atravesada por el dolor, esta nueva novela está dominada por el odio. ¿Podría decirse que ‘Temporal’ y ‘La luz difícil’ son un ejercicio literario de opuestos? ¿Lo tenía pensado así desde que concibió ambos libros?
Es odio-amor, no solamente odio. Me parece importante tener eso en cuenta, para entender la complejidad de estas relaciones. En todo caso las dos novelas venían dándome vueltas en la cabeza desde hacía mucho tiempo. Siguieron un proceso de desarrollo paralelo, en el sentido de que maduraron al mismo tiempo, pero nunca las pensé como ejercicio literario de opuestos. Simplemente se gestaron al mismo tiempo y, siendo eso así, era inevitable que se diera cierto tipo de vínculo entre ellas.
¿Qué simboliza el mar en su vida, tan presente a lo largo de su trayectoria literaria?
El mar ha estado en mi vida desde que tengo siete años, cuando mi familia compró una casita de pescadores frente al mar en el golfo de Morrosquillo, no lejos de donde sucede la historia de Temporal. Allí pasábamos todas las vacaciones, es decir, dos o tres meses al año. Cada cierto tiempo regreso al golfo y me quedo allí unos días en alguno de esos hotelitos que hay entre Tolú y Coveñas. Y cuando viví en Nueva York iba a Coney Island o a Staten Island por lo menos dos veces por semana. Mis paseos en el ferry de Staten Island duraban horas: iba y venía en el barco de una isla a la otra, tomando cerveza y mirando las gaviotas y los rizos del agua. En mis historias en las que aparece el mar, el contraste que se establece es el de la fugacidad de las pequeñísimas tragedias y alegrías humanas, que son justamente como esos rizos, con la indiferente permanencia del agua.
¿Cuál fue el principal desafío para alcanzar la tensión narrativa que logra a lo largo del relato? En una tensión unida, tan solo, por un delgado hilo a punto de reventarse.
Esta pregunta empata con la respuesta anterior. En la novela, la tormenta humana que se vive en la pequeña lancha está contenida dentro de la tormenta de la Naturaleza, y esta, la tormenta de la Naturaleza, termina por resolverse en la indiferencia del mar, que al final se queda otra vez en calma. Unas fluctuaciones se mueven dentro de otras y todo está metido en la eternidad, que es estable y siempre igual a sí misma. En ese marco se mueve la lancha, con el padre y los hijos siempre al borde de la destrucción.
Resulta interesante también la manera como logró articular esa tensión narrativa con el tiempo en el que transcurre la historia (un poco más de un día). Siento que este fue otro reto interesante. ¿Cómo llegó a definir que la historia tenía que transcurrir en ese lapso?
Yo creo que solo hay la luz y la oscuridad. Un solo día y una sola noche. Y pienso que cuando uno recorre esas veinticuatro horas recorre todo lo que ha existido y existirá. Las dos horas de más las necesité para esa especie de epílogo, cuando el padre bautiza al niño en la playa y se menciona la fugacidad de las tormentas.
Es inevitable no preguntarle si no hay implícito en este manejo del tiempo un guiño o un homenaje a James Joyce.
Solo ahora que lo mencionas caigo en cuenta de eso. Siempre admiré esas 24 horas de Joyce, donde supo mostrar, con la gracia de su genio, el Universo entero. Pero mi novela no fue un homenaje premeditado. Fue el mejor de los homenajes, es decir el que se hace sin uno darse cuenta.
Quedé con el sentimiento, al terminar la novela, de que la idea de lo ‘premonitorio’ fue algo con lo que usted también quería jugar, y que también pudo convertirse en otro reto, a la hora de contar la historia, apoyándose tanto en la tensión de la trama como en ciertos personajes, en los que recae esta responsabilidad. ¿Fue este otro de sus propósitos narrativos?
“Jugar” es la palabra. Yo quería jugar con las posibilidades de una profecía. La premonición aparece con toda la fuerza de las premoniciones, pero no se cumple al pie de la letra, ni con la exactitud matemática de las tragedias. Yo quería reconocer el poder de las premoniciones y de las profecías, pero también expresar lo imprevisible de la realidad.
Otra de las piezas claves en el engranaje del relato fue alcanzar la solidez y la fuerza de la polifonía de las voces. Algo que, quizás, uno como lector siente natural, pero que al escarbar entre los pliegues de la novela encuentra que no debió ser fácil. ¿Cómo suele trabajar usted la estructura de las voces y su polifonía, a la hora de sentarse a escribir?
Lo más difícil fue establecer ese personaje colectivo que es ‘El turista’ y que funciona un poco como el coro de las tragedias. La voz de la abuela de Ituango, toda ampollada por el sol del Morrosquillo, tenía que fundirse con la del pensionado solitario que vive en la casa de huéspedes que manejan unas viejitas en la plazuela de San Ignacio, en Medellín, y esa con la del niño del barrio Antioquia, y entre todas formar el coro. Con las voces del papá, de Nora y de los dos hijos el asunto fue más fácil, pues el trabajo consistió en esperar hasta “oírlos” hablar, y dejar entonces que siguieran hablando.
Finalmente, el arte, en especial la pintura es una disciplina a la que usted siempre rinde homenaje a todo lo largo de su obra. ¿Por qué le llama tanto la atención la pintura? ¿Le hubiera gustado haber sido pintor, si no se hubiera dedicado a la escritura?
De haber tenido la habilidad, me habría dedicado a la pintura, es cierto. Pero soy torpe con las manos. Las imágenes pictóricas me sirven para definir los bordes de las historias que estoy contando. En esta novela la pintura es la de un padre y sus dos hijos metidos en una lancha que está al borde de la aniquilación. Los tres se mueven en el filo del abismo de la tormenta, y la tormenta es la de ellos mismos y la de la Naturaleza, que se funden en un mismo y único temporal.
CARLOS RESTREPO
CULTURA Y ENTRETENIMIENTO

