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sábado, 3 de noviembre de 2012

ALICIA EN EL PAIS DE LAS MARAVILLAS - EBOOK COMPLETO GRATIS- PARTE IIi



LEWIS CARROLL 
Alicia en el país de las maravillas




INDICE
Consejos de una oruga
Cerdo y pimienta
Una merienda de locos
El croquet de la reina
La historia de la falsa tortuga



Capítulo 5 - CONSEJOS DE UNA ORUGACONSEJOS DE UNA ORUGA


La Oruga y Alicia se estuvieron mirando un rato en silencio: por fin la Oruga se sacó la pipa de la boca, y se dirigió a la niña en voz lánguida y adormilada.
--¿Quién eres tú? --dijo la Oruga.
No era una forma demasiado alentadora de empezar una conversación. Alicia contestó un poco intimidada:
--Apenas sé, señora, lo que soy en este momento... Sí sé quién era al levantarme esta mañana, pero creo que he cambiado varias veces desde entonces.
--¿Qué quieres decir con eso? --preguntó la Oruga con severidad--. ¡A ver si te aclaras contigo misma!
--Temo que no puedo aclarar nada conmigo misma, señora --dijo Alicia--, porque yo no soy yo misma, ya lo ve.
--No veo nada --protestó la Oruga.
--Temo que no podré explicarlo con más claridad --insistió Alicia con voz amable--, porque para empezar ni siquiera lo entiendo yo misma, y eso de cambiar tantas veces de estatura en un solo día resulta bastante desconcertante.
--No resulta nada --replicó la Oruga.
--Bueno, quizás usted no haya sentido hasta ahora nada parecido --dijo Alicia--, pero cuando se convierta en crisálida, cosa que ocurrirá cualquier día, y después en mariposa, me parece que todo le parecerá un poco raro, ¿no cree?
--Ni pizca --declaró la Oruga.
--Bueno, quizá los sentimientos de usted sean distintos a los míos, porque le aseguro que a mi me parecería muy raro.
--¡A ti! --dijo la Oruga con desprecio--. ¿Quién eres tú?
Con lo cual volvían al principio de la conversación. Alicia empezaba a sentirse molesta con la Oruga, por esas observaciones tan secas y cortantes, de modo que se puso tiesa como un rábano y le dijo con severidad:
--Me parece que es usted la que debería decirme primero quién es.
--¿Por qué? --inquirió la Oruga.
Era otra pregunta difícil, y como a Alicia no se le ocurrió ninguna respuesta convincente y como la Oruga parecía seguir en un estado de ánimo de lo más antipático, la niña dio media vuelta para marcharse.
--¡Ven aquí! --la llamó la Oruga a sus espaldas--. ¡Tengo algo importante que decirte!
Estas palabras sonaban prometedoras, y Alicia dio otra media vuelta y volvió atrás.
--¡Vigila este mal genio! --sentenció la Oruga.
--¿Es eso todo? --preguntó Alicia, tragándose la rabia lo mejor que pudo.
--No --dijo la Oruga.
Alicia decidió que sería mejor esperar, ya que no tenía otra cosa que hacer, y ver si la Oruga decía por fin algo que mereciera la pena. Durante unos minutos la Oruga siguió fumando sin decir palabra, pero después abrió los brazos, volvió a sacarse la pipa de la boca y dijo:
--Así que tú crees haber cambiado, ¿no?
--Mucho me temo que si, señora. No me acuerdo de cosas que antes sabía muy bien, y no pasan diez minutos sin que cambie de tamaño.
--¿No te acuerdas ¿de qué cosas?
--Bueno, intenté recitar los versos de "Ved cómo la industriosa abeja... pero todo me salió distinto, completamente distinto y seguí hablando de cocodrilos".
--Pues bien, haremos una cosa.
--¿Que?
--Recítame eso de "Ha envejecido, Padre Guillermo..." --Ordenó la Oruga.
Alicia cruzó los brazos y empezó a recitar el poema:
"Ha envejecido, Padre Guillermo," dijo el chico,
"Y su pelo está lleno de canas;
Sin embargo siempre hace el pino--
¿Con sus años aún tiene las ganas?

"Cuando joven," dijo Padre Guillermo a su hijo,
"No quería dañarme el coco;
Pero ya no me da ningún miedo,
Que de mis sesos me queda muy poco."



"Ha envejecido," dijo el muchacho,
"Como ya se ha dicho;
Sin embargo entró capotando--
¿Como aún puede andar como un bicho?

"Cuando joven," dijo el sabio, meneando su pelo blanco,
"Me mantenía el cuerpo muy ágil
Con ayuda medicinal y, si puedo ser franco,
Debes probarlo para no acabar débil."



"Ha envejecido," dijo el chico, "y tiene los dientes inútiles
para más que agua y vino;
Pero zampó el ganso hasta los huesos frágiles--
A ver, señor, ¿que es el tino?"

Cuando joven," dijo su padre, "me empeñé en ser abogado,
Y discutía la ley con mi esposa;
Y por eso, toda mi vida me ha durado
Una mandíbula muy fuerte y musculosa."



"Ha envejecido y sería muy raro," dijo el chico,
"Si aún tuviera la vista perfecta;
¿Pues cómo hizo bailar en su pico
Esta anguila de forma tan recta?"

"Tres preguntas ya has posado,
Y a ninguna más contestaré.
Si no te vas ahora mismo,
¡Vaya golpe que te pegaré!





--Eso no está bien --dijo la Oruga.
--No, me temo que no está del todo bien --reconoció Alicia con timidez--.
Algunas palabras tal vez me han salido revueltas.
--Está mal de cabo a rabo-- sentenció la Oruga en tono implacable, y siguió un silencio de varios minutos.
La Oruga fue la primera en hablar.
¿Qué tamaño te gustaría tener? --le preguntó.
--No soy difícil en asunto de tamaños --se apresuró a contestar Alicia--. Sólo que no es agradable estar cambiando tan a menudo, sabe.
--No sé nada --dijo la Oruga. Alicia no contestó. Nunca en toda su vida le habían llevado tanto la contraria, y sintió que se le estaba acabando la paciencia.
--¿Estás contenta con tu tamaño actual? --preguntó la Oruga.
--Bueno, me gustaría ser un poco más alta, si a usted no le importa. ¡Siete centímetros es una estatura tan insignificante!
¡Es una estatura perfecta! --dijo la Oruga muy enfadada, irguiéndose cuan larga era (medía exactamente siete centímetros).
--¡Pero yo no estoy acostumbrada a medir siete centímetros! se lamentó la pobre Alicia con voz lastimera, mientras pensaba para sus adentros: «¡Ojalá estas criaturas no se ofendieran tan fácilmente!»
--Ya te irás acostumbrando --dijo la Oruga, y volvió a meterse la pipa en la boca y empezó otra vez a fumar.
Esta vez Alicia esperó pacientemente a que se decidiera a hablar de nuevo. Al cabo de uno o dos minutos la Oruga se sacó la pipa de la boca, dio unos bostezos y se desperezó. Después bajó de la seta y empezó a deslizarse por la hierba, al tiempo que decía:
--Un lado te hará crecer, y el otro lado te hará disminuir.
--Un lado ¿de qué? El otro lado ¿de que? --se dijo Alicia para sus adentros.
--De la seta --dijo la Oruga, como si la niña se lo hubiera preguntado en voz alta.
Y al cabo de unos instantes se perdió de vista.
Alicia se quedó un rato contemplando pensativa la seta, en un intento de descubrir cuáles serían sus dos lados, y, como era perfectamente redonda, el problema no resultaba nada fácil. Así pues, extendió los brazos todo lo que pudo alrededor de la seta y arrancó con cada mano un pedacito.
--Y ahora --se dijo--, ¿cuál será cuál?
Dio un mordisquito al pedazo de la mano derecha para ver el efecto y al instante sintió un rudo golpe en la barbilla. ¡La barbilla le había chocado con los pies!
Se asustó mucho con este cambio tan repentino, pero comprendió que estaba disminuyendo rápidamente de tamaño, que no había por tanto tiempo que perder y que debía apresurarse a morder el otro pedazo. Tenía la mandíbula tan apretada contra los pies que resultaba difícil abrir la boca, pero lo consiguió al fin, y pudo tragar un trocito del pedazo de seta que tenía en la mano izquierda.
*       *       *       *       *       *       *

