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martes, 28 de junio de 2016

Capitulo Gratis -EL LIBRO DE LOS BALTIMORE. Joël Dicker

Fragmento

 

Mañana ingresa en la cárcel mi primo Woody. Va a pasar allí los próximos cinco años de su vida.
Por la carretera que lleva del aeropuerto de Baltimore a Oak Park, el barrio de su infancia, adonde voy para acompañarlo en su último día de libertad, me lo imagino ya presentándose ante las verjas del impresionante penal de Cheshire, en Connecticut.
Pasamos el día con él en casa de mi tío Saul, donde fuimos tan felices. Están Hillel y Alexandra, y juntos volvemos a formar, durante unas pocas horas, aquel cuarteto maravilloso que fuimos. Ahora mismo no tengo ni idea de la incidencia que tendrá este día en nuestras vidas.
Dos días después, recibo una llamada de mi tío Saul.
—¿Marcus? Soy Tío Saul.
—Hola, Tío Saul, ¿cómo es…?
No me deja hablar.
—Atiende, Marcus: necesito que vengas ahora mismo a Baltimore. Sin hacer preguntas. Ha pasado algo grave.
Cuelga. Primero pienso que se ha cortado la comunicación y vuelvo a llamar acto seguido: no lo coge. Insisto y acaba por descolgar y me dice de un tirón:
—Ven a Baltimore.
Y vuelve a colgar.
Si encontráis este libro, por favor, leedlo.
Querría que alguien supiera la historia de los Goldman-de-Baltimore.

Primera parte

EL LIBRO DE LA JUVENTUD PERDIDA

(1989-1997)

1.

Soy el escritor.
Así es como me llama todo el mundo. Mis amigos, mis padres, mi familia e incluso aquellos a quienes no conozco pero que sí me reconocen a mí en un lugar público y me dicen: «¿No será usted el escritor…?». Soy el escritor, es mi identidad.
La gente piensa que, en nuestra calidad de escritores, llevamos una vida más bien sosegada. Hace poco, uno de mis amigos, que se estaba quejando de lo largos que eran los trayectos cotidianos entre su casa y la oficina, acabó por decirme, una vez más:
—En el fondo, tú te levantas por las mañanas, te sientas detrás de la mesa y escribes. Y ya está.
No le contesté nada, demasiado deprimido desde luego al darme cuenta de hasta qué punto consistía mi trabajo, en la imaginería colectiva, en no hacer nada. La gente piensa que uno no pega palo al agua, pero resulta que es precisamente cuando no haces nada cuando más trabajas.
Escribir un libro es como montar un campamento de vacaciones. La vida de uno, que suele ser solitaria y tranquila, te la dejan manga por hombro un montón de personajes que llegan un día sin avisar y te ponen patas arriba la existencia. Llegan una mañana, subidos a un autocar del que se bajan metiendo bulla, entusiasmados con el papel que les ha correspondido. Y tienes que apañarte con lo que hay, tienes que ocuparte de ellos, tienes que darles de comer, tienes que alojarlos. Eres responsable de todo. Porque eres el escritor.
Esta historia empezó en el mes de febrero de 2012, cuando me marché de Nueva York para irme a escribir mi nueva novela en la casa que acababa de comprar en Boca Ratón, en Florida. La había adquirido tres meses antes con el dinero de la cesión de los derechos cinematográficos de mi último libro y, sin contar unos cuantos viajes rápidos de ida y vuelta para amueblarla en diciembre y enero, era la primera vez que iba a pasar una temporada en ella. Era una casa espaciosa, llena de ventanales, que tenía delante un lago muy del agrado de los paseantes. Estaba en un barrio muy tranquilo y con mucha vegetación en el que vivían sobre todo jubilados acomodados entre los que yo desentonaba. Tenía la mitad de años que ellos, pero si había escogido ese lugar era precisamente por su absoluta quietud. Era el sitio que necesitaba para escribir.
A diferencia de mis anteriores estancias, que habían sido muy breves, en esta ocasión tenía mucho tiempo por delante y me fui a Florida en coche. Las mil doscientas millas del viaje no me asustaban en absoluto: en los años anteriores había hecho incontables veces ese trayecto desde Nueva York para ir a ver a mi tío, Saul Goldman, que se había afincado en los arrabales de Miami después del Drama que le había sucedido a su familia. Me sabía el camino de memoria.