sábado, 14 de septiembre de 2013

Capitulo I Gratis del Heroe Discreto de Mario Vargas Llosa.

ANICA
Mario Vargas Llosa
El héroe discreto
«Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un labe­rinto y un hilo.»
Jorge Luis Borges

«El hilo de la fábula»
Felícito Yanaqué, dueño de la Empresa de Transpor­tes Narihualá, salió de su casa aquella mañana, como todos los días de lunes a sábado, a las siete y media en punto, lue­go de hacer media hora de Qi Gong, darse una ducha fría y prepararse el desayuno de costumbre: café con leche de ca­bra y tostadas con mantequilla y unas gotitas de miel de 
chancaca. Vivía en el centro de Piura y en la calle Arequipa había ya estallado el bullicio de la ciudad, las altas veredas estaban llenas de gente yendo a la oficina, al mercado o lle­vando los niños al colegio. Algunas beatas se encaminaban a la catedral para la misa de ocho. Los vendedores ambulan­tes ofrecían a voz en cuello sus melcochas, chupetes, chi­fles, empanadas y toda suerte de chucherías y ya estaba ins­talado en la esquina, bajo el alero de la casa colonial, el ciego Lucindo, con el tarrito de la limosna a sus pies. Todo igual 
a todos los días, desde tiempo inmemorial.Con una excepción. Esta mañana alguien había pe­gado a la vieja puerta de madera claveteada de su casa, a la al­tura de la aldaba de bronce, un sobre azul en el que se leía claramente en letras mayúsculas el nombre del propietario: don felícito yanaqué. Que él recordara, era la primera vez que alguien le dejaba una carta colgada así, como un aviso judicial o una multa. Lo normal era que el cartero la desliza­ra al interior por la rendija de la puerta. La desprendió, abrió el sobre y la leyó moviendo los labios a medida que lo hacía:Señor Yanaqué:Que a su Empresa de Transportes Narihualá le 
vaya tan bien es un orgullo para Piura y los piuranos. Pero también un riesgo, pues toda empresa exi­tosa está expuesta a sufrir depredación y vandalismo de los resentidos, envidiosos y demás gentes de mal­vivir que aquí abundan como usted sabrá muy bien. Pero no se preocupe. Nuestra organización se encar­gará de proteger a Transportes Narihualá, así como a usted y su digna familia de cualquier percance, disgusto o amenaza de los facinerosos. Nuestra re­muneración por este trabajo será 500 dólares al mes (una modestia para su patrimonio, como ve). Lo contactaremos oportunamente respecto a las moda­lidades de pago.No necesitamos encarecerle la importancia de que tenga usted la mayor reserva sobre el particular. Todo esto debe quedar entre nosotros.Dios guarde a usted.En vez de firma, la carta llevaba el tosco dibujo de lo que parecía una arañita.Don Felícito la leyó un par de veces más. La carta estaba escrita en letra bailarina y con manchones de tinta. Se sentía sorprendido y divertido, con la vaga sensación de que se trataba de una broma de mal gusto. Arrugó la car­ta con el sobre y estuvo a punto de echarla al cubo de la basura en la esquina del cieguito Lucindo. Pero se arrepin­tió y, alisándola, se la guardó en el bolsillo.

Había una docena de cuadras entre su casa de la calle Arequipa y su oficina, en la avenida Sánchez Cerro. No las recorrió esta vez preparando la agenda de trabajo del día, como hacía siempre, sino dando vueltas en su ca­beza a la carta de la arañita. ¿Debía tomarla en serio? ¿Ir a la policía a denunciarla? Los chantajistas le anunciaban que se pondrían en contacto con él para las «modalidades de pago». ¿Mejor esperar que lo hicieran antes de dirigirse a la comisaría? Tal vez no fuera más que la gracia de un ocioso que quería hacerle pasar un mal rato. Desde hacía algún tiempo la delincuencia había aumentado en Piura, cierto: atracos a casas, asaltos callejeros, hasta secuestros que, se decía, arreglaban por lo bajo las familias de los blan­quitos de El Chipe y Los Ejidos. Se sentía desconcertado e indecio, pero seguro al menos de una cosa: por ninguna ra­zón y en ningún caso daría un centavo a esos bandidos. Y, una vez más, como tantas en su vida, Felícito recordó las palabras de su padre antes de morir: «Nunca te dejes piso­tear por nadie, hijo. Este consejo es la única herencia que vas a tener». Le había hecho caso, nunca se había dejado pisotear. Y con su medio siglo y pico en las espaldas ya esta­ba viejo para cambiar de costumbres. Estaba tan absorbido en estos pensamientos que apenas saludó con una venia al recitador Joaquín Ramos y apuró el paso; otras veces se de­tenía a cambiar unas palabras con ese impenitente bohe­mio, que se habría pasado la noche en algún barcito y sólo ahora se recogía a su casa, con los ojos vidriosos, su eterno monóculo y jalando a la cabrita que llamaba su gacela. 

