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miércoles, 13 de noviembre de 2013

El reconocimiento a un género

Alice Munro, Premio Nobel de Literatura

El Premio Nobel a Alice Munro ha sido celebrado por miles de lectores. Sus cuentos delicados exploran la fragilidad de la memoria, así como la intimidad de las relaciones entre hombres y mujeres


Por: Alberto de Brigard. Bogotá.


Las cábalas previas al anuncio del Premio Nobel de Literatura y las discusiones que inevitablemente desencadena la decisión de cada año, suelen tener trasfondos que se podrían clasificar como geopolíticos: ¿el último premio confirma o rectifica el sesgo eurocéntrico de los académicos escandinavos?, ¿refleja apropiadamente la importancia relativa de las lenguas orientales en el panorama de la literatura universal?, ¿reconoce que más de la mitad de la población mundial son mujeres?
Los argumentos relacionados específicamente con la literatura por lo general pasan a segundos o terceros planos y casi siempre se restringen a señalar que no es frecuente que se conceda el premio consecutivamente a dos poetas o a dos autores teatrales.
Este año, sin embargo, la Academia sueca llenó un bache inexplicable en la serie de ciento diez ganadores del premio entre 1901 y 2013: por primera vez el Nobel de Literatura se otorga a un escritor completamente especializado en uno de los géneros literarios más exigentes y a la vez más apreciados por los lectores: el cuento. Si bien es cierto que en la obra de algunos otros autores galardonados tienen gran importancia las narraciones breves (los ejemplos de Kipling, Hemingway o Bashevis Singer surgen inmediatamente), todos los libros publicados por Alice Munro –con las únicas excepciones de una novela del comienzo de su carrera y sus memorias– son colecciones de cuentos, ocasionalmente interrelacionados o entrelazados, pero siempre autosuficientes, concisos e inquietantes. Sus admiradores consideran que habría que remontarse a Chéjov para encontrar un escritor capaz de condensar y comunicar la misma riqueza de ideas y sentimientos en relatos cortos.
Alice Munro cumplió ochenta y dos años el pasado 10 de julio. Nació con el apellido Laidlaw en Wingham, un pueblo más bien pobre de la provincia de Ontario, en un Canadá despoblado y colonial, muy distinto del país desarrollado y cosmopolita en el que ha vivido sus años de madurez. De hecho, un buen número de sus cuentos tienen como tema la transición de la vida limitada y los rígidos valores de las comunidades rurales a las complejidades sociales y las incertidumbres afectivas que surgen con mayor fuerza en ciudades más grandes y sofisticadas; son, tal vez sin proponérselo de manera específica, testimonios históricos sobre una época de cambios acelerados y muy profundos en la vida de ese país. En el caso personal de la escritora, dicho paso se dio gracias a una beca por excelencia académica que le permitió dejar su pueblo para entrar a la Universidad de Ontario, donde conoció a otro estudiante, Jim Munro, proveniente de una familia mucho más acomodada económicamente que la suya, con quien se casó en 1951; tuvieron tres hijas y se separaron al final de los años sesenta. Su vida matrimonial transcurrió en la costa oeste del Canadá, donde, por unos años, manejaron juntos una librería. Después del divorcio ella regresó al Toronto de los inviernos abrumadores que con frecuencia aparecen en sus relatos; si bien enfrentó su buena dosis de dificultades para lograr abrirse camino como escritora profesional, durante los últimos cuarenta años las principales revistas de habla inglesa se disputan el honor de presentar al público por primera vez sus historias. Gradualmente empezó también a coleccionar los más importantes premios literarios de su lengua: tres veces el Premio Literario del Gobernador General, el más prestigioso del Canadá, el premio del Círculo Nacional de Críticos de Estados Unidos y, en el Reino Unido, el premio W.H. Smith, el Booker de 1978 por ¿Quién te crees que eres? y, en 2009, el Booker Prize internacional por el conjunto de su obra.
Aunque la mayoría de los cuentos de Munro transcurren en los pueblos y las ciudades canadienses de su tiempo, ha demostrado también gran capacidad de recrear convincentemente en sus narraciones épocas pasadas y la vida en lugares remotos. Uno de sus últimos libros, La vista desde Castle Rock, incluye una serie de cuentos particularmente conmovedores y poderosamente evocativos, basados en las experiencias de sus propios antepasados, emigrantes desde Escocia al Canadá a comienzos del siglo XIX.
No es fácil precisar los rasgos particulares que explican la magia de un escritor; sin embargo, en el caso de Munro habría que mencionar su sobrecogedora capacidad para identificar y describir instantes que alteran radicalmente el curso de la vida de sus personajes. En sus relatos esos momentos generalmente no son los más espectaculares: el futuro se define, no tanto en medio de un huracán como al día siguiente, cuando se recogen los destrozos que dejó. Apoyándose en ese reconocimiento de los fugaces segundos durante los cuales están simultáneamente abiertas muchas posibilidades de la existencia de un ser humano, Munro logra que treinta o cuarenta páginas abarquen biografías completas y recorran muchas complejidades de las mentes de sus personajes. Otra característica interesante de su manera de narrar es que muchas veces evita seguir una línea narrativa continua y compacta, y desarrolla las historias por medio de escenas independientes, algunas veces muy distantes en el tiempo y en el espacio, pero que determinan, tal como tres puntos definen un plano, las oportunidades y las escogencias de los protagonistas.
El libro más reciente de Alice Munro, Mi vida querida, apareció el año pasado en inglés y fue rápidamente traducido, de manera que ya está disponible en español; ella anunció que se trata de su última publicación y que quiere pasar los años que le quedan (ojalá muchos y sanos) alejada de la escritura. Los últimos cuatro capítulos de este libro son cuentos autobiográficos que reviven los miedos y las privaciones de una niña inteligente y sobresaltada, en un mundo que miraba de mala manera la expresión de cualquier deseo o emoción; cada uno de esos cuentos merece las expresiones de admiración y gratitud que seguramente le lloverán a la escritora con ocasión de este acierto de la Academia sueca.
FUENTE: Revista Arcadia

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