Salí de Nueva York, con una fina capa de nieve y el termómetro marcando diez grados bajo cero, y llegué a Boca Ratón dos días después en plena tibieza del invierno tropical. Al volver a encontrarme con ese escenario familiar de sol y palmeras, no podía por menos de acordarme de Tío Saul. Lo echaba muchísimo de menos. Caí en la cuenta de cuánto lo añoraba en el momento de salir de la autopista para ir a Boca Ratón: habría querido seguir para llegar hasta Miami y volver a verlo. Tanto fue así que llegué a preguntarme si mis anteriores estancias en la zona habían sido realmente por el asunto de los muebles o más bien una manera de restablecer las relaciones con Florida. Sin mi tío, nada era lo mismo.
Mi vecino más próximo en Boca Ratón era un septuagenario simpático, Leonard Horowitz, una antigua eminencia de Harvard en Derecho Constitucional, que pasaba los inviernos en Florida y se dedicaba, desde el fallecimiento de su mujer, a escribir un libro que no conseguía empezar. La primera vez que coincidí con él fue el día en que compré la casa. Llamó a mi puerta con un lote de cervezas para darme la bienvenida y enseguida congeniamos. Desde aquel día tomó la costumbre de entrar a saludarme cada vez que pasaba yo por allí. No tardamos en entablar amistad.
Le gustaba mi compañía y creo que se alegraba cuando me veía llegar para quedarme cierto tiempo. Cuando le dije que había ido a escribir mi siguiente novela, me habló en el acto de la suya. Ponía mucho empeño en ello, pero le costaba avanzar con la historia. Llevaba siempre consigo un cuaderno grande de espiral en el que había puesto con rotulador Cuaderno n.º 1, dando a entender que iba a haber más. Lo veía siempre con las narices metidas en él: desde por la mañana en la terraza de su casa o sentado a la mesa de la cocina; lo vi varias veces en una mesa de un café céntrico, concentrado en su texto. Él, en cambio, me veía pasearme, nadar en el lago, ir a la playa, salir a correr. Por la noche llamaba a mi puerta con unas cervezas frías. Nos las tomábamos en mi terraza, jugando al ajedrez y oyendo música. A nuestra espalda, el paisaje sublime del lago y de las palmeras, sonrosadas por el sol poniente. Entre dos movimientos, me preguntaba siempre, sin apartar la vista del tablero:
—¿Qué tal va su libro, Marcus?
—Va avanzando, Leo. Va avanzando.
Llevaba allí dos semanas cuando una noche, en el instante en que me iba a comer la torre, se paró en seco y me dijo con tono repentinamente irritado:
—¿No había venido para escribir su nueva novela?
—Sí. ¿Por qué?
—Porque no da usted palo al agua y me pone de los nervios.
—¿Y qué le hace pensar que no hago nada?
—¡Si es que lo veo! Se pasa el día pensando en las musarañas, haciendo deporte, mirando pasar las nubes. Tengo setenta y ocho años: debería ser yo quien anduviera vegetando como hace usted, mientras que usted, que apenas si pasa de los treinta, debería estar matándose a trabajar.
—¿Qué es lo que lo pone de verdad de los nervios, Leo? ¿Mi libro o el suyo?
Había dado en el clavo. Se apaciguó:
—Solo quería saber cómo se organiza. Mi novela no avanza. Tengo curiosidad por saber cómo trabaja usted.
—Me siento en esta terraza y pienso. Y, créame, no es poco trabajo. Usted escribe para tener la cabeza en algo. Es diferente.
Adelantó el caballo y me amenazó el rey.
—¿No podría darme una buena idea para ambientar una novela?
—Es imposible.
—¿Por qué?
—Porque tiene que salir de usted.
—En cualquier caso, evite mencionar Boca Ratón en su libro, se lo ruego. Lo que me faltaba: tener aquí a todos sus lectores de plantón para ver dónde vive.
Con una sonrisa, añadí:
—La idea no hay que buscarla, Leo. La idea acude a uno. La idea es un acontecimiento que puede ocurrir en cualquier segundo.
¿Cómo iba a imaginarme que eso era exactamente lo que iba a suceder en el mismo instante en que estaba diciendo esas palabras? Vi, a la orilla del lago, la silueta de un perro que andaba vagabundeando. Cuerpo musculoso pero delgado, orejas puntiagudas y el hocico metido en la hierba. No había ningún paseante por las inmediaciones.
—Parece que ese perro está solo —dije.
Horowitz alzó la cabeza y miró al animal vagabundo.
—Por aquí no hay perros que anden errantes —declaró.
—No he dicho que anduviera errante. He dicho que iba de paseo solo.
Me gustan muchísimo los perros. Me levanté de la silla, hice altavoz con las manos y silbé para que viniera. El perro enderezó las orejas. Volví a silbar y vino.