Cuando llegó a las oficinas de la Empresa Nari­hualá ya habían salido, a su hora, los autobuses a Sullana, Talara y Tumbes, a Chulucanas y Morropón, a Catacaos, La Unión, Sechura y Bayóvar, todos con buen pasaje, así como los colectivos a Chiclayo y las camionetas a Paita. Había un puñado de gente despachando encomiendas o averiguando los horarios de los ómnibus y colectivos de la tarde. Su secretaria, Josefita, la de las grandes caderas, los ojos pizpiretos y las blusitas escotadas, le había puesto ya en el escritorio la lista de citas y compromisos del día y el termo de café que iría bebiendo en el curso de la mañana hasta la hora del almuerzo.—¿Qué le pasa, jefe? —lo saludó—. ¿Por qué esa cara? ¿Tuvo pesadillas anoche?—Problemitas —le respondió, mientras se quitaba el sombrero y el saco, los colgaba en la percha y se sentaba. Pero inmediatamente se levantó y se los puso de nuevo, como recordando algo muy urgente.—Ya vuelvo —dijo a su secretaria, camino a la puerta—. Voy a la comisaría a hacer una denuncia.—¿Se le metieron ladrones? —abrió sus grandes ojos vivaces y saltones Josefita—. Pasa todos los días, aho­ra en Piura.—No, no, ya te contaré.A pasos resueltos, Felícito se dirigió a la comisaría que estaba a pocas cuadras de su oficina, en la misma ave­nida Sánchez Cerro. Era temprano aún y el calor resultaba soportable, pero él sabía que antes de una hora estas vere­das llenas de agencias de viajes y compañías de transporte comenzarían a arder y que volvería a la oficina sudando. 