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*       *       *       *       *       *       *
«¡Vaya, por fin tengo libre la cabeza!», se dijo Alicia con alivio, pero el alivio se transformó inmediatamente en alarma, al advertir que había perdido de vista sus propios hombros: todo lo que podía ver, al mirar hacia abajo, era un larguísimo pedazo de cuello, que parecía brotar como un tallo del mar de hojas verdes que se extendía muy por debajo de ella.
--¿Qué puede ser todo este verde? --dijo Alicia--. ¿Y dónde se habrán marchado mis hombros? Y, oh mis pobres manos, ¿cómo es que no puedo veros?
Mientras hablaba movía las manos, pero no pareció conseguir ningún resultado, salvo un ligero estremecimiento que agitó aquella verde hojarasca distante.
Como no había modo de que sus manos subieran hasta su cabeza, decidió bajar la cabeza hasta las manos, y descubrió con entusiasmo que su cuello se doblaba con mucha facilidad en cualquier dirección, como una serpiente. Acababa de lograr que su cabeza descendiera por el aire en un gracioso zigzag y se disponía a introducirla entre las hojas, que descubrió no eran más que las copas de los árboles bajo los que antes había estado paseando, cuando un agudo silbido la hizo retroceder a toda prisa. Una gran paloma se precipitaba contra su cabeza y la golpeaba violentamente con las alas.
--¡Serpiente! --chilló la paloma.
--¡Yo no soy una serpiente! --protestó Alicia muy indignada--. ¡Y déjame en paz!
--¡Serpiente, más que serpiente! --siguió la Paloma, aunque en un tono menos convencido, y añadió en una especie de sollozo--: ¡Lo he intentado todo, y nada ha dado resultado!
--No tengo la menor idea de lo que usted está diciendo! --dijo Alicia.
--Lo he intentado en las raíces de los árboles, y lo he intentado en las riberas, y lo he intentado en los setos --siguió la Paloma, sin escuchar lo que Alicia le decía--. ¡Pero siempre estas serpientes! ¡No hay modo de librarse de ellas!
Alicia se sentía cada vez más confusa, pero pensó que de nada serviría todo lo que ella pudiera decir ahora y que era mejor esperar a que la Paloma terminara su discurso.
--¡Como si no fuera ya bastante engorro empollar los huevos! --dijo la Paloma--. ¡Encima hay que guardarlos día y noche contra las serpientes! ¡No he podido pegar ojo durante tres semanas!
--Siento mucho que sufra usted tantas molestias --dijo Alicia, que empezaba a comprender el significado de las palabras de la Paloma. --¡Y justo cuando elijo el árbol más alto del bosque --continuó la Paloma, levantando la voz en un chillido--, y justo cuando me creía por fin libre de ellas, tienen que empezar a bajar culebreando desde el cielo! ¡Qué asco de serpientes!
--Pero le digo que yo no soy una serpiente. Yo soy una... Yo soy una...
--Bueno, qué eres, pues? --dijo la Paloma--. ¡Veamos qué demonios inventas ahora!
--Soy... soy una niñita --dijo Alicia, llena de dudas, pues tenía muy presentes todos los cambios que había sufrido a lo largo del día.
--¡A otro con este cuento! --respondió la Paloma, en tono del más profundo desprecio--. He visto montones de niñitas a lo largo de mi vida, ¡pero ninguna que tuviera un cuello como el tuyo! ¡No, no! Eres una serpiente, y de nada sirve negarlo. ¡Supongo que ahora me dirás que en tu vida te has zampado un huevo!
--Bueno, huevos si he comido --reconoció Alicia, que siempre decía la verdad--. Pero es que las niñas también comen huevos, igual que las serpientes, sabe.
--No lo creo --dijo la Paloma--, pero, si es verdad que comen huevos, entonces no son más que una variedad de serpientes, y eso es todo.
Era una idea tan nueva para Alicia, que quedó muda durante uno o dos minutos, lo que dio oportunidad a la Paloma de añadir:
--¡Estás buscando huevos! ¡Si lo sabré yo! ¡Y qué más me da a mí que seas una niña o una serpiente?
--¡Pues a mí sí me da! --se apresuró a declarar Alicia--. Y además da la casualidad de que no estoy buscando huevos. Y aunque estuviera buscando huevos, no querría los tuyos: no me gustan crudos.
--Bueno, pues entonces, lárgate --gruño la Paloma, mientras se volvía a colocar en el nido.
Alicia se sumergió trabajosamente entre los árboles. El cuello se le enredaba entre las ramas y tenía que pararse a cada momento para liberarlo. Al cabo de un rato, recordó que todavía tenía los pedazos de seta, y puso cuidadosamente manos a la obra, mordisqueando primero uno y luego el otro, y creciendo unas veces y decreciendo otras, hasta que consiguió recuperar su estatura normal.
Hacía tanto tiempo que no había tenido un tamaño ni siquiera aproximado al suyo, que al principio se le hizo un poco extraño. Pero no le costó mucho acostumbrarse y empezó a hablar consigo misma como solía.
--¡Vaya, he realizado la mitad de mi plan! ¡Qué desconcertantes son estos cambios! ¡No puede estar una segura de lo que va a ser al minuto siguiente! Lo cierto es que he recobrado mi estatura normal. El próximo objetivo es entrar en aquel precioso jardín... Me pregunto cómo me las arreglaré para lograrlo.
Mientras decía estas palabras, llegó a un claro del bosque, donde se alzaba una casita de poco más de un metro de altura.
--Sea quien sea el que viva allí --pensó Alicia--, no puedo presentarme con este tamaño. ¡Se morirían del susto!
Así pues, empezó a mordisquear una vez más el pedacito de la mano derecha, Y no se atrevió a acercarse a la casita hasta haber reducido su propio tamaño a unos veinte centímetros.





Capítulo 6 - CERDO Y PIMIENTACERDO Y PIMIENTA


Alicia se quedó mirando la casa uno o dos minutos, y preguntándose lo que iba a hacer, cuando de repente salió corriendo del bosque un lacayo con librea (a Alicia le pareció un lacayo porque iba con librea; de no ser así, y juzgando sólo por su cara, habría dicho que era un pez) y golpeó enérgicamente la puerta con los nudillos. Abrió la puerta otro lacayo de librea, con una cara redonda y grandes ojos de rana. Y los dos lacayos, observó Alicia, llevaban el pelo empolvado y rizado. Le entró una gran curiosidad por saber lo que estaba pasando y salió cautelosamente del bosque para oír lo que decían.

El lacayo-pez empezó por sacarse de debajo del brazo una gran carta, casi tan grande como él, y se la entregó al otro lacayo, mientras decía en tono solemne:
--Para la Duquesa. Una invitación de la Reina para jugar al croquet.
El lacayo-rana lo repitió, en el mismo tono solemne, pero cambiando un poco el orden de las palabras:
--De la Reina. Una invitación para la Duquesa para jugar al croquet.
Después los dos hicieron una profunda reverencia, y los empolvados rizos entrechocaron y se enredaron.
A Alicia le dio tal ataque de risa que tuvo que correr a esconderse en el bosque por miedo a que la oyeran. Y, cuando volvió a asomarse, el lacayo-pez se había marchado y el otro estaba sentado en el suelo junto a la puerta, mirando estúpidamente el cielo.
Alicia se acercó tímidamente y llamó a la puerta.
--No sirve de nada llamar --dijo el lacayo--, y esto por dos razones. Primero, porque yo estoy en el mismo lado de la puerta que tú; segundo, porque están armando tal ruido dentro de la casa, que es imposible que te oigan.
Y efectivamente del interior de la casa salía un ruido espantoso: aullidos, estornudos y de vez en cuando un estrepitoso golpe, como si un plato o una olla se hubiera roto en mil pedazos.
--Dígame entonces, por favor --preguntó Alicia--, qué tengo que hacer para entrar.
--Llamar a la puerta serviría de algo --siguió el lacayo sin escucharla--, si tuviéramos la puerta entre nosotros dos. Por ejemplo, si tú estuvieras dentro, podrías llamar, y yo podría abrir para que salieras, sabes.
Había estado mirando todo el rato hacia el cielo, mientras hablaba, y esto le pareció a Alicia decididamente una grosería. «Pero a lo mejor no puede evitarlo», se dijo para sus adentros. «¡Tiene los ojos tan arriba de la cabeza! Aunque por lo menos podría responder cuando se le pregunta algo».
--¿Qué tengo que hacer para entrar? --repitió ahora en voz alta.
--Yo estaré sentado aquí --observó el lacayo-- hasta mañana...
En este momento la puerta de la casa se abrió, y un gran plato salió zumbando por los aires, en dirección a la cabeza del lacayo: le rozó la nariz y fue a estrellarse contra uno de los árboles que había detrás.
--... o pasado mañana, quizás --continuó el lacayo en el mismo tono de voz, como si no hubiese pasado absolutamente nada.
--¿Qué tengo que hacer para entrar? --volvió a preguntar Alicia alzando la voz.
--Pero ¿tienes realmente que entrar? --dijo el lacayo--. Esto es lo primero que hay que aclarar, sabes.
Era la pura verdad, pero a Alicia no le gustó nada que se lo dijeran.
--¡Qué pesadez! --masculló para sí--. ¡Qué manera de razonar tienen todas estas criaturas! ¡Hay para volverse loco!
Al lacayo le pareció ésta una buena oportunidad para repetir su observación, con variaciones:
--Estaré sentado aquí --dijo-- días y días.
--Pero ¿qué tengo que hacer yo? --insistió Alicia.
--Lo que se te antoje --dijo el criado, y empezó a silbar.
--¡Oh, no sirve para nada hablar con él! --murmuró Alicia desesperada--. ¡Es un perfecto idiota!
Abrió la puerta y entró en la casa.
La puerta daba directamente a una gran cocina, que estaba completamente llena de humo. En el centro estaba la Duquesa, sentada sobre un taburete de tres patas y con un bebé en los brazos. La cocinera se inclinaba sobre el fogón y revolvía el interior de un enorme puchero que parecía estar lleno de sopa.
--¡Esta sopa tiene por descontado demasiada pimienta! --se dijo Alicia para sus adentros, mientras soltaba el primer estornudo.
Donde si había demasiada pimienta era en el aire. Incluso la Duquesa estornudaba de vez en cuando, y el bebé estornudaba y aullaba alternativamente, sin un momento de respiro. Los únicos seres que en aquella cocina no estornudaban eran la cocinera y un rollizo gatazo que yacía cerca del fuego, con una sonrisa de oreja a oreja.