—Está usted loco —refunfuñó Leo—. ¿Cómo sabe que ese perro no tiene la rabia? Le toca mover.
—No lo sé —repuse, adelantando distraídamente la torre.
Horowitz me comió la reina para castigar mi insolencia.
El perro llegó a la altura de la terraza. Me acuclillé a su lado. Era un macho bastante grande, con el pelo oscuro, un antifaz negro en los ojos y bigotes largos, de foca. Me arrimó la cabeza y lo acaricié. Parecía muy manso. Noté de inmediato que nacía un vínculo entre ambos, como un flechazo, y los que entienden de perros saben a qué me refiero. No llevaba collar, nada que pudiera identificarlo.
—¿Había visto antes a este perro? —le pregunté a Leo.
—Nunca.
El perro, tras pasarle revista a la terraza, se marchó otra vez, sin que consiguiera retenerlo, y desapareció entre unas palmeras y unos matorrales.
—Parece que sabe dónde va —me dijo Horowitz—. Seguramente es el perro de algún vecino.
Hacía mucho bochorno esa noche. Cuando se fue Leo, se intuía, pese a la oscuridad, un cielo amenazador. No tardó en estallar una fuerte tormenta que proyectó relámpagos impresionantes en la otra orilla del lago antes de que las nubes se rasgasen y soltaran una lluvia torrencial. Alrededor de la medianoche, cuando estaba leyendo en el salón, oí unos ladridos que venían de la terraza. Fui a ver lo que sucedía y por la puerta acristalada vi al perro, con el pelo chorreando y aspecto muy infeliz. Le abrí y se coló en el acto en casa. Me miró con una expresión de lo más suplicante.
—Está bien, puedes quedarte —le dije.
Le di de beber y de comer en dos escudillas que improvisé con unas cazuelas, me senté a su lado para secarlo con una toalla y miramos chorrear la lluvia por los cristales.
Pasó la noche en casa. Cuando me desperté por la mañana me lo encontré tranquilamente dormido en las baldosas de la cocina. Le fabriqué una correa con un cordel, lo que no pasaba de ser una precaución, porque me seguía, muy formal, y nos fuimos a buscar a su amo.
Leo estaba tomándose el café en el porche de su casa, con el Cuaderno n.º 1 abierto ante sí por una página desesperadamente en blanco.
—¿Qué está haciendo con ese perro, Marcus? —me preguntó cuando me vio subiendo al perro al maletero del coche.
—Estaba en mi terraza esta noche. Con la tormenta que había, lo metí en casa. Creo que se ha perdido.
—¿Y dónde va?
—A poner un anuncio en el supermercado.
—En realidad, no trabaja nunca.
—Ahora mismo estoy trabajando.
—Bueno, pues no se pase, muchacho.
—Se lo prometo.
Tras poner un anuncio en los dos supermercados más cercanos, fui a dar una vuelta con el perro por la calle principal de Boca Ratón con la esperanza de que alguien lo reconociera. Todo inútil. Acabé por ir a la comisaría, donde me encaminaron a una consulta veterinaria. Los perros llevan a veces un chip identificativo que permite localizar al dueño. No era tal el caso y el veterinario fue incapaz de ayudarme. Me propuso enviar el perro a la perrera, cosa a la que me negué, y volví a casa junto a mi nuevo compañero, que era, debo decir, pese a su tamaño imponente, particularmente manso y dócil.
Leo estaba acechando mi regreso en el porche de su casa. Cuando me vio llegar, se abalanzó a mi encuentro enarbolando unas páginas que acababa de imprimir. Había descubierto hacía poco la magia del motor de búsqueda de Google y tecleaba a mansalva las preguntas que le pasaban por la cabeza. La magia de los algoritmos le causaba un efecto particular a ese profesor de universidad que se había pasado buena parte de su vida en las bibliotecas buscando referencias.
—He hecho una somera investigación —me dijo como si acabase de resolver el caso Kennedy, alargándome las decenas de páginas que iban a costarme, a no mucho tardar, el tener que ayudarle a cambiar el cartucho de tinta de la impresora.
—¿Y qué ha descubierto, profesor Horowitz?
—Los perros siempre encuentran su casa. Los hay que recorren miles de millas para volver al hogar.
Leo puso cara de anciano sabio:
—Siga al perro, en vez de obligarlo a seguirle a usted. Él sabe dónde va y usted, no.