Miguel y Tiburcio, sus hijos, le habían dicho muchas veces que era locura llevar siempre saco, chaleco y sombrero en una ciudad donde todos, pobres o ricos, andaban el año entero en mangas de camisa o guayabera. Pero él nunca se quitaba esas prendas para guardar la compostura desde que inauguró Transportes Narihualá, el orgullo de su vida; in­vierno o verano llevaba siempre sombrero, saco, chaleco y la corbata con su nudo miniatura. Era un hombre menu­do y muy flaquito, parco y trabajador que, allá en Yapate­ra, donde nació, y en Chulucanas, donde estudió la prima­ria, nunca se puso zapatos. Sólo empezó a hacerlo cuando su padre se lo trajo a Piura. Tenía cincuenta y cinco años y se conservaba sano, laborioso y ágil. Pensaba que su buen estado físico se debía a los ejercicios matutinos de Qi Gong que le había enseñado su amigo, el finado pulpero Lau. Era el único deporte que había practicado en su vida, además de caminar, siempre que se pudiera llamar deporte a esos movimientos en cámara lenta que eran sobre todo, más que ejercitar los músculos, una manera distinta y sabia de res­pirar. Llegó a la comisaría acalorado y furioso. Broma o no broma, el que había escrito aquella carta le estaba haciendo perder la mañana.El interior de la comisaría era un horno y, como todas las ventanas estaban cerradas, se hallaba medio a os­curas. Había un ventilador a la entrada, pero parado. El guardia de la mesa de partes, un jovencito imberbe, le pre­
guntó qué se le ofrecía.—Hablar con el jefe, por favor —dijo Felícito, al­canzándole su tarjeta.—El comisario está de vacaciones por un par de días —le explicó el guardia—. Si quiere, podría atenderlo el 
sargento Lituma, que es por ahora el encargado del puesto.—Hablaré con él, entonces, gracias.Tuvo que esperar un cuarto de hora hasta que el sargento se dignara recibirlo. Cuando el guardia lo hizo pasar al pequeño cubículo, Felícito tenía su pañuelo empa­pado de tanto secarse la frente. El sargento no se levantó a 
saludarlo. Le extendió una mano regordeta y húmeda y le señaló la silla vacía que tenía al frente. Era un hombre ro­llizo, tirando a gordo, de ojitos amables y un comienzo de papada que se sobaba de tanto en tanto con cariño. Lleva­ba la camisa caqui del uniforme desabotonada y con lam­parones de sudor en las axilas. En la pequeña mesita había un ventilador, éste sí funcionando. Felícito sintió agrade­cido la ráfaga de aire fresco que le acarició la cara. —En qué puedo servirlo, señor Yanaqué.—Me acabo de encontrar esta carta. La pegaron en la puerta de mi casa.Vio que el sargento Lituma se calzaba unos anteo­jos que le daban un aire leguleyo y, con expresión tranqui­la, la leía cuidadosamente.—Bueno, bueno —dijo por fin, haciendo una mueca que Felícito no llegó a interpretar—. Éstas son las consecuencias del progreso, don.Al ver el desconcierto del transportista, aclaró, sa­cudiendo la carta que tenía en la mano:—Cuando Piura era una ciudad pobre, estas co­sas no pasaban. ¿A quién se le iba a ocurrir entonces pe­dirle cupos a un comerciante? Ahora, como hay plata, los vivos sacan las uñas y quieren hacer su agosto. La culpa la tienen los ecuatorianos, señor. Como descon­fían de su Gobierno, sacan sus capitales y vienen a inver­tirlos aquí. Están llenándose los bolsillos con nosotros, los piuranos.—Eso no me sirve de consuelo, sargento. Además, oyéndolo, parecería una desgracia que ahora a Piura le va­yan bien las cosas.—No he dicho eso —lo interrumpió el sargento, con parsimonia—. Sólo que todo tiene su precio en esta vida. Y el del progreso es éste.De nuevo agitó en el aire la carta de la arañita y a Felícito Yanaqué le pareció que aquella cara morena y re­gordeta se burlaba de él. En los ojos del sargento fosforecía una lucecita entre amarilla y verdosa, como la de las igua­nas. Al fondo de la comisaría se oyó una voz vociferante: «¡Los mejores culos del Perú están aquí, en Piura! Lo fir­mo, carajo». El sargento sonrió y se llevó el dedo a la sien. Felícito, muy serio, sentía claustrofobia. Casi no había es­pacio para ellos dos entre estos tabiques de madera tizna­dos y tachonados de avisos, memorándums, fotos y recor­tes de periódico. Olía a sudor y vejez.—El puta que escribió esto tiene su buena ortogra­fía —afirmó el sargento, hojeando de nuevo la carta—. Yo, al menos, no le encuentro faltas gramaticales.Felícito sintió que se le revolvía la sangre.—No soy bueno en gramática y no creo que eso importe mucho —murmuró, con un deje de protesta—. ¿Y ahora qué cree usted que va a ocurrir?—De inmediato, nada —repuso el sargento, sin in­mutarse—. Le tomaré los datos, por si acaso. Puede que el asunto no pase de esta carta. Alguien que lo tiene entre ojos y que le gustaría darle un colerón. O pudiera ser que vaya en serio. Ahí dice que lo van a contactar para el pago. Si lo ha­cen, vuelva por acá y veremos.
—Usted no parece darle importancia al asunto 
—protestó Felícito.
—Por ahora no la tiene —admitió el sargento, al­zando los hombros—. Esto es nada más que un pedazo de 
papel arrugado, señor Yanaqué. Podría ser una cojudez. Pero si la cosa se pone seria, la policía actuará, se lo asegu­ro. En fin, a trabajar.Durante un buen rato, Felícito tuvo que recitar sus datos personales y empresariales. El sargento Lituma los iba anotando en un cuaderno de tapas verdes con un lapicito que humedecía en su boca. El transportista respondía las preguntas, que se le antojaban inútiles, con creciente des­moralización. Venir a sentar esta denuncia era una pérdida de tiempo. Este cachaco no haría nada. Además, ¿no decían que la policía era la más corrupta de las instituciones públi­cas? A lo mejor la carta de la arañita había salido de esta cueva maloliente. Cuando Lituma le dijo que la carta tenía que quedarse en la comisaría como prueba de cargo, Felíci­to dio un respingo.
—Quisiera sacarle una fotocopia, primero.
—Aquí no tenemos fotocopiadora —explicó el sargento, señalando con los ojos la austeridad franciscana del local—. En la avenida hay muchos comercios que ha­cen fotocopias. Vaya nomás y vuelva, don. Aquí lo espero. 

Felícito salió a la avenida Sánchez Cerro y, cerca del Mercado de Abastos, encontró lo que buscaba. Tuvo que esperar un buen rato a que unos ingenieros sacaran co­pias de un alto de planos y decidió no volver a someterse al interrogatorio del sargento. Entregó la copia de la carta al guardia jovencito de la mesa de partes y, en vez de regresar a su oficina, volvió a sumergirse en el centro de la ciudad, lleno de gente, bocinas, calor, altoparlantes, mototaxis, au­tos y ruidosas carretillas. Cruzó la avenida Grau, la som­bra de los tamarindos de la Plaza de Armas y, resistiendo la tentación de entrar a tomarse una cremolada de frutas en El Chalán, enrumbó hacia el antiguo barrio del camal, el de su adolescencia, la Gallinacera, vecino al río. Rogaba a Dios que Adelaida estuviera en su tiendita. Le haría bien charlar con ella. Le mejoraría el ánimo y quién sabe si has­ta la santera le daba un buen consejo. El calor ya estaba en su punto y no eran ni las diez. Sentía la frente húmeda y una placa candente a la altura de la nuca. Iba de prisa, dando pasos cortitos y veloces, chocando con la gente que atestaba las angostas veredas, oliendo a meados y fritura. 