--¿Por favor, podría usted decirme --preguntó Alicia con timidez, pues no estaba demasiado segura de que fuera correcto por su parte empezar ella la conversación-- por qué sonríe su gato de esa manera?
--Es un gato de Cheshire --dijo la Duquesa--, por eso sonríe. ¡Cochino!
Gritó esta última palabra con una violencia tan repentina, que Alicia estuvo a punto de dar un salto, pero en seguida se dio cuenta de que iba dirigida al bebé, y no a ella, de modo que recobró el valor y siguió hablando.
--No sabía que los gatos de Cheshire estuvieran siempre sonriendo. En realidad, ni siquiera sabía que los gatos pudieran sonreír.
--Todos pueden --dijo la Duquesa--, y muchos lo hacen.
--No sabía de ninguno que lo hiciera --dijo Alicia muy amablemente, contenta de haber iniciado una conversación.
--No sabes casi nada de nada --dijo la Duquesa--. Eso es lo que ocurre.
A Alicia no le gustó ni pizca el tono de la observación, y decidió que sería oportuno cambiar de tema. Mientras estaba pensando qué tema elegir, la cocinera apartó la olla de sopa del fuego, y comenzó a lanzar todo lo que caía en sus manos contra la Duquesa y el bebé: primero los hierros del hogar, después una lluvia de cacharros, platos y fuentes. La Duquesa no dio señales de enterarse, ni siquiera cuando los proyectiles la alcanzaban, y el bebé berreaba ya con tanta fuerza que era imposible saber si los golpes le dolían o no.
--¡Oh, por favor, tenga usted cuidado con lo que hace! --gritó Alicia, mientras saltaba asustadísima para esquivar los proyectiles--. ¡Le va a arrancar su preciosa nariz! --añadió, al ver que un caldero extraordinariamente grande volaba muy cerca de la cara de la Duquesa.
--Si cada uno se ocupara de sus propios asuntos --dijo la Duquesa en un gruñido--, el mundo giraría mucho mejor y con menos pérdida de tiempo.
--Lo cual no supondría ninguna ventaja --intervino Alicia, muy contenta de que se presentara una oportunidad de hacer gala de sus conocimientos--. Si la tierra girase más aprisa, ¡imagine usted el lío que se armaría con el día y la noche! Ya sabe que la tierra tarda veinticuatro horas en ejecutar un giro completo sobre su propio eje...
--Hablando de ejecutar --interrumpió la Duquesa--, ¡que le corten la cabeza!
Alicia miró a la cocinera con ansiedad, para ver si se disponía a hacer algo parecido, pero la cocinera estaba muy ocupada revolviendo la sopa y no parecía prestar oídos a la conversación, de modo que Alicia se animó a proseguir su lección:
--Veinticuatro horas, creo, ¿o son doce? Yo...
--Tú vas a dejar de fastidiarme --dijo la Duquesa--. ¡Nunca he soportado los cálculos!
Y empezó a mecer nuevamente al niño, mientras le cantaba una especie de nana, y al final de cada verso propinaba al pequeño una fuerte sacudida.
Grítale y zurra al niñito
si se pone a estornudar,
porque lo hace el bendito
sólo para fastidiar.

CORO
(Con participación de la cocinera y el bebé)

¡Gua! ¡Gua! ¡Gua!


Cuando comenzó la segunda estrofa, la Duquesa lanzó al niño al aire, recogiéndolo luego al caer, con tal violencia que la criatura gritaba a voz en cuello. Alicia apenas podía distinguir las palabras:
A mi hijo le grito,
y si estornuda, ¡menuda paliza!
Porque, ¿es que acaso no le gusta
la pimienta cuando le da la gana?

CORO

¡Gua! ¡Gua! ¡Gua!


--¡Ea! ¡Ahora puedes mecerlo un poco tú, si quieres! --dijo la Duquesa al concluir la canción, mientras le arrojaba el bebé por el aire--. Yo tengo que ir a arreglarme para jugar al croquet con la Reina.
Y la Duquesa salió apresuradamente de la habitación. La cocinera le tiró una sartén en el último instante, pero no la alcanzó.
Alicia cogió al niño en brazos con cierta dificultad, pues se trataba de una criaturita de forma extraña y que forcejeaba con brazos y piernas en todas direcciones, «como una estrella de mar», pensó Alicia. El pobre pequeño resoplaba como una maquina de vapor cuando ella lo cogió, y se encogía y se estiraba con tal furia que durante los primeros minutos Alicia se las vio y deseó para evitar que se le escabullera de los brazos.
En cuanto encontró el modo de tener el niño en brazos (modo que consistió en retorcerlo en una especie de nudo, la oreja izquierda y el pie derecho bien sujetos para impedir que se deshiciera), Alicia lo sacó al aire libre. «Si no me llevo a este niño conmigo», pensó, «seguro que lo matan en un día o dos.
¿Acaso no sería un crimen dejarlo en esta casa?» Dijo estas últimas palabras en alta voz, y el pequeño le respondió con un gruñido (para entonces había dejado ya de estornudar).
--No gruñas --le riñó Alicia--. Ésa no es forma de expresarse.
El bebé volvió a gruñir, y Alicia le miró la cara con ansiedad, para ver si le pasaba algo. No había duda de que tenía una nariz muy respingona, mucho más parecida a un hocico que a una verdadera nariz. Además los ojos se le estaban poniendo demasiado pequeños para ser ojos de bebé. A Alicia no le gustaba ni pizca el aspecto que estaba tomando aquello. «A lo mejor es porque ha estado llorando», pensó, y le miró de nuevo los ojos, para ver si había alguna lágrima. No, no había lágrimas.
--Si piensas convertirte en un cerdito, cariño --dijo Alicia muy seria--, yo no querré saber nada contigo. ¡Conque ándate con cuidado!

La pobre criaturita volvió a soltar un quejido (¿o un gruñido? era imposible asegurarlo), y los dos anduvieron en silencio durante un rato.
Alicia estaba empezando a preguntarse a sí misma: «Y ahora, ¿qué voy a hacer yo con este chiquillo al volver a mi casa?», cuando el bebé soltó otro gruñido, con tanta violencia que volvió a mirarlo alarmada. Esta vez no cabía la menor duda: no era ni más ni menos que un cerdito, y a Alicia le pareció que sería absurdo seguir llevándolo en brazos.
Así pues, lo dejó en el suelo, y sintió un gran alivio al ver que echaba a trotar y se adentraba en el bosque.
«Si hubiera crecido», se dijo a sí misma, «hubiera sido un niño terriblemente feo, pero como cerdito me parece precioso». Y empezó a pensar en otros niños que ella conocía y a los que les sentaría muy bien convertirse en cerditos.
«¡Si supiéramos la manera de transformarlos!», se estaba diciendo, cuando tuvo un ligero sobresalto al ver que el Gato de Cheshire estaba sentado en la rama de un árbol muy próximo a ella.
El Gato, cuando vio a Alicia, se limitó a sonreír. Parecía tener buen carácter, pero también tenía unas uñas muy largas Y muchísimos dientes, de modo que sería mejor tratarlo con respeto.
--Minino de Cheshire --empezó Alicia tímidamente, pues no estaba del todo segura de si le gustaría este tratamiento: pero el Gato no hizo más que ensanchar su sonrisa, por lo que Alicia decidió que sí le gustaba--.
Minino de Cheshire, ¿podrías decirme, por favor, qué camino debo seguir para salir de aquí?

--Esto depende en gran parte del sitio al que quieras llegar --dijo el
Gato.


--No me importa mucho el sitio... --dijo Alicia.
--Entonces tampoco importa mucho el camino que tomes --dijo el Gato.
--... siempre que llegue a alguna parte --añadió Alicia como explicación.
--¡Oh, siempre llegarás a alguna parte --aseguró el Gato--, si caminas lo suficiente!

A Alicia le pareció que esto no tenía vuelta de hoja, y decidió hacer otra pregunta:
¿Qué clase de gente vive por aquí?
--En esta dirección --dijo el Gato, haciendo un gesto con la pata derecha-- vive un Sombrerero. Y en esta dirección --e hizo un gesto con la otra pata-- vive una Liebre de Marzo. Visita al que quieras: los dos están locos.
--Pero es que a mí no me gusta tratar a gente loca --protestó Alicia.
--Oh, eso no lo puedes evitar --repuso el Gato--. Aquí todos estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca.
--¿Cómo sabes que yo estoy loca? --preguntó Alicia.
--Tienes que estarlo afirmó el Gato--, o no habrías venido aquí.
Alicia pensó que esto no demostraba nada. Sin embargo, continuó con sus preguntas:
--¿Y cómo sabes que tú estás loco?
--Para empezar -repuso el Gato--, los perros no están locos. ¿De acuerdo?
--Supongo que sí --concedió Alicia.
--Muy bien. Pues en tal caso --siguió su razonamiento el Gato--, ya sabes que los perros gruñen cuando están enfadados, y mueven la cola cuando están contentos. Pues bien, yo gruño cuando estoy contento, y muevo la cola cuando estoy enfadado. Por lo tanto, estoy loco.
--A eso yo le llamo ronronear, no gruñir --dijo Alicia.
--Llámalo como quieras --dijo el Gato--. ¿Vas a jugar hoy al croquet con la Reina?
--Me gustaría mucho --dijo Alicia--, pero por ahora no me han invitado.
--Allí nos volveremos a ver --aseguró el Gato, y se desvaneció.
A Alicia esto no la sorprendió demasiado, tan acostumbrada estaba ya a que sucedieran cosas raras. Estaba todavía mirando hacia el lugar donde el Gato había estado, cuando éste reapareció de golpe.
--A propósito, ¿qué ha pasado con el bebé? --preguntó--. Me olvidaba de preguntarlo.
--Se convirtió en un cerdito --contestó Alicia sin inmutarse, como si el Gato hubiera vuelto de la forma más natural del mundo.
--Ya sabía que acabaría así --dijo el Gato, y desapareció de nuevo.
Alicia esperó un ratito, con la idea de que quizás aparecería una vez más, pero no fue así, y, pasados uno o dos minutos, la niña se puso en marcha hacia la dirección en que le había dicho que vivía la Liebre de Marzo.
--Sombrereros ya he visto algunos --se dijo para sí--. La Liebre de Marzo será mucho más interesante. Y además, como estamos en mayo, quizá ya no esté loca... o al menos quizá no esté tan loca como en marzo.
Mientras decía estas palabras, miró hacia arriba, y allí estaba el Gato una vez más, sentado en la rama de un árbol.
--¿Dijiste cerdito o cardito? --preguntó el Gato.
--Dije cerdito --contestó Alicia--. ¡Y a ver si dejas de andar apareciendo y desapareciendo tan de golpe! ¡Me da mareo!
--De acuerdo --dijo el Gato.