Mi vecino no andaba equivocado. Decidí soltar la cuerda que le servía de correa al perro y dejarlo andar a su aire. Se fue al trote primero por las inmediaciones del lago y, después, por un camino peatonal. Cruzamos un campo de golf y llegamos a otro barrio residencial que no conocía, a la orilla de un brazo de mar. El perro fue por la carretera, torció dos veces a la derecha y por fin se detuvo ante una verja de entrada tras la cual vi una casa espléndida. Se sentó y ladró. Llamé al interfono. Me contestó una voz de mujer y le comuniqué que había encontrado a su perro. Se abrió la verja y el perro echó a correr hacia la casa, visiblemente feliz de volver al hogar.
Fui detrás de él. Apareció una mujer en las escaleras de la fachada y el perro se abalanzó en el acto hacia ella en un arrebato de alegría. Oí a la mujer llamarlo por su nombre. «Duke.» Los dos se hicieron la mar de arrumacos y yo me acerqué más. Luego, ella levantó la cabeza y me quedé estupefacto.
—¿Alexandra? —articulé por fin.
—¿Marcus?
Ella tampoco se lo podía creer.
Poco más de siete años después del Drama que nos había separado, volvía a encontrarla. Abrió los ojos como platos y repitió, dando voces de pronto:
—Marcus, ¿eres tú?
Me quedé quieto, aturdido.
Se me acercó corriendo.
—¡Marcus!
En un impulso de cariño espontáneo, me cogió la cara con las manos. Como si ella tampoco se lo creyera y quisiera asegurarse de que todo aquello era real. Yo no conseguía decir ni palabra.
—Marcus —dijo ella—, no puedo creer que seas tú.
*
Tendría que haber vivido en una cueva para no haber oído hablar, inevitablemente, de Alexandra Neville, la cantante y música más conocida de los últimos años. Era el ídolo que la nación llevaba mucho tiempo esperando, la que había enderezado la industria discográfica. De sus tres álbumes se habían vendido veinte millones de discos; por segundo año consecutivo estaba entre las personalidades más influyentes elegidas por la revista Time y se le calculaba una fortuna personal de ciento cincuenta millones de dólares. El público la adoraba y la crítica la adulaba. Les gustaba a los más jóvenes y les gustaba a los más viejos. A todo el mundo le gustaba, hasta tal punto que me parecía que Estados Unidos solo sabía ya esas cuatro sílabas, que repetía rítmicamente con cariño y fervor. ¡A-lex-an-dra!
Vivía en pareja con un jugador de hockey oriundo de Canadá, Kevin Legendre, que precisamente salió detrás de ella.
—¡Ha encontrado usted a Duke! ¡Llevábamos buscándolo desde ayer! Alex estaba fuera de sí. ¡Gracias!
Me tendió la mano para saludarme. Vi cómo se le contraía el bíceps mientras me trituraba las falanges. Solo había visto a Kevin en los tabloides, que no se cansaban de comentar su relación con Alexandra. Era insolentemente guapo. Más aun que en las fotos. Estuvo mirándome un ratito con cara de curiosidad y me dijo:
—Lo conozco, ¿verdad?
—Me llamo Marcus. Marcus Goldman.
—El escritor, ¿no?
—Eso mismo.
—He leído su último libro. Me recomendó Alexandra que lo leyera, le gusta mucho lo que escribe usted.
Yo no podía creerme aquella situación. Acababa de reencontrarme con Alexandra, en casa de su novio. Kevin, que no se había dado cuenta de lo que sucedía, me propuso que me quedase a cenar y acepté muy gustoso.
Hicimos a la parrilla unos filetes enormes en una barbacoa gigantesca que había en la terraza. Yo no estaba al tanto de los últimos avances de la carrera de Kevin: creía que seguía siendo defensa en los Depredadores de Nashville, pero lo había fichado el equipo de los Panteras de Florida en los traspasos estivales. Aquella casa era suya. Ahora vivía en Boca Ratón y Alexandra había aprovechado una pausa en la grabación de su último disco para ir a verlo.
Hasta el final de la cena no cayó Kevin en la cuenta de que Alexandra y yo nos conocíamos muy bien.
—¿Eres de Nueva York? —me preguntó.
—Sí. Vivo allí.
—¿Qué te trae por Florida?
—Me he acostumbrado a venir por aquí desde hace unos años. Mi tío vivía en Coconut Grove y yo iba mucho a verlo. Acabo de comprar una casa en Boca Ratón, cerca de aquí. Quería un sitio tranquilo para escribir.
—¿Qué tal tu tío? —preguntó Alexandra—. No sabía que se había ido de Baltimore.
Eludí la pregunta y me limité a responder:
—Se fue de Baltimore después del Drama.
Kevin nos apuntó con el tenedor sin darse cuenta siquiera.