Una radio a todo volumen tocaba la salsa Merecumbé.Felícito se decía a veces, y se lo había dicho alguna vez a Gertrudis, su mujer, y a sus hijos, que Dios, para premiar sus esfuerzos y sacrificios de toda una vida, ha­bía puesto en su camino a dos personas, el pulpero Lau y la adivinadora Adelaida. Sin ellos nunca le habría ido bien en los negocios, ni hubiera sacado adelante su em­presa de transportes, ni constituido una familia honora­ble, ni tendría esa salud de hierro. Nunca había sido ami­guero. Desde que al pobre Lau se lo llevó al otro mundo una infección intestinal, sólo le quedaba Adelaida. Afor­tunadamente estaba allí, junto al mostrador de su peque­ña tienda de yerbas, santos, costuras y cachivaches, mi­rando las fotos de una revista.
—Hola, Adelaida —la saludó, estirándole la ma­no—. Chócate esos cinco. Qué bueno que te encuentro. Era una mulata sin edad, retaca, culona, pechugo­na, que andaba descalza sobre el suelo de tierra de su tiendita, con los largos y crespos cabellos sueltos barriéndole los hombros y enfundada en esa eterna túnica o hábito de crudo color barro, que le llegaba hasta los tobillos. Tenía unos ojos enormes y una mirada que parecía taladrar más que mirar, atenuada por una expresión simpática, que daba confianza a la gente.
—Si vienes a visitarme, algo malo te ha pasado o te va a pasar —se rió Adelaida, palmeándole la espalda—. ¿Cuál es tu problema, pues, Felícito?Él le alcanzó la carta.—Me la dejaron en la puerta esta mañana. No sé qué hacer. Puse una denuncia en la comisaría, pero creo que será por gusto. El cachaco que me atendió no me hizo mucho caso.Adelaida tocó la carta y la olió, aspirando profun­damente como si se tratara de un perfume. Luego se la lle­vó a la boca y a Felícito le pareció que hasta chupaba una puntita del papel.
—Léemela, Felícito —dijo, devolviéndosela—. Ya veo que no es una cartita de amor, che guá. Escuchó muy seria mientras el transportista se la leía. Cuando éste terminó, hizo un puchero burlón y abrió los brazos:
—¿Qué quieres que yo te diga, papacito?—Dime si esto va en serio, Adelaida. Si tengo que preocuparme o no. O si es una simple pasada que me ha­cen, por ejemplo. Aclárame eso, por favor.La santera soltó una carcajada que removió todo su cuerpo fortachón escondido bajo la amplia túnica color barro.
—Yo no soy Dios para saber esas cosas —exclamó, subiendo y bajando los hombros y revoloteando las manos.—¿No te dice nada la inspiración, Adelaida? En veinticinco años que te conozco nunca me has dado un mal consejo. Todos me han servido. No sé qué hubiera sido mi vida sin ti, comadrita. ¿No podrías darme alguno ahora?—No, papito, ninguno —repuso Adelaida, simu­lando que se entristecía—. No me viene ninguna inspira­ción. Lo siento, Felícito.—Bueno, qué se le va a hacer —asintió el trans­portista, llevándose la mano a la cartera—. Cuando no hay, no hay.—Para qué me vas a dar plata si no te he podido aconsejar —protestó Adelaida. Pero acabó por meterse al bolsillo el billete de veinte soles que Felícito insistió en que 
aceptara.—¿Me puedo sentar aquí un rato, en la sombra? Me he agotado con tanto trajín, Adelaida.
—Siéntate y descansa, papito. Te voy a traer un vaso de agua bien fresquita, recién sacada de la piedra de 
destilar. Acomódate, nomás. Mientras Adelaida iba al interior de la tienda y volvía, Felícito examinó en la penumbra del local las pla­teadas telarañas que caían del techo, las añosas estante­rías con bolsitas de perejil, romero, culantro, menta, y las cajas con clavos, tornillos, granos, ojales, botones, entre es­tampas e imágenes de vírgenes, cristos, santos y santas, beatos y beatas, recortados de revistas y periódicos, algu­nas con velitas prendidas y otras con adornos que incluían rosarios, detentes y flores de cera y de papel. Era por esas imágenes que en Piura la llamaban santera, pero, en el cuarto de siglo que la conocía, a Felícito Adelaida nunca le pareció muy religiosa. No la había visto jamás en misa, por ejemplo. Además, se decía que los párrocos de los ba­rrios la consideraban una bruja. Eso le gritaban a veces los churres en la calle: «¡Bruja! ¡Bruja!». No era cierto, no ha­cía brujerías, como tantas cholas vivazas de Catacaos y de La Legua que vendían bebedizos para enamorarse, dese­namorarse o provocar la mala suerte, o esos chamanes de Huancabamba que pasaban el cuy por el cuerpo o zambu­llían en Las Huaringas a los enfermos que les pagaban para que los libraran de sus males. Adelaida ni siquiera era una adivinadora