Y esta vez desapareció despacito, con mucha suavidad, empezando por la punta de la cola y terminando por la sonrisa, que permaneció un rato allí, cuando el resto del Gato ya había desaparecido.
--¡Vaya! --se dijo Alicia--. He visto muchísimas veces un gato sin sonrisa, ¡pero una sonrisa sin gato! ¡Es la cosa más rara que he visto en toda mi vida!
No tardó mucho en llegar a la casa de la Liebre de Marzo. Pensó que tenía que ser forzosamente aquella casa, porque las chimeneas tenían forma de largas orejas y el techo estaba recubierto de piel. Era una casa tan grande, que no se atrevió a acercarse sin dar antes un mordisquito al pedazo de seta de la mano izquierda, con lo que creció hasta una altura de unos dos palmos. Aún así, se acercó con cierto recelo, mientras se decía a sí misma:
--¿Y si estuviera loca de verdad? ¡Empiezo a pensar que tal vez hubiera sido mejor ir a ver al Sombrerero!




Capítulo 7 - UNA MERIENDA DE LOCOSUNA MERIENDA DE LOCOS


Habían puesto la mesa debajo de un árbol, delante de la casa, y la Liebre de Marzo y el Sombrerero estaban tomando el té. Sentado entre ellos había un Lirón, que dormía profundamente, y los otros dos lo hacían servir de almohada, apoyando los codos sobre él, y hablando por encima de su cabeza. «Muy incómodo para el Lirón», pensó Alicia. «Pero como está dormido, supongo que no le importa».
La mesa era muy grande, pero los tres se apretujaban muy juntos en uno de los extremos.
--¡No hay sitio! --se pusieron a gritar, cuando vieron que se acercaba Alicia.
--¡Hay un montón de sitio! --protestó Alicia indignada, y se sentó en un gran sillón a un extremo de la mesa.

--Toma un poco de vino --la animó la Liebre de Marzo.
Alicia miró por toda la mesa, pero allí sólo había té.
--No veo ni rastro de vino --observó.
--Claro. No lo hay --dijo la Liebre de Marzo.
--En tal caso, no es muy correcto por su parte andar ofreciéndolo --dijo Alicia enfadada.
--Tampoco es muy correcto por tu parte sentarte con nosotros sin haber sido invitada --dijo la Liebre de Marzo.
--No sabía que la mesa era suya --dijo Alicia--. Está puesta para muchas más de tres personas.
--Necesitas un buen corte de pelo --dijo el Sombrerero.
Había estado observando a Alicia con mucha curiosidad, y estas eran sus primeras palabras.
--Debería aprender usted a no hacer observaciones tan personales --dijo Alicia con acritud--. Es de muy mala educación.
Al oír esto, el Sombrerero abrió unos ojos como naranjas, pero lo único que dijo fue:
--¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?
«¡Vaya, parece que nos vamos a divertir!», pensó Alicia. «Me encanta que hayan empezado a jugar a las adivinanzas.» Y añadió en voz alta:
--Creo que sé la solución.
--¿Quieres decir que crees que puedes encontrar la solución? --preguntó la Liebre de Marzo.
--Exactamente --contestó Alicia.
--Entonces debes decir lo que piensas --siguió la Liebre de Marzo.
--Ya lo hago --se apresuró a replicar Alicia-. O al menos... al menos pienso lo que digo... Viene a ser lo mismo, ¿no?
--¿Lo mismo? ¡De ninguna manera! --dijo el Sombrerero-. ¡En tal caso, sería lo mismo decir «veo lo que como» que «como lo que veo»!

--¡Y sería lo mismo decir --añadió la Liebre de Marzo- «me gusta lo que tengo» que «tengo lo que me gusta»!
--¡Y sería lo mismo decir --añadió el Lirón, que parecía hablar en medio de sus sueños- «respiro cuando duermo» que «duermo cuando respiro»!
--Es lo mismo en tu caso --dijo el Sombrerero.
Y aquí la conversación se interrumpió, y el pequeño grupo se mantuvo en silencio unos instantes, mientras Alicia intentaba recordar todo lo que sabía de cuervos y de escritorios, que no era demasiado.
El Sombrerero fue el primero en romper el silencio.
--¿Qué día del mes es hoy? --preguntó, dirigiéndose a Alicia.
Se había sacado el reloj del bolsillo, y lo miraba con ansiedad, propinándole violentas sacudidas y llevándoselo una y otra vez al oído.
Alicia reflexionó unos instantes.
--Es día cuatro dijo por fin.
--¡Dos días de error! --se lamentó el Sombrerero, y, dirigiéndose amargamente a la Liebre de Marzo, añadió--: ¡Ya te dije que la mantequilla no le sentaría bien a la maquinaria!
--Era mantequilla de la mejor --replicó la Liebre muy compungida.
--Sí, pero se habrán metido también algunas migajas --gruñó el Sombrerero--.
No debiste utilizar el cuchillo del pan.
La Liebre de Marzo cogió el reloj y lo miró con aire melancólico: después lo sumergió en su taza de té, y lo miró de nuevo. Pero no se le ocurrió nada mejor que decir y repitió su primera observación:
--Era mantequilla de la mejor, sabes.
Alicia había estado mirando por encima del hombro de la Liebre con bastante curiosidad.
--¡Qué reloj más raro! --exclamó--. ¡Señala el día del mes, y no señala la hora que es!
--¿Y por qué habría de hacerlo? --rezongó el Sombrerero--. ¿Señala tu reloj el año en que estamos?
--Claro que no --reconoció Alicia con prontitud--. Pero esto es porque está tanto tiempo dentro del mismo año.
--Que es precisamente lo que le pasa al mío --dijo el Sombrerero.
Alicia quedó completamente desconcertada. Las palabras del Sombrerero no parecían tener el menor sentido.
--No acabo de comprender --dijo, tan amablemente como pudo.
--El Lirón se ha vuelto a dormir -dijo el Sombrerero, y le echó un poco de té caliente en el hocico.
El Lirón sacudió la cabeza con impaciencia, y dijo, sin abrir los ojos:
--Claro que sí, claro que sí. Es justamente lo que yo iba a decir.
--¿Has encontrado la solución a la adivinanza? --preguntó el Sombrerero, dirigiéndose de nuevo a Alicia.
--No. Me doy por vencida. ¿Cuál es la solución?
--No tengo la menor idea -dijo el Sombrerero.
--Ni yo --dijo la Liebre de Marzo.
Alicia suspiró fastidiada.
--Creo que ustedes podrían encontrar mejor manera de matar el tiempo --dijo-- que ir proponiendo adivinanzas sin solución.
--Si conocieras al Tiempo tan bien como lo conozco yo --dijo el Sombrerero--, no hablarías de matarlo. ¡El Tiempo es todo un personaje!
--No sé lo que usted quiere decir --protestó Alicia.
--¡Claro que no lo sabes! --dijo el Sombrerero, arrugando la nariz en un gesto de desprecio--. ¡Estoy seguro de que ni siquiera has hablado nunca con el Tiempo!
--Creo que no --respondió Alicia con cautela--. Pero en la clase de música tengo que marcar el tiempo con palmadas.
--¡Ah, eso lo explica todo! --dijo el Sombrerero--. El Tiempo no tolera que le den palmadas. En cambio, si estuvieras en buenas relaciones con él, haría todo lo que tú quisieras con el reloj. Por ejemplo, supón que son las nueve de la mañana, justo la hora de empezar las clases, pues no tendrías más que susurrarle al Tiempo tu deseo y el Tiempo en un abrir y cerrar de ojos haría girar las agujas de tu reloj. ¡La una y media! ¡Hora de comer!
(«¡Cómo me gustaría que lo fuera ahora!», se dijo la Liebre de Marzo para sí en un susurro).
--Sería estupendo, desde luego --admitió Alicia, pensativa--. Pero entonces todavía no tendría hambre, ¿no le parece?
--Quizá no tuvieras hambre al principio --dijo el Sombrerero--. Pero es que podrías hacer que siguiera siendo la una y media todo el rato que tú quisieras.
--¿Es esto lo que ustedes hacen con el Tiempo? --preguntó Alicia.
El Sombrerero movió la cabeza con pesar.
--¡Yo no! --contestó--. Nos peleamos el pasado marzo, justo antes de que ésta se volviera loca, sabes (y señaló con la cucharilla hacia la Liebre de Marzo).
--¿Ah, si?-- preguntó Alicia interesada.
--Si. Sucedió durante el gran concierto que ofreció la Reina de Corazones, y en el que me tocó cantar a mí.
--¿Y que cantaste?-- preguntó Alicia.
--Pues canté:
"Brilla, brilla, ratita alada,
¿En que estás tan atareada"?


--Porque esa canción la conocerás, ¿no?
--Quizá me suene de algo, pero no estoy segura-- dijo Alicia.
--Tiene más estrofas --siguió el Sombrerero--. Por ejemplo:
"Por sobre el Universo vas volando,
con una bandeja de teteras llevando.
Brilla, brilla..."


Al llegar a este punto, el Lirón se estremeció y empezó a canturrear en sueños: «brilla, brilla, brilla, brilla... », y estuvo así tanto rato que tuvieron que darle un buen pellizco para que se callara.
--Bueno --siguió contando su historia el Sombrerero--. Lo cierto es que apenas había terminado yo la primera estrofa, cuando la Reina se puso a gritar:
«¡Vaya forma estúpida de matar el tiempo! ¡Que le corten la cabeza!»
--¡Qué barbaridad! ¡Vaya fiera! --exclamó Alicia.
--Y desde entonces --añadió el Sombrerero con una voz tristísima--, el Tiempo cree que quise matarlo y no quiere hacer nada por mí. Ahora son siempre las seis de la tarde.
Alicia comprendió de repente todo lo que allí ocurría.
--¿Es ésta la razón de que haya tantos servicios de té encima de la mesa? --preguntó.
--Sí, ésta es la razón --dijo el Sombrerero con un suspiro--. Siempre es la hora del té, y no tenemos tiempo de lavar la vajilla entre té y té.
--¿Y lo que hacen es ir dando la vuelta? a la mesa, verdad? --preguntó Alicia.
--Exactamente --admitió el Sombrerero--, a medida que vamos ensuciando las tazas.
--Pero, ¿qué pasa cuando llegan de nuevo al principio de la mesa? --se atrevió a preguntar Alicia.
--¿Y si cambiáramos de conversación? --los interrumpió la Liebre de Marzo con un bostezo--. Estoy harta de todo este asunto. Propongo que esta señorita nos cuente un cuento.
--Mucho me temo que no sé ninguno --se apresuró a decir Alicia, muy alarmada ante esta proposición.
--¡Pues que lo haga el Lirón! --exclamaron el Sombrerero y la Liebre de Marzo--. ¡Despierta, Lirón!
Y empezaron a darle pellizcos uno por cada lado.
El Lirón abrió lentamente los ojos.
--No estaba dormido --aseguró con voz ronca y débil--. He estado escuchando todo lo que decíais, amigos.
--¡Cuéntanos un cuento! --dijo la Liebre de Marzo.
--¡Sí, por favor! --imploró Alicia.
--Y date prisa --añadió el Sombrerero--. No vayas a dormirte otra vez antes de terminar.
--Había una vez tres hermanitas empezó apresuradamente el Lirón--, y se llamaban Elsie, Lacie y Tilie, y vivían en el fondo de un pozo...
--¿Y de qué se alimentaban? --preguntó Alicia, que siempre se interesaba mucho por todo lo que fuera comer y beber.
--Se alimentaban de melaza --contestó el Lirón, después de reflexionar unos segundos.
--No pueden haberse alimentado de melaza, sabe --observó Alicia con amabilidad--. Se habrían puesto enfermísimas.
--Y así fue --dijo el Lirón--. Se pusieron de lo más enfermísimas.
Alicia hizo un esfuerzo por imaginar lo que sería vivir de una forma tan extraordinaria, pero no lo veía ni pizca claro, de modo que siguió preguntando:
--Pero, ¿por qué vivían en el fondo de un pozo?
--Toma un poco más de té --ofreció solícita la Liebre de Marzo.
--Hasta ahora no he tomado nada --protestó Alicia en tono ofendido--, de modo que no puedo tomar más.
--Quieres decir que no puedes tomar menos --puntualizó el Sombrerero--. Es mucho más fácil tomar más que nada.
--Nadie le pedía su opinión --dijo Alicia.
--¿Quién está haciendo ahora observaciones personales? --preguntó el Sombrerero en tono triunfal.
Alicia no supo qué contestar a esto. Así pues, optó por servirse un poco de té y pan con mantequilla. Y después, se volvió hacia el Lirón y le repitió la misma pregunta: --¿Por qué vivían en el fondo de un pozo?
El Lirón se puso a cavilar de nuevo durante uno o dos minutos, y entonces dijo:
--Era un pozo de melaza.
--¡No existe tal cosa!
Alicia había hablado con energía, pero el Sombrerero y la Liebre de Marzo la hicieron callar con sus «¡Chst! ¡Chst!», mientras el Lirón rezongaba indignado:
--Si no sabes comportarte con educación, mejor será que termines tú el cuento.
--No, por favor, ¡continúe! --dijo Alicia en tono humilde--. No volveré a interrumpirle. Puede que en efecto exista uno de estos pozos.
--¡Claro que existe uno! -exclamó el Lirón indignado. Pero, sin embargo, estuvo dispuesto a seguir con el cuento--. Así pues, nuestras tres hermanitas... estaban aprendiendo a dibujar, sacando...
--¿Qué sacaban? --preguntó Alicia, que ya había olvidado su promesa.
--Melaza --contestó el Lirón, sin tomarse esta vez tiempo para reflexionar.
--Quiero una taza limpia --les interrumpió el Sombrerero--. Corrámonos todos un sitio.
Se cambió de silla mientras hablaba, y el Lirón le siguió: la Liebre de Marzo pasó a ocupar el sitio del Lirón, y Alicia ocupó a regañadientes el asiento de la Liebre de Marzo. El Sombrerero era el único que salía ganando con el cambio, y Alicia estaba bastante peor que antes, porque la Liebre de Marzo acababa de derramar la leche dentro de su plato.
Alicia no quería ofender otra vez al Lirón, de modo que empezó a hablar con mucha prudencia:
--Pero es que no lo entiendo. ¿De donde sacaban la melaza?
--Uno puede sacar agua de un pozo de agua --dijo el Sombrerero--, ¿por qué no va a poder sacar melaza de un pozo de melaza? ¡No seas estúpida!
--Pero es que ellas estaban dentro, bien adentro --le dijo Alicia al Lirón, no queriéndose dar por enterada de las últimas palabras del Sombrerero.
--Claro que lo estaban --dijo el Lirón--. Estaban de lo más requetebién.
Alicia quedó tan confundida al ver que el Lirón había entendido algo distinto a lo que ella quería decir, que no volvió a interrumpirle durante un ratito.
--Nuestras tres hermanitas estaban aprendiendo, pues, a dibujar --siguió el Lirón, bostezando y frotándose los ojos, porque le estaba entrando un sueño terrible--, y dibujaban todo tipo de cosas... todo lo que empieza con la letra M...
--¿Por qué con la M? --preguntó Alicia.
--¿Y por qué no? --preguntó la Liebre de Marzo.
Alicia guardó silencio.
Para entonces, el Lirón había cerrado los ojos y empezaba a cabecear. Pero, con los pellizcos del Sombrerero, se despertó de nuevo, soltó un gritito y siguió la narración: --... lo que empieza con la letra M, como matarratas, mundo, memoria y mucho... muy, en fin todas esas cosas. Mucho, digo, porque ya sabes, como cuando se dice "un mucho más que un menos". ¿Habéis visto alguna vez el dibujo de un «mucho»?
--Ahora que usted me lo pregunta --dijo Alicia, que se sentía terriblemente confusa--, debo reconocer que yo no pienso...
--¡Pues si no piensas, cállate! --la interrumpió el Sombrerero.

Esta última grosería era más de lo que Alicia podía soportar: se levantó muy disgustada y se alejó de allí. El Lirón cayó dormido en el acto, y ninguno de los otros dio la menor muestra de haber advertido su marcha, aunque Alicia miró una o dos veces hacia atrás, casi esperando que la llamaran. La última vez que los vio estaban intentando meter al Lirón dentro de la tetera.
--¡Por nada del mundo volveré a poner los pies en ese lugar! --se dijo Alicia, mientras se adentraba en el bosque--. ¡Es la merienda más estúpida a la que he asistido en toda mi vida!
Mientras decía estas palabras, descubrió que uno de los árboles tenía una puerta en el tronco.
--¡Qué extraño! --pensó--. Pero todo es extraño hoy. Creo que lo mejor será que entre en seguida.
Y entró en el árbol.
Una vez más se encontró en el gran vestíbulo, muy cerca de la mesita de cristal. «Esta vez haré las cosas mucho mejor», se dijo a sí misma. Y empezó por coger la llavecita de oro y abrir la puerta que daba al jardín. Entonces se puso a mordisquear cuidadosamente la seta (se había guardado un pedazo en el bolsillo), hasta que midió poco más de un palmo. Entonces se adentró por el estrecho pasadizo. Y entonces... entonces estuvo por fin en el maravilloso jardín, entre las flores multicolores y las frescas fuentes.





Capítulo 8 - EL CROQUET DE LA REINAEL CROQUET DE LA REINA


Un gran rosal se alzaba cerca de la entrada del jardín: sus rosas eran blancas, pero había allí tres jardineros ocupados en pintarlas de rojo. A Alicia le pareció muy extraño, y se acercó para averiguar lo que pasaba, y al acercarse a ellos oyó que uno de los jardineros decía:
--¡Ten cuidado, Cinco! ¡No me salpiques así de pintura!
--No es culpa mía --dijo Cinco, en tono dolido--. Siete me ha dado un golpe en el codo.
Ante lo cual, Siete levantó los ojos dijo:
--¡Muy bonito, Cinco! ¡Échale siempre la culpa a los demás!
--¡Mejor será que calles esa boca! --dijo Cinco--. ¡Ayer mismo oí decir a la Reina que debían cortarte la cabeza!
--¿Por qué? --preguntó el que había hablado en primer lugar.
--¡Eso no es asunto tuyo, Dos! --dijo Siete.
--¡Sí es asunto suyo! --protestó Cinco--. Y voy a decírselo: fue por llevarle a la cocinera bulbos de tulipán en vez de cebollas.
Siete tiró la brocha al suelo y estaba empezando a decir: «¡Vaya! De todas las injusticias...», cuando sus ojos se fijaron casualmente en Alicia, que estaba allí observándolos, y se calló en el acto. Los otros dos se volvieron también hacia ella, y los tres hicieron una profunda reverencia.
--¿Querrían hacer el favor de decirme --empezó Alicia con cierta timidez-- por qué están pintando estas rosas?
Cinco y Siete no dijeron nada, pero miraron a Dos. Dos empezó en una vocecita temblorosa:
--Pues, verá usted, señorita, el hecho es que esto tenía que haber sido un rosal rojo, y nosotros plantamos uno blanco por equivocación, y, si la Reina lo descubre, nos cortarán a todos la cabeza, sabe. Así que, ya ve, señorita, estamos haciendo lo posible, antes de que ella llegue, para...
En este momento, Cinco, que había estado mirando ansiosamente por el jardín, gritó: «¡La Reina! ¡La Reina!», y los tres jardineros se arrojaron inmediatamente de bruces en el suelo. Se oía un ruido de muchos pasos, y Alicia miró a su alrededor, ansiosa por ver a la Reina.
Primero aparecieron diez soldados, enarbolando tréboles. Tenían la misma forma que los tres jardineros, oblonga y plana, con las manos y los pies en las esquinas. Después seguían diez cortesanos, adornados enteramente con diamantes, y formados, como los soldados, de dos en dos. A continuación venían los infantes reales; eran también diez, y avanzaban saltando, cogidos de la mano de dos en dos, adornados con corazones. Después seguían los invitados, casi todos reyes y reinas, y entre ellos Alicia reconoció al Conejo Blanco: hablaba atropelladamente, muy nervioso, sonriendo sin ton ni son, y no advirtió la presencia de la niña. A continuación venía el Valet de Corazones, que llevaba la corona del Rey sobre un cojín de terciopelo carmesí. Y al final de este espléndido cortejo avanzaban EL REY Y LA REINA DE CORAZONES.
Alicia estaba dudando si debería o no echarse de bruces como los tres jardineros, pero no recordaba haber oído nunca que tuviera uno que hacer algo así cuando pasaba un desfile. «Y además», pensó, «¿de qué serviría un desfile, si todo el mundo tuviera que echarse de bruces, de modo que no pudiera ver nada?» Así pues, se quedó quieta donde estaba, y esperó.
Cuando el cortejo llegó a la altura de Alicia, todos se detuvieron y la miraron, y la Reina preguntó severamente:
--¿Quién es ésta?
La pregunta iba dirigida al Valet de Corazones, pero el Valet no hizo más que inclinarse y sonreír por toda respuesta.
--¡Idiota! --dijo la Reina, agitando la cabeza con impaciencia, y, volviéndose hacia Alicia, le preguntó--: ¿Cómo te llamas, niña?
--Me llamo Alicia, para servir a Su Majestad --contestó Alicia en un tono de lo más cortés, pero añadió para sus adentros: «Bueno, a fin de cuentas, no son más que una baraja de cartas. ¡No tengo por qué sentirme asustada!»
--¿Y quiénes son éstos? --siguió preguntando la Reina, mientras señalaba a los tres jardineros que yacían en torno al rosal.
Porque, claro, al estar de bruces sólo se les veía la parte de atrás, que era igual en todas las cartas de la baraja, y la Reina no podía saber si eran jardineros, o soldados, o cortesanos, o tres de sus propios hijos.
--¿Cómo voy a saberlo yo? --replicó Alicia, asombrada de su propia audacia--.
¡No es asunto mío!
La Reina se puso roja de furia, y, tras dirigirle una mirada fulminante y feroz, empezó a gritar:
--¡Que le corten la cabeza! ¡Que le corten...!
--¡Tonterías! --exclamó Alicia, en voz muy alta y decidida.
Y la Reina se calló.
El Rey le puso la mano en el brazo, y dijo con timidez:
Considera, cariño, que sólo se trata de una niña!
La Reina se desprendió furiosa de él, y dijo al Valet:
--¡Dales la vuelta a éstos!
Y así lo hizo el Valet, muy cuidadosamente, con un pie.
--¡Arriba! --gritó la Reina, en voz fuerte y detonante.
Y los tres jardineros se pusieron en pie de un salto, y empezaron a hacer profundas reverencias al Rey, a la Reina, a los infantes reales, al Valet y a todo el mundo.
--¡Basta ya! --gritó la Reina--. ¡Me estáis poniendo nerviosa! --Y después, volviéndose hacia el rosal, continuó--: ¡Qué diablos habéis estado haciendo aquí?
--Con la venia de Su Majestad --empezó a explicar Dos, en tono muy humilde, e hincando en el suelo una rodilla mientras hablaba--, estábamos intentando...
--¡Ya lo veo! --estalló la Reina, que había estado examinando las rosas ¡Que les corten la cabeza!
Y el cortejo se puso de nuevo en marcha, aunque tres soldados se quedaron allí para ejecutar a los desgraciados jardineros, que corrieron a refugiarse junto a Alicia.
--¡No os cortarán la cabeza! --dijo Alicia, y los metió en una gran maceta que había allí cerca.
Los tres soldados estuvieron algunos minutos dando vueltas por allí, buscando a los jardineros, y después se marcharon tranquilamente tras el cortejo.
--¿Han perdido sus cabezas? --gritó la Reina.
--Sí, sus cabezas se han perdido, con la venia de Su Majestad --gritaron los soldados como respuesta.
--¡Muy bien! --gritó la Reina--. ¿Sabes jugar al croquet?
Los soldados guardaron silencio, y volvieron la mirada hacia Alicia, porque era evidente que la pregunta iba dirigida a ella.
--¡Sí! --gritó Alicia.
--¡Pues andando! --vociferó la Reina.
Y Alicia se unió al cortejo, preguntándose con gran curiosidad qué iba a suceder a continuación.
--Hace... ¡hace un día espléndido! --murmuró a su lado una tímida vocecilla.
Alicia estaba andando al lado del Conejo Blanco, que la miraba con ansiedad.
--Mucho --dijo Alicia--. ¿Dónde está la Duquesa?
--¡Chitón! ¡Chit6n! --dijo el Conejo en voz baja y apremiante. Miraba ansiosamente a sus espaldas mientras hablaba, y después se puso de puntillas, acercó el hocico a la oreja de Alicia y susurró--: Ha sido condenada a muerte.
--¿Por qué motivo? --quiso saber Alicia.
--¿Has dicho «pobrecilla»? --preguntó el Conejo.
--No, no he dicho eso. No creo que sea ninguna «pobrecilla». He dicho: ¿Por qué motivo?»
--Le dio un sopapo a la Reina... --empezó a decir el Conejo, y a Alicia le dio un ataque de risa--. ¡Chitón! ¡Chitón! --suplicó el Conejo con una vocecilla aterrada--. ¡Va a oírte la Reina! Lo ocurrido fue que la Duquesa llegó bastante tarde, y la Reina dijo...
--¡Todos a sus sitios! --gritó la Reina con voz de trueno.
Y todos se pusieron a correr en todas direcciones, tropezando unos con otros.
Sin embargo, unos minutos después ocupaban sus sitios, y empezó el partido.
Alicia pensó que no había visto un campo de croquet tan raro como aquél en toda su vida. Estaba lleno de montículos y de surcos. as bolas eran erizos vivos, los mazos eran flamencos vivos, y los soldados tenían que doblarse y ponerse a cuatro patas para formar los aros.
La dificultad más grave con que Alicia se encontró al principio fue manejar a su flamenco. Logró dominar al pajarraco metiéndoselo debajo del brazo, con las patas colgando detrás, pero casi siempre, cuando había logrado enderezarle el largo cuello y estaba a punto de darle un buen golpe al erizo con la cabeza del flamenco, éste torcía el cuello y la miraba derechamente a los ojos con tanta extrañeza, que Alicia no podía contener la risa. Y cuando le había vuelto a bajar la cabeza y estaba dispuesta a empezar de nuevo, era muy irritante descubrir que el erizo se había desenroscado y se alejaba arrastrándose. Por si todo esto no bastara, siempre había un montículo o un surco en la dirección en que ella quería lanzar al erizo, y, como además los soldados doblados en forma de aro no paraban de incorporarse y largarse a otros puntos del campo, Alicia llegó pronto a la conclusión de que se trataba de una partida realmente difícil.

Los jugadores jugaban todos a la vez, sin esperar su turno, discutiendo sin cesar y disputándose los erizos. Y al poco rato la Reina había caído en un paroxismo de furor y andaba de un lado a otro dando patadas en el suelo y gritando a cada momento «¡Que le corten a éste la cabeza!» o «¡Que le corten a ésta la cabeza!».
Alicia empezó a sentirse incómoda: a decir verdad ella no había tenido todavía ninguna disputa con la Reina, pero sabía que podía suceder en cualquier instante. «Y entonces», pensaba, «¿qué será de mí? Aquí todo lo arreglan cortando cabezas. Lo extraño es que quede todavía alguien con vida!»Estaba buscando pues alguna forma de escapar, Y preguntándose si podría irse de allí sin que la vieran, cuando advirtió una extraña aparición en el aire.
Al principio quedó muy desconcertada, pero, después de observarla unos minutos, descubrió que se trataba de una sonrisa, y se dijo:
--Es el Gato de Cheshire. Ahora tendré alguien con quien poder hablar.
--¿Qué tal estás? --le dijo el Gato, en cuanto tuvo hocico suficiente para poder hablar.
Alicia esperó hasta que aparecieron los ojos, y entonces le saludó con un gesto. «De nada servirá que le hable», pensó, «hasta que tenga orejas, o al menos una de ellas». Un minuto después había aparecido toda la cabeza, Y entonces Alicia dejó en el suelo su flamenco y empezó a contar lo que, ocurría en el juego, muy contenta de tener a alguien que la escuchara. El Gato creía sin duda que su parte visible era ya suficiente, y no apareció nada más.
--Me parece que no juegan ni un poco limpio --empezó Alicia en tono quejumbroso--, y se pelean de un modo tan terrible que no hay quien se entienda, y no parece que haya reglas ningunas... Y, si las hay, nadie hace caso de ellas... Y no puedes imaginar qué lío es el que las cosas estén vivas.
Por ejemplo, allí va el aro que me tocaba jugar ahora, ¡justo al otro lado del campo! ¡Y le hubiera dado ahora mismo al erizo de la Reina, pero se largó cuando vio que se acercaba el mío!
--¿Qué te parece la Reina? --dijo el Gato en voz baja.
--No me gusta nada --dijo Alicia . Es tan exagerada... --En este momento, Alicia advirtió que la Reina estaba justo detrás de ella, escuchando lo que decía, de modo que siguió--: ... tan exageradamente dada a ganar, que no merece la pena terminar la partida.
La Reina sonrió y reanudó su camino.
--¿Con quién estás hablando? --preguntó el Rey, acercándose a Alicia y mirando la cabeza del Gato con gran curiosidad.
--Es un amigo mío... un Gato de Cheshire --dijo Alicia--. Permita que se lo presente.
--No me gusta ni pizca su aspecto --aseguró el Rey--. Sin embargo, puede besar mi mano si así lo desea.
--Prefiero no hacerlo --confesó el Gato.
--No seas impertinente --dijo el Rey--, ¡Y no me mires de esta manera!
Y se refugió detrás de Alicia mientras hablaba.
--Un gato puede mirar cara a cara a un rey --sentenció Alicia--. Lo he leído en un libro, pero no recuerdo cuál.
--Bueno, pues hay que eliminarlo --dijo el Rey con decisión, y llamó a la Reina, que precisamente pasaba por allí--. ¡Querida! ¡Me gustaría que eliminaras a este gato!
Para la Reina sólo existía un modo de resolver los problemas, fueran grandes o pequeños.
--¡Que le corten la cabeza! --ordenó, sin molestarse siquiera en echarles una ojeada.
--Yo mismo iré a buscar al verdugo --dijo el Rey apresuradamente.
Y se alejó corriendo de allí.
Alicia pensó que sería mejor que ella volviese al juego y averiguase cómo iba la partida, pues oyó a lo lejos la voz de la Reina, que aullaba de furor.
Acababa de dictar sentencia de muerte contra tres de los jugadores, por no haber jugado cuando les tocaba su turno. Y a Alicia no le gustaba ni pizca el aspecto que estaba tomando todo aquello, porque la partida había llegado a tal punto de confusión que le era imposible saber cuándo le tocaba jugar y cuándo no. Así pues, se puso a buscar su erizo.
El erizo se había enzarzado en una pelea con otro erizo, y esto le pareció a Alicia una excelente ocasión para hacer una carambola: la única dificultad era que su flamenco se había largado al otro extremo del jardín, y Alicia podía verlo allí, aleteando torpemente en un intento de volar hasta las ramas de un árbol.
Cuando hubo recuperado a su flamenco y volvió con el, la pelea había terminado, y no se veía rastro de ninguno de los erizos. «Pero esto no tiene demasiada importancia», pensó Alicia, «ya que todos los aros se han marchado de esta parte del campo». Así pues, sujetó bien al flamenco debajo del brazo, para que no volviera a escaparse, y se fue a charlar un poco más con su amigo.
Cuando volvió junto al Gato de Cheshire, quedó sorprendida al ver que un gran grupo de gente se había congregado a su alrededor. El verdugo, el Rey y la Reina discutían acaloradamente, hablando los tres a la vez, mientras los demás guardaban silencio y parecían sentirse muy incómodos.

En cuanto Alicia entró en escena, los tres se dirigieron a ella para que decidiera la cuestión, y le dieron sus argumentos. Pero, como hablaban todos a la vez, se le hizo muy difícil entender exactamente lo que le decían.
La teoría del verdugo era que resultaba imposible cortar una cabeza si no había cuerpo del que cortarla; decía que nunca había tenido que hacer una cosa parecida en el pasado y que no iba a empezar a hacerla a estas alturas de su vida.
La teoría del Rey era que todo lo que tenía una cabeza podía ser decapitado, y que se dejara de decir tonterías.
La teoría de la Reina era que si no solucionaban el problema inmediatamente, haría cortar la cabeza a cuantos la rodeaban. (Era esta última amenaza la que hacía que todos tuvieran un aspecto grave y asustado.)A Alicia sólo se le ocurrió decir:
--El Gato es de la Duquesa. Lo mejor será preguntarle a ella lo que debe hacerse con él.
--La Duquesa está en la cárcel --dijo la Reina al verdugo--. Ve a buscarla.
Y el verdugo partió como una flecha.
La cabeza del Gato empezó a desvanecerse a partir del momento en que el verdugo se fue, y, cuando éste volvió con la Duquesa, había desaparecido totalmente. Así pues, el Rey y el verdugo empezaron a corretear de un lado a otro en busca del Gato, mientras el resto del grupo volvía a la partida de croquet.





Capítulo 9 - LA HISTORIA DE LA FALSA TORTUGALA HISTORIA DE LA FALSA TORTUGA


--¡No sabes lo contenta que estoy de volver a verte, querida mía! --dijo la Duquesa, mientras cogía a Alicia cariñosamente del brazo y se la llevaba a pasear con ella.
Alicia se alegró de encontrarla de tan buen humor, y pensó para sus adentros que quizá fuera sólo la pimienta lo que la tenía hecha una furia cuando se conocieron en la cocina. «Cuando yo sea Duquesa», se dijo (aunque no con demasiadas esperanzas de llegar a serlo), «no tendré ni una pizca de pimienta en mi cocina. La sopa está muy bien sin pimienta... A lo mejor es la pimienta lo que pone a la gente de mal humor», siguió pensando, muy contenta de haber hecho un nuevo descubrimiento, «y el vinagre lo que hace a las personas agrias.,. y la manzanilla lo que las hace amargas... y... el regaliz y las golosinas lo que hace que los niños sean dulces. ¡Ojalá la gente lo supiera! Entonces no serían tan tacaños con los dulces...»
Entretanto, Alicia casi se había olvidado de la Duquesa, y tuvo un pequeño sobresalto cuando oyó su voz muy cerca de su oído.
--Estás pensando en algo, querida, y eso hace que te olvides de hablar. No puedo decirte en este instante la moraleja de esto, pero la recordaré en seguida.
--Quizá no tenga moraleja --se atrevió a observar Alicia.
--¡Calla, calla, criatura! -dijo la Duquesa--. Todo tiene una moraleja, sólo falta saber encontrarla.
Y se apretujó más estrechamente contra Alicia mientras hablaba. A Alicia no le gustaba mucho tenerla tan cerca: primero, porque la Duquesa era muy fea; y, segundo, porque tenía exactamente la estatura precisa para apoyar la barbilla en el hombro de Alicia, y era una barbilla puntiaguda de lo más desagradable.
Sin embargo, como no le gustaba ser grosera, lo soportó lo mejor que pudo.
--La partida va ahora un poco mejor --dijo, en un intento de reanudar la conversación.
--Así es --afirmó la Duquesa--, y la moraleja de esto es... «Oh, el amor, el amor. El amor hace girar el mundo.»
--Cierta persona dijo --rezongó Alicia-- que el mundo giraría mejor si cada uno se ocupara de sus propios asuntos.
--Bueno, bueno. En el fondo viene a ser lo mismo --dijo la Duquesa, y hundió un poco más la puntiaguda barbilla en el hombro de Alicia al añadir--: Y la moraleja de esto es...
«¡Qué manía en buscarle a todo una moraleja!», pensó Alicia.
--Me parece que estás sorprendida de que no te pase el brazo por la cintura --dijo la Duquesa tras unos instantes de silencio--. La razón es que tengo mis dudas sobre el carácter de tu flamenco. ¿Quieres que intente el experimento?
--A lo mejor le da un picotazo --replicó prudentemente Alicia, que no tenía las menores ganas de que se intentara el experimento.
--Es verdad --reconoció la Duquesa--. Los flamencos y la mostaza pican. Y la moraleja de esto es: «Pájaros de igual plumaje hacen buen maridaje».
--Sólo que la mostaza no es un pájaro --observó Alicia.
--Tienes toda la razón --dijo la Duquesa--. ¡Con qué claridad planteas las cuestiones!
--Es un mineral, creo --dijo Alicia.
--Claro que lo es --asintió la Duquesa, que parecía dispuesta a estar de acuerdo con todo lo que decía Alicia--. Hay una gran mina de mostaza cerca de aquí. Y la moraleja de esto es...
--¡Ah, ya me acuerdo! --exclamó Alicia, que no había prestado atención a este último comentario--. Es un vegetal. No tiene aspecto de serlo, pero lo es.
--Enteramente de acuerdo --dijo la Duquesa--, y la moraleja de esto es: «Sé lo que quieres parecer» o, si quieres que lo diga de un modo más simple: «Nunca imagines ser diferente de lo que a los demás pudieras parecer o hubieses parecido ser si les hubiera parecido que no fueses lo que eres».
--Me parece que esto lo entendería mejor --dijo Alicia amablemente-- si lo viera escrito, pero tal como usted lo dice no puedo seguir el hilo.
--¡Esto no es nada comparado con lo que yo podría decir si quisiera! --afirmó la Duquesa con orgullo.
--¡Por favor, no se moleste en decirlo de una manera más larga! --imploró Alicia.
--¡Oh, no hables de molestias! --dijo la Duquesa--. Te regalo con gusto todas las cosas que he dicho hasta este momento.
«¡Vaya regalito!», pensó Alicia. «¡Menos mal que no existen regalos de cumpleaños de este tipo!» Pero no se atrevió a decirlo en voz alta.
--¿Otra vez pensativa? --preguntó la Duquesa, hundiendo un poco más la afilada barbilla en el hombro de Alicia.
--Tengo derecho a pensar, ¿no? --replicó Alicia con acritud, porque empezaba a estar harta de la Duquesa.
--Exactamente el mismo derecho dijo la Duquesa-- que el que tienen los cerdos a volar, y la mora...
Pero en este punto, con gran sorpresa de Alicia, la voz de la Duquesa se perdió en un susurro, precisamente en medio de su palabra favorita, «moraleja», y el brazo con que tenía cogida a Alicia empezó a temblar. Alicia levantó los ojos, y vio que la Reina estaba delante de ellas, con los brazos cruzados y el ceño tempestuoso.
--¡Hermoso día, Majestad! --empezó a decir la Duquesa en voz baja y temblorosa.
--Ahora vamos a dejar las cosas bien claras rugió la Reina, dando una patada en el suelo mientras hablaba--: ¡O tú o tu cabeza tenéis que desaparecer del mapa! ¡Y en menos que canta un gallo! ¡Elige!
La Duquesa eligió, y desapareció a toda prisa.
--Y ahora volvamos al juego --le dijo la Reina a Alicia.
Alicia estaba demasiado asustada para decir esta boca es mía, pero siguió dócilmente a la Reina hacia el campo de croquet.
Los otros invitados habían aprovechado la ausencia de la Reina, y se habían tumbado a la sombra, pero, en cuanto la vieron, se apresuraron a volver al juego, mientras la Reina se limitaba a señalar que un segundo de retraso les costaría la vida.
Todo el tiempo que estuvieron jugando, la Reina no dejó de pelearse con los otros jugadores, ni dejó de gritar «¡Que le corten a éste la cabeza!» o «¡Que le corten a ésta la cabeza!» Aquellos a los que condenaba eran puestos bajo la vigilancia de soldados, que naturalmente tenían que dejar de hacer de aros, de modo que al cabo de una media hora no quedaba ni un solo aro, y todos los jugadores, excepto el Rey, la Reina y Alicia, estaban arrestados y bajo sentencia de muerte.
Entonces la Reina abandonó la partida, casi sin aliento, y le preguntó a Alicia :
--¿Has visto ya a la Falsa Tortuga?
--No --dijo Alicia--. Ni siquiera sé lo que es una Falsa Tortuga.
--¿Nunca has comido sopa de tortuga? --preguntó la Reina--. Pues hay otra sopa que parece de tortuga pero no es de auténtica tortuga. La Falsa Tortuga sirve para hacer esta sopa.
--Nunca he visto ninguna, ni he oído hablar de ella --dijo Alicia.
--¡Andando, pues! --ordenó la Reina--. Y la Falsa Tortuga te contará su historia.
Mientras se alejaban juntas, Alicia oyó que el Rey decía en voz baja a todo el grupo: «Quedáis todos perdonados.» «¡Vaya, eso sí que está bien!», se dijo Alicia, que se sentía muy inquieta por el gran número de ejecuciones que la Reina había ordenado.
Al poco rato llegaron junto a un Grifo, que yacía profundamente dormido al sol. (Si no sabéis lo que es un grifo, mirad el dibujo).
--¡Arriba, perezoso! --ordenó la Reina--. Y acompaña a esta señorita a ver a la Falsa Tortuga y a que oiga su historia. Yo tengo que volver para vigilar unas cuantas ejecuciones que he ordenado.
Y se alejó de allí, dejando a Alicia sola con el Grifo. A Alicia no le gustaba nada el aspecto de aquel bicho, pero pensó que, a fin de cuentas, quizás estuviera más segura si se quedaba con él que si volvía atrás con el basilisco de la Reina. Así pues, esperó.
El Grifo se incorporó y se frotó los ojos; después estuvo mirando a la Reina hasta que se perdió de vista; después soltó una carcajada burlona.
--¡Tiene gracia! --dijo el Grifo, medio para sí, medio dirigiéndose a Alicia.
--¿Qué es lo que tiene gracia? --preguntó Alicia.
--Ella --contestó el Grifo. Todo son fantasías suyas. Nunca ejecutan a nadie, sabes. ¡Vamos!
«Aquí todo el mundo da órdenes», pensó Alicia, mientras lo seguía con desgana.
«¡No había recibido tantas órdenes en toda mi vida! ¡Jamás!»No habían andado mucho cuando vieron a la Falsa Tortuga a lo lejos, sentada triste y solitaria sobre una roca, y, al acercarse, Alicia pudo oír que suspiraba como si se le partiera el corazón. Le dio mucha pena.
--¿Qué desgracia le ha ocurrido? --preguntó al Grifo.
Y el Grifo contestó, casi con las mismas palabras de antes:
--Todo son fantasías suyas. No le ha ocurrido ninguna desgracia, sabes.
¡Vamos!
Así pues, llegaron junto a la Falsa Tortuga, que los miró con sus grandes ojos llenos de lágrimas, pero no dijo nada.
--Aquí esta señorita -explicó el Grifo-- quiere conocer tu historia.
--Voy a contársela --dijo la Falsa Tortuga en voz grave y quejumbrosa--.
Sentaos los dos, y no digáis ni una sola palabra hasta que yo haya terminado.
Se sentaron pues, y durante unos minutos nadie habló. Alicia se dijo para sus adentros: «No entiendo cómo va a poder terminar su historia, si no se decide a empezarla». Pero esperó pacientemente.
--Hubo un tiempo --dijo por fin la Falsa Tortuga, con un profundo suspiro-- en que yo era una tortuga de verdad.
Estas palabras fueron seguidas por un silencio muy largo, roto sólo por uno que otro graznido del Grifo y por los constantes sollozos de la Falsa Tortuga.
Alicia estaba a punto de levantarse y de decir: «Muchas gracias, señora, por su interesante historia», pero no podía dejar de pensar que tenía forzosamente que seguir algo más, conque siguió sentada y no dijo nada.
--Cuando éramos pequeñas --siguió por fin la Falsa Tortuga, un poco más tranquila, pero sin poder todavía contener algún sollozo--, íbamos a la escuela del mar. El maestro era una vieja tortuga a la que llamábamos Galápago.
--¿Por qué lo llamaban Galápago, si no era un galápago? --preguntó Alicia.
--Lo llamábamos Galápago porque siempre estaba diciendo que tenía a «gala» enseñar en una escuela de «pago» --explicó la Falsa Tortuga de mal humor--.
¡Realmente eres una niña bastante tonta!
--Tendrías que avergonzarte de ti misma por preguntar cosas tan evidentes --añadió el Grifo.
Y el Grifo y la Falsa Tortuga permanecieron sentados en silencio, mirando a la pobre Alicia, que hubiera querido que se la tragara la tierra. Por fin el Grifo le dijo a la Falsa Tortuga:
--Sigue con tu historia, querida. ¡No vamos a pasarnos el día en esto!
Y la Falsa Tortuga siguió con estas palabras:
--Sí, íbamos a la escuela del mar, aunque tú no lo creas...
--¡Yo nunca dije que no lo creyera! --la interrumpió Alicia.
--Sí lo hiciste --dijo la Falsa Tortuga. --¡Cállate esa boca! --añadió el Grifo, antes de que Alicia pudiera volver a hablar.
La Falsa Tortuga siguió:
--Recibíamos una educación perfecta... En realidad, íbamos a la escuela todos los días...
--También yo voy a la escuela todos los días --dijo Alicia--. No hay motivo para presumir tanto.
--¿Una escuela con clases especiales? --preguntó la Falsa Tortuga con cierta ansiedad.
--Sí --contestó Alicia. Tenemos clases especiales de francés y de música.
--¿Y lavado? --preguntó la Falsa Tortuga.
--¡Claro que no! --protestó Alicia indignada.
--¡Ah! En tal caso no vas en realidad a una buena escuela --dijo la Falsa Tortuga en tono de alivio--. En nuestra escuela había clases especiales de francés, música y lavado.
-No han debido servirle de gran cosa --observó Alicia--, viviendo en el fondo del mar.
--Yo no tuve ocasión de aprender --dijo la Falsa Tortuga con un suspiro--.
Sólo asistí a las clases normales.
--¿Y cuales eran esos? --preguntó Alicia interesada.
--Nos enseñaban a beber y a escupir, naturalmente. Y luego, las diversas materias de la aritmética: a saber, fumar, reptar, feificar y sobre todo la dimisión.
--Jamás oí hablar de feificar --respondió Alicia.
El Grifo se alzó sobre dos patas, muy asombrado:
--¡Cómo! ¿Nunca aprendiste a feificar? Por lo menos sabrás lo que significa "embellecer".
--Pues... eso sí, quiere decir hacer algo más bello de lo que es.
--Pues --respondió el Grifo triunfalmente-, si no sabes ahora lo que quiere decir feificar es que estás completamente tonta.
Con lo cual cerró la boca a Alicia, la que ya no se atrevió a seguir preguntando lo que significaban las cosas. Dijo a la Falsa Tortuga:
--¿Qué otras cosas aprendías allí?
--Pues aprendía Histeria, histeria antigua y moderna. También Mareografía, y dibujo. El profesor era un congrio que venía a darnos clase una vez por semana y que nos enseñó eso, más otras cosas, como la tintura al boleo.
--¿Y eso qué es? --preguntó Alicia.
--No puedo hacerte una demostración, ya que ahora estoy muy baja de forma --respondió la Falsa Tortuga. Y el Grifo, como él mismo podrá decirte, nunca aprendió a tintar al boleo.
--Nunca tuve tiempo suficiente --se excusó el Grifo. --Pero sí que iba a las clases de Letras. Y teníamos un maestro que era un gran maestro, un viejo cangrejo. --Nunca fui a sus clases --dijo la Falsa Tortuga lloriqueando--, dicen que enseñaba patín y riego.
--Sí, sí que lo hacía --respondió el Grifo. Y las dos se taparon la cabeza con las patas, muy soliviantadas.
--¿Cuantas horas al día duraban esas lecciones? --preguntó Alicia interesada, aunque no lograba entender mucho qué eran aquellas asignaturas tan raras, o si es que no sabían pronunciar. Tintura al bóleo debería ser pintura al óleo, y patín y riego serían latín y griego, pero lo que es las otras, se le escapaban.
--Teníamos diez horas al día el primer día. Luego, el segundo día, nueve y así sucesivamente.
--Pues me resulta un horario muy extraño --observó la niña.
--Por eso se llamaban cursos, no entiendes nada. Se llamaban cursos porque se acortaban de día en día.
Eso resultaba nuevo para Alicia y antes de hacer una nueva pregunta le dio unas cuantas vueltas al asunto.
Por fin preguntó:
--Entonces, el día once, sería fiesta, claro.
--Naturalmente que sí --respondió la Falsa Tortuga.
--¿Y el doceavo?
--Basta de cursos ya --ordenó el Grifo autoritariamente. --Cuéntale ahora algo sobre los juegos.



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