—¿Son imaginaciones mías o vosotros ya os conocéis? —preguntó.
—Viví unos cuantos años en Baltimore —explicó Alexandra.
—Y parte de mi familia vivía en Baltimore —proseguí yo—. Mi tío, precisamente, con su mujer y mis primos. Vivían en el mismo barrio que Alexandra y su familia.
A Alexandra le pareció oportuno no entrar en más detalles y cambiamos de tema. Después de cenar, como había ido a pie, me propuso llevarme a casa.
A solas con ella en el coche, noté perfectamente que estábamos incómodos. Al final solté:
—Hay que ver qué cosas. Tenía que presentarse tu perro en mi casa…
—Se escapa muchas veces —me contestó.
Tuve el mal gusto de querer bromear.
—A lo mejor no le gusta Kevin.
—No empieces, Marcus.
Tenía un tono cortante.
—No seas así, Alex…
—¿Que no sea cómo?
—Sabes muy bien a qué me refiero.
Se paró en seco en plena carretera y clavó los ojos en los míos.
—¿Por qué me hiciste eso, Marcus?
Me costó sostenerle la mirada. Exclamó:
—¡Me abandonaste!
—Lo siento mucho. Tenía mis razones.
—¿Tus razones? ¡No tenías ninguna razón para mandarlo todo a la mierda!
—Alexandra… ¡Se murieron!
—¿Y qué? ¿Tengo yo la culpa?
—No —contesté—. Lo lamento. Lo lamento todo.
Hubo un silencio denso. Las únicas palabras que dije fueron para guiarla hasta mi casa. Cuando la tuvimos delante, me dijo:
—Gracias por lo de Duke.
—Me gustaría volver a verte.
—Creo que es mejor que se quede aquí la cosa. No vuelvas, Marcus.
—¿A casa de Kevin?
—A mi vida. No vuelvas a mi vida, por favor.
Se fue.
No me sentía con ánimos para entrar en casa. Tenía las llaves del coche en el bolsillo y decidí ir a dar una vuelta. Fui hasta Miami y, sin pensarlo, crucé la ciudad hasta el barrio tranquilo de Coconut Grove y aparqué delante de la casa de mi tío. Fuera hacía bueno y salí del coche. Apoyé la espalda en la carrocería y me quedé mucho rato mirando la casa. Me daba la impresión de que mi tío Saul estaba allí, de que podía sentir su presencia. Me apetecía volver a verlo y solo había una forma de conseguirlo. Escribirle.
*
Saul Goldman era el hermano de mi padre. Antes del Drama, antes de los acontecimientos que me dispongo a narraros, era, por usar las palabras de mis abuelos, «un hombre muy importante». Un abogado que dirigía uno de los bufetes con mejor reputación de Baltimore, y su experiencia lo había llevado a intervenir en causas famosas en todo Maryland. El caso Dominic Pernell, fue él. El caso Ciudad de Baltimore contra Morris, fue él. El caso de las ventas ilegales de Sunridge, fue él. En Baltimore lo conocía todo el mundo. Salía en los periódicos y en la televisión y me acuerdo de cómo, hace tiempo, todo eso me parecía muy impresionante. Se había casado con su amor de juventud, la que se había convertido para mí en Tía Anita. Era para mis ojos infantiles la más hermosa de las mujeres y la más dulce de las madres. Era médica y una de las eminencias del Servicio de Oncología del hospital Johns Hopkins, uno de los más conocidos del país. Habían tenido un hijo maravilloso, Hillel, un muchacho bondadoso y dotado de una inteligencia tremendamente superior que tenía mi misma edad, con una diferencia de pocos meses, y con quien tenía yo una relación fraternal.
Los mejores momentos de mi juventud fueron los que pasé con ellos y, durante mucho tiempo, solo con recordar su nombre me volvía loco de orgullo y de alegría. Me habían parecido superiores a todas las familias a las que había podido conocer hasta entonces, a todas las personas con quienes había podido coincidir: más felices, más logrados, más ambiciosos, más respetados. Durante mucho tiempo la vida me dio la razón. Eran seres de una dimensión diferente. Me fascinaba la facilidad con la que iban por la vida, me deslumbraba su resplandor, me subyugaba su soltura. Admiraba su porte, sus bienes, su posición social. Su casa inmensa, sus coches de lujo, su residencia de verano en los Hamptons, su piso en Miami, sus tradicionales vacaciones para esquiar en marzo en Whistler, en la Columbia Británica. Su sencillez, su felicidad. Lo cariñosos que eran conmigo. Esa superioridad suya tan magnífica por la que se los admiraba espontáneamente. No causaban envidia; eran demasiado inigualables para que nadie los envidiase. Los habían bendecido los dioses. Durante mucho tiempo, creí que nunca les pasaría nada. Durante mucho tiempo, creí que serían eternos.