profesional. Ejercía ese oficio muy de vez en cuando, sólo con los amigos y conocidos, sin cobrarles un centavo. Aunque, si éstos insistían, acabara por guar­darse el regalito que se les antojaba darle. La mujer y los hijos de Felícito (y también Mabel) se burlaban de él por la fe ciega que tenía en las inspiraciones y consejos de Ade­laida. No sólo le creía; le había tomado cariño. Le daban pena su soledad y su pobreza. No se le conocía marido ni parientes; siempre andaba sola, pero ella parecía contenta con la vida de anacoreta que llevaba.La había visto por primera vez un cuarto de siglo atrás, cuando era chofer interprovincial de camiones de carga y no tenía aún su pequeña empresa de transportes, aunque ya soñaba noche y día con tenerla. Ocurrió en el ki­lómetro cincuenta de la Panamericana, en esas rancherías donde los omnibuseros, camioneros y colectiveros paraban siempre a tomarse un caldito de gallina, un café, un potito de chicha y a comerse un sándwich antes de enfrentarse al largo y candente recorrido del desierto de Olmos, lleno de polvo y piedras, vacío de pueblos y sin una sola estación de gasolina ni taller de mecánica para caso de accidente. Adelaida, que llevaba ya ese camisón color barro que sería siempre su única vestimenta, tenía uno de los puestos de carne seca y refrescos. Felícito conducía un camión de la Casa Romero, cargado hasta el tope de pencas de algodón, rumbo a Trujillo. Iba solo, su ayudante había renunciado al viaje en el último momento porque del Hospital Obrero le avisaron que su madre se había puesto muy mal y que podía fallecer en cualquier momento. Él se estaba comiendo un tamal, sentado en la banquita del mostrador de Adelaida, cuando notó que la mujer lo miraba de una manera rara con esos ojazos hondos y escarbadores que tenía. ¿Qué mosca le picaba a la doña, che guá? La cara se le había descompues­to. Se la notaba medio asustada.—¿Qué le pasa, señora Adelaida? ¿Por qué me mira así, como desconfiando de algo?Ella no dijo nada. Seguía con los grandes y profun­dos ojos oscuros clavados en él y hacía una mueca de asco o susto que le hundía las mejillas y le arrugaba la frente.—¿Se siente usted mal? —insistió Felícito, incó­modo.—No se trepe usted en ese camión, mejorcito —dijo la mujer, por fin, con voz ronca, como haciendo un gran es­fuerzo para que le obedecieran la lengua y la garganta. Seña­laba con su mano el camión rojo que Felícito había estacio­nado a orillas de la carretera.—¿Que no me suba a mi camión? —repitió él, desconcertado—. ¿Y por qué, se podría saber?Adelaida le quitó un momento los ojos de encima para mirar a los costados, como temiendo que los otros choferes, clientes o dueños de las tiendas y barcitos de la ranchería pudieran oírla.—Tengo una inspiración —le dijo, bajando la voz, siempre con la cara descompuesta—. No puedo explicar­le. Créame nomás lo que le digo, por favor. Mejorcito no se trepe a ese camión.—Le agradezco su consejo, señora, seguro que es de buena fe. Pero, yo tengo que ganarme los frejoles. Soy chofer, me gano la vida con los camiones, doña Adelaida. ¿Cómo les daría de comer a mi mujer y mis dos hijitos, pues?—Sea muy prudente, entonces, por lo menos —le pidió la mujer, bajando la vista—. Hágame caso.—Eso sí, señora. Le prometo. Siempre lo soy.Hora y media después, en una curva de la carrete­ra sin asfaltar, entre una espesa polvareda grisáceo­amari­llenta, patinando y chirriando surgió el ómnibus de la Cruz de Chalpón que vino a estampillarse contra su ca­mión, con un ruido estentóreo de latas, frenos, gritos y chirrido de llantas. Felícito tenía buenos reflejos y alcanzó a desviar el camión sacando la parte delantera de la pista, de modo que el ómnibus impactó contra la tolva y la car­ga, lo que le salvó la vida. Pero, hasta que soldaran los hue­sos de la espalda, el hombro y la pierna derecha, estuvo in­movilizado bajo una funda de yeso que, además de dolores, le producía una comezón enloquecedora. Cuando por fin pudo volver a manejar, lo primero que hizo fue ir al kilómetro cincuenta. La señora Adelaida lo reconoció de inmediato.—Vaya, me alegro que ya esté bien —le dijo a modo de saludo—. ¿Un tamalito y una gaseosa, como siempre? —Le ruego por lo que más quiera que me diga cómo supo que ese ómnibus de la Cruz de Chalpón me iba a embestir, señora Adelaida. No hago más que pensar en eso, desde entonces. ¿Es usted bruja, santa, o qué es?Vio que la mujer palidecía y no sabía qué hacer con sus manos. Había bajado la cabeza, confundida.—Yo no supe nada de eso —balbuceó, sin mirarlo y como sintiéndose acusada de algo grave—. Tuve una inspiración, nada más. Me pasa algunas veces, nunca sé por qué. Yo no las busco, che guá. Se lo juro. Es una mal­dición que me ha caído encima. A mí no me gusta que el santo Dios me hiciera así. Yo le rezo todos los días para que me quite ese don que me dio. Es algo terrible, créame­lo. Me hace sentir culpable de todas las cosas malas que le pasan a la gente.—¿Pero qué vio usted, señora? ¿Por qué me dijo esa mañana que mejorcito no me trepara a mi camión?—Yo no vi nada, yo nunca veo esas cosas que van a suceder. ¿No se lo he dicho? Sólo tuve una inspiración. Que si se trepaba a ese camión podría pasarle algo. No supe qué. Nunca sé qué es lo que va a ocurrir. Sólo que hay cosas que es preferible no hacerlas, porque tienen malas consecuencias. ¿Se va a comer ese tamalito y tomarse una Inca Kola?Se habían hecho amigos desde entonces y pronto empezaron a tutearse. Cuando la señora Adelaida dejó la ranchería del kilómetro cincuenta y abrió su tiendecita de yerbas, costuras, cachivaches e imágenes religiosas en las una vez por semana a saludarla y platicar un rato. Casi siempre le traía algún regalito, unos dulces, una torta, unas sandalias y, al despedirse, le dejaba un billete en esas manos duras y callosas de hombre que tenía. Todas las de­cisiones importantes que había tomado en esos veinte y pico de años las había consultado con ella, sobre todo des­de que fundó Transportes Narihualá: las deudas que con­trajo, los camiones, ómnibus y autos que fue comprando, los locales que alquiló, los choferes, mecánicos y empleados que contrataba o despedía. Las más de las veces, Adelaida tomaba a risa sus consultas. «Y yo qué voy a saber de eso, Felícito, che guá. Cómo quieres que te diga si es preferible un Chevrolet o un Ford, qué sabré yo de marcas de carros si nunca he tenido ni tendré uno.» Pero, de tanto en tanto, aunque no supiera de qué se trataba, le venía una inspira­ción y le daba un consejo: «Sí, métete en eso, Felícito, te irá bien, me parece». O: «No, Felícito, no te conviene, no sé qué pero algo me está oliendo feo en ese asunto». Las pala­bras de la santera eran para el transportista verdades reve­ladas y las obedecía al pie de la letra por incomprensibles o absurdas que parecieran.—Te quedaste dormido, papito —la oyó decir.En efecto, se había quedado adormecido después de tomarse el vasito de agua fresca que le trajo Adelaida. ¿Cuánto rato había estado cabeceando en esa mecedora dura que le había provocado un calambre en el fundillo? Miró su reloj. Bueno, unos minutitos apenas.—Han sido las tensiones y el trajín de esta maña­na —dijo, poniéndose de pie—. Hasta luego, Adelaida. Qué tranquilidad la que hay aquí en tu tiendita. Siempre me hace bien visitarte, aunque no te venga la inspiración.Y, en el mismo instante que pronunció la palabra clave, inspiración, con la que Adelaida definía la misterio­sa facultad de que estaba dotada, adivinar las cosas buenas o malas que a algunas personas les iban a ocurrir, Felícito advirtió que la expresión de la santera ya no era la misma con que lo había recibido, escuchado la lectura de la carta de la arañita y le había asegurado que no le inspiraba reac­
ción alguna. Estaba muy seria ahora, con una expresión grave, el ceño fruncido y mordisqueándose una uña. Se diría que estaba conteniendo la angustia que empezaba a embargarla. Tenía sus grandes ojazos clavados en él. Felí­cito sintió que se le aceleraba el corazón.—¿Qué te pasa, Adelaida? —preguntó, alarma­do—. No me digas que ahora sí...La mano endurecida de la mujer lo tomó del brazo y le clavó los dedos.—Dales eso que te piden, Felícito —murmuró—. Mejor dáselo.—¿Que les dé quinientos dólares al mes a esos chantajistas para que no me hagan daño? —se escandali­zó el transportista—. ¿Eso te está diciendo la inspiración, Adelaida?La santera le soltó el brazo y lo palmeó, cariñosa.—Ya sé que está mal, ya sé que es mucha plata —asintió—. Pero, qué importa el dinero después de todo, ¿no te parece? Más importante es tu salud, tu tranquili­dad, tu trabajo, tu familia, tu amorcito de Castilla. En fin. Ya sé que no te gusta que te diga esto. A mí tampoco me gusta, tú eres un buen amigo, papacito. Además, a lo me­jor me equivoco y te estoy dando un mal consejo. No tie­nes por qué creerme, Felícito.—No se trata de la plata, Adelaida —dijo él, con firmeza—. Un hombre no se debe dejar pisotear por nadie en esta vida. Se trata de eso, nomás, comadrita.

El Heroe Discreto. Mario Vargas Llosa


El escritor Mario Vargas Llosa sitúa en el Perú actual su nueva novela, El héroe discreto, una historia de chantajes, venganza y codicia desmedida en la que reivindica la cultura como arma para luchar contra la barbarie, y destaca la importancia de tener convicciones morales y de defenderlas.

“Desgraciadamente, vivimos en un mundo en el que muchas veces la ambición hace que se desmoronen los principios, los valores, y que se delinca sin ningún escrúpulo”, afirma el escritor en una entrevista, en la que comenta las claves de esta novela que este jueves se pone a la venta en España, Latinoamérica y los Estados Unidos.

En ese encuentro, que tiene lugar en su casa de Madrid, Vargas Llosa asegura que la corrupción “es un problema mayor de nuestro tiempo” y critica a quienes, por tener dinero y poder, creen que pueden “transgredir todas las leyes porque su estatuto social les garantiza la impunidad”.

Publicada por Alfaguara, El héroe discreto refleja un Perú “muy diferente” de aquel en el que ocurrían sus novelas anteriores y supone el regreso del premio Nobel de Literatura a escenarios tan queridos para él como las ciudades de Lima y Piura, muy distinta esta última de cuando él vivió allí de niño y de joven.

“Ahora es una ciudad moderna, que ha crecido mucho y que vive una prosperidad que por una parte es positiva, pero que también ha traído problemas de delincuencia que antes desconocía”, señala el autor. Con otras palabras lo dirá el sargento Lituma en la novela: “Éstas son las consecuencias del progreso”.

Y es que en El héroe discreto, el escritor recupera antiguos personajes, como el de Lituma (Lituma en los Andes), y don Rigoberto, doña Lucrecia y Fonchito (Los cuadernos de don Rigoberto), y evoca pasajes de una obra suya tan importante como La casa verde.

“Es curioso. Con algunos personajes me sucede que cuando comienzo a darle vueltas a una historia, comparecen como ofreciéndose, como si no los hubiera aprovechado bastante en las obras anteriores. La novedad es que en esta novela, aunque los personajes vienen de mundos muy diferentes, sus destinos se unen misteriosamente, como ocurre muchas veces en la vida”, añade este gran fabulador.

Y aunque buena parte de las historias de El héroe discreto rozan “lo dramático, lo truculento”, Vargas Llosa impregna la narración de ironía y de “buen humor” y utiliza recursos propios del melodrama, un género por el que siente “una atracción un poco perversa”, confiesa.

En esta novela “hay muchas pruebas de que la vida vale la pena ser vivida, que no todo es desgracia, tragedia, frustración. No: la vida tiene también alegría, placer, exaltación”, subraya.

El origen de El héroe discreto tiene que ver con un hecho que ocurrió en el norte del Perú. Vargas Llosa oyó “en algún noticiario” que un modesto empresario “se había negado a pagar las cuotas que le pedía una mafia, amenazándolo, chantajeándolo. Y había hecho pública esta decisión”.

Y eso es lo que le sucede a Felícito Yanaqué, “el héroe discreto” por excelencia de esta novela y un personaje entrañable. Es un pequeño empresario de Piura cuya ordenada vida se complicará tras ser víctima del chantaje y la extorsión.De origen muy humilde, Yanaqué se niega a pagar lo que le piden, porque siempre ha procurado ser fiel a lo que le dijo su padre antes de morir: “Nunca te dejes pisotear por nadie, hijo”.La segunda historia de la novela cuenta las vicisitudes de Ismael Carrera, un importante empresario de Lima, dispuesto a desafiar las convenciones sociales y a vengarse de sus dos hijos (apodados “las hienas”), que no dudaron en desearle la muerte para quedarse con todo.Será al refinado y culto don Rigoberto, ejecutivo de la empresa, a quien le tocará lidiar con las consecuencias de esa venganza.

La actuación de “las hienas” le da pie al escritor para criticar a aquellos que creen que, “por tener dinero y poder, pueden transgredir todas las leyes, porque su estatuto social les garantiza la impunidad”.“Esto, desgraciadamente, se da por doquier y tiene efectos traumáticos en una sociedad, sobre todo si se proyecta al campo político”, le dice el autor de novelas como La ciudad y los perros, Conversación en la catedral o La fiesta del chivo.La actitud de Felícito Yanaqué, dispuesto a “sacrificar su seguridad en función de ciertos principios”, resulta “bastante admirable” en el mundo actual, en el que “muchas veces la ambición hace que se desmoronen los principios, los valores, que se delinca sin ningún escrúpulo”.

Buena parte de las crisis que estamos viviendo tiene que ver con esa avidez, con ese afán de lucro desmesurado que hace resquebrajarse lo que antes parecía una fuerza de contención”, afirma el escritor.Como se dice en la novela, las mafias abundan en el Perú, y, “desgraciadamente”, añade Vargas Llosa, en toda América Latina. Y son “muy poderosas” en los países donde actúa el narcotráfico, que “mueve unas cantidades de dinero gigantescas y es un instrumento de corrupción casi irresistible”.“El narcotráfico puede comprar jueces, policías y políticos”, subraya.La novela, explica el autor, es un homenaje a esos héroes que no aparecen en la prensa. “Son gentes que, en la discreción y el anonimato, mantienen unos valores y virtudes; y son como los justicieros de la antigüedad, como la reserva moral que tiene una sociedad”. Esos personajes existen pero, “generalmente, nadie los premia y desde luego no los imitan”.Y existen también entre los políticos. 


El escritor considera “una grave equivocación hablar de la clase política como una clase corrompida, como si no hubiera excepciones para esa regla”.“Hay muchos políticos decentes que tratan -dice- de cumplir honestamente con sus obligaciones, y hay políticos pillos. Y lo terrible es que los medios de comunicación lo que destacan es justamente lo que escandaliza”.“La prensa muchas veces explota eso de una manera tan irresponsable que termina contaminando a todo el mundo político, a las instituciones”, dice Vargas Llosa, que en su novela arremete contra el amarillismo de la prensa y de la televisión.