2.

El día siguiente del encuentro fortuito con Alexandra lo pasé encerrado en el despacho. Solo salí al alba, con la fresca, para hacer jogging a la orilla del lago.
Sin saber aún qué iba a hacer con ello, se me había metido en la cabeza describir en forma de notas los elementos relevantes de la historia de los Goldman-de-Baltimore. Para empezar, dibujé un árbol genealógico de nuestra familia, antes de darme cuenta de que había que añadir algunas explicaciones, concretamente sobre los orígenes de Woody. El árbol no tardó en adoptar el aspecto de un bosque de comentarios al margen y pensé que, en aras de la claridad, valía más pasarlos a fichas. Tenía delante aquella foto que mi tío Saul había encontrado dos años antes. Era una foto mía, con diecisiete años menos, rodeado de los tres seres a los que más he querido: Hillel y Woody, mis primos del alma, y Alexandra. Esta nos había enviado una copia a cada uno y había escrito detrás:
OS QUIERO, CHICOS GOLDMAN.
En aquella época, Alexandra tenía diecisiete años y mis primos y yo, quince recién cumplidos. Contaba ya con todas las cualidades por las que iban a quererla millones de personas, pero no teníamos que compartirla con nadie. Esa foto me sumergía de nuevo en los meandros de nuestra juventud, mucho antes de que me quedase sin mis primos, mucho antes de que me convirtiera en la figura ascendente de la literatura estadounidense y, sobre todo, mucho antes de que Alexandra Neville se convirtiera en la estrella inmensa que es hoy. Mucho antes de que todo Estados Unidos se enamorase de su personalidad, de sus canciones, mucho antes de que trastornara, con un álbum tras otro, a millones de fans. Mucho antes de las giras, mucho antes de convertirse en el icono que la nación llevaba tanto tiempo esperando.
A última hora de la tarde, Leo, fiel a sus costumbres, llamó a mi puerta.
—¿Va todo bien, Marcus? No he sabido nada de usted desde ayer. ¿Encontró al dueño del perro?
—Sí. Es el último noviete de una chica de la que estuve enamorado varios años.
Se quedó muy sorprendido.
—El mundo es un pañuelo —me dijo—. ¿Cómo se llama?
—No se lo va a creer. Alexandra Neville.
—¿La cantante?
—La misma.
—¿La conoce usted?
Fui a buscar la foto y se la alargué.
—¿Es Alexandra? —preguntó Leo señalándola con el dedo.
—Sí. En la época en que éramos unos adolescentes felices.
—¿Y quiénes son los otros chicos?
—Mis primos de Baltimore y yo.
—¿Qué ha sido de ellos?
—Es una larga historia…
Leo y yo estuvimos jugando al ajedrez esa noche hasta las tantas. Me alegraba de que hubiese venido a distraerme: así pude pensar en algo que no fuese Alexandra durante varias horas. Me había alterado volver a verla. Durante todos estos años, no había podido olvidarla jamás.
Al día siguiente, no pude resistirme a regresar por los alrededores de la casa de Kevin Legendre. No sé qué me esperaba que pasase. Sin duda, cruzarme con ella. Volver a hablarle. Pero se pondría furiosa al verme allí de nuevo. Estaba aparcado en un camino paralelo a la finca de la pareja cuando vi que el seto se movía. Miré con atención, intrigado, y vi al bueno de Duke salir de entre los arbustos. Me bajé del coche y lo llamé bajito. Se acordaba muy bien de mí y acudió corriendo para que lo acariciara. Se me vino a la cabeza una idea absurda que no pude refrenar. ¿Y si Duke fuera el medio para reconciliarme con Alexandra? Abrí el maletero del coche y el perro accedió dócilmente a subir. Estaba confiado. Me fui a toda prisa y volví a casa. Duke ya la conocía. Me acomodé en el despacho y él se tumbó a mi lado y me hizo compañía mientras me sumergía de nuevo en la historia de los Goldman-de-Baltimore.
*
La denominación «Goldman-de-Baltimore» hacía juego con la que nos correspondía a mis padres y a mí por lugar de residencia: los Goldman-de-Montclair, Nueva Jersey. El tiempo y las abreviaturas los habían convertido a ellos en los Baltimore y a nosotros, en los Montclair. Los que inventaron estas apelaciones fueron los abuelos Goldman, quienes, para aclararse cuando hablaban, dividieron a la familia con toda naturalidad en dos entidades geográficas. De ese modo, cuando, por ejemplo, nos reuníamos en su casa, en Florida, al llegar las fiestas de fin de año, podían decir: «Los Baltimore llegan el sábado y los Montclair, el domingo». Pero lo que al principio solo había sido una manera cariñosa de identificarnos se acabó convirtiendo en una forma de expresar la superioridad de los Goldman-de-Baltimore incluso dentro de su propio clan. Los hechos hablaban por sí solos: los Baltimore eran un abogado casado con una médica, y su hijo estaba en el mejor colegio privado de la ciudad. Por parte de los Montclair, mi padre era ingeniero; mi madre, dependienta en la sucursal de Nueva Jersey de una marca neoyorquina de ropa elegante, y yo, un buen alumno en un centro público.
Al pronunciar el léxico familiar, mis abuelos habían terminado asociando la entonación con la preferencia que sentían por la tribu de los Baltimore: cuando salía de su boca, la palabra Baltimore parecía fundida en oro puro, mientras que Montclair lo dibujaban con rastros de babosa. Los elogios eran para los Baltimore; los reproches, para los Montclair. Si el televisor ya no funcionaba, era porque lo había estropeado yo, y si el pan estaba correoso, era porque lo había comprado mi padre. Las hogazas que traía Tío Saul, en cambio, eran de una calidad excepcional, y si el televisor volvía a funcionar, era seguramente porque Hillel lo había arreglado. Incluso en situaciones idénticas, la forma de tratarnos no lo era: cuando una de las familias llegaba tarde a cenar, mis abuelos, si eran los Baltimore, sentenciaban que a los pobres los habían pillado los embotellamientos; pero como fueran los Montclair, les faltaba tiempo para quejarse de los plantones que supuestamente les dábamos de forma sistemática. En todas las situaciones, Baltimore era el no va más de lo bueno y Montclair del podría-estar-mejor. El caviar más exquisito de Montclair nunca estaría a la altura de un bocado de repollo podrido de Baltimore. Y en los restaurantes y los centros comerciales por los que íbamos todos juntos, cuando nos cruzábamos con algún conocido suyo, la abuela hacía las presentaciones:
—Este es mi hijo Saul, es un gran abogado. Su mujer, Anita, es una médica muy importante del Johns Hopkins, y su hijo Hillel, nuestro joven portento.
Cada uno de los Baltimore recibía entonces un apretón de manos y una inclinación. Tras lo cual, la abuela seguía con el recital, señalándonos a mis padres y a mí vagamente con el dedo:
—Y estos son mi hijo pequeño y su familia.
Y a nosotros nos dedicaban un ademán con la cabeza bastante parecido a los que se usan para darles las gracias al aparcacoches o a la asistenta.
La única igualdad perfecta entre los Goldman-de-Baltimore y los Goldman-de-Montclair consistía, durante los años de mi primera juventud, en el número de miembros: tres en ambas familias. Pero aunque en el registro civil los Goldman-de-Baltimore estaban censados oficialmente como tres, quienes llegaron a conocerlos bien os dirán que eran cuatro. Porque rápidamente, mi primo Hillel, con el que yo compartía hasta entonces la tara de ser hijo único, tuvo el privilegio de que la vida le concediera un hermano. Tras los acontecimientos que voy a narrar más adelante, pronto se lo vio, en cualesquiera circunstancias, en compañía de un amigo que podría haber pasado por imaginario si no fuera porque lo conocíamos: Woodrow Finn —al que llamábamos Woody—, más guapo, más alto, más fuerte, capaz de cualquier cosa, muy considerado y siempre dispuesto a ayudar cuando se lo necesitaba.
Woody pronto consiguió entre los Goldman-de-Baltimore el estatus de parte integrante y se convirtió a la vez en uno de los suyos y en uno de los nuestros, un sobrino, un primo, un hijo y un hermano. Su existencia en el seno de esa parte de la familia se hizo evidente de inmediato, hasta el punto de que —símbolo definitivo de su integración— si no aparecía en una reunión familiar, enseguida todo el mundo preguntaba por él. Nos preocupábamos por que no hubiera venido, convirtiendo su presencia, más que en un derecho legítimo, en una necesidad para que la unidad familiar fuera perfecta. Pedidle a cualquiera que haya conocido esa época que nombre a los Goldman-de-Baltimore y mencionará a Woody sin planteárselo siquiera. También en eso ganaban ellos: en el partido de Montclair contra Baltimore, que hasta entonces siempre había ido 3 a 3, en adelante el marcador iba a ser 4 a 3.
Woody, Hillel y yo fuimos los amigos más fieles que darse pueda. En presencia de Woody pasé mis mejores años con los Baltimore, los que vivimos entre 1990 y 1998, época dorada al tiempo que telón de fondo de todo cuanto precedió al Drama. De los diez a los dieciocho años, los tres fuimos absolutamente inseparables. Juntos constituíamos una entidad fraterna de tres caras, una tríada o trinidad a la que nos referíamos muy ufanos como «la Banda de los Goldman». Nos quisimos como pocos hermanos llegan a quererse: nos hicimos unos a otros los juramentos más solemnes, mezclamos nuestra sangre, nos juramos fidelidad y nos prometimos un amor mutuo y eterno. A pesar de todo lo que pasó luego, recordaré siempre esos años como un período excepcional: la epopeya de tres adolescentes felices en un Estados Unidos bendecido por los dioses.
Ir a Baltimore, estar con ellos, eso era todo lo que me importaba. Solo me sentía completo estando ellos presentes. Benditos sean mis padres por haberme concedido, a una edad en la que pocos niños viajan solos, permiso para ir a Baltimore y reunirme con ellos durante largos fines de semana, para ir yo solo a Baltimore y encontrarme con aquellos a quienes tanto quería. Para mí fue el comienzo de una nueva vida, que pautaba el calendario perpetuo de las vacaciones escolares, las jornadas pedagógicas y las conmemoraciones de los héroes americanos. La proximidad de fechas como el Veterans Day, el Martin Luther King Day o el Presidents’ Day me causaba una sensación de alegría inaudita. La emoción de volver a verlos no me dejaba parar. ¡Alabados sean los soldados caídos por la patria, alabado sea el doctor Martin Luther King Jr. por haber sido un hombre tan bueno, alabados sean nuestros presidentes, honrados y valientes, que nos daban vacaciones el tercer lunes de febrero, año tras año!
Para ganar un día, había conseguido que mis padres me dejaran marcharme directamente al salir del colegio. En cuanto acababan las clases, regresaba a casa a la velocidad del rayo para recoger mis cosas. Con la bolsa preparada, esperaba a que mi madre volviese de trabajar para que me llevara a la estación de Newark. Me sentaba en el sillón de la entrada, ya calzado y con la cazadora echada por los hombros, dando pataditas de pura impaciencia. Yo iba adelantado y ella llegaba tarde. Para matar el tiempo, me dedicaba a mirar las fotos de las dos familias dispuestas en el mueble que tenía al lado. Cuanto más sosos nos veía a nosotros, más maravillosos me parecían ellos. Sin embargo, yo tenía una vida privilegiada en Montclair, un bonito barrio periférico de Nueva Jersey, una vida apacible y feliz, a salvo de cualquier necesidad. Pero nuestros coches me parecían menos rutilantes; nuestras conversaciones, menos divertidas; nuestro sol, menos resplandeciente, y nuestro aire, menos puro.
Entonces sonaba la bocina de mi madre. Salía corriendo y me subía al viejo Honda Civic. Ella estaba retocándose la laca de uñas, bebiéndose un café en taza de cartón, comiéndose un sándwich o rellenando un impreso promocional. A veces, todo al mismo tiempo. Estaba elegante, siempre muy bien arreglada. Guapa, maquillada con esmero. Pero cuando volvía de trabajar, todavía llevaba en la chaqueta la chapa con su nombre y, debajo, la indicación que rezaba «a su servicio» y que me parecía tremendamente humillante. Los Baltimore eran los servidos y nosotros, los sirvientes.
Le echaba en cara a mi madre el retraso y ella me pedía disculpas. Yo no la perdonaba y ella me acariciaba el pelo cariñosamente. Me daba un beso, dejándome en la mejilla la marca de la barra de labios que enseguida me limpiaba con un gesto rebosante de amor. Luego me llevaba a la estación donde yo cogía un tren para Baltimore a última hora de la tarde. Por el camino, mi madre me decía que me quería y que ya me estaba echando de menos. Antes de dejarme subir al vagón, me alargaba un cucurucho de papel con unos sándwiches que había comprado en el mismo sitio que el café y me obligaba a prometerle que iba a «portarme bien y ser educado». Me daba un abrazo y aprovechaba para meterme un billete de veinte dólares en el bolsillo, luego me decía:
—Te quiero, cariño.
Entonces me plantaba dos besos en la mejilla, aunque a veces eran tres o cuatro. Decía que con uno no bastaba, aunque a mí me parecía que había más que de sobra. Cuando lo pienso ahora, me guardo rencor por no haberle dejado darme diez besos cada vez que me iba. Me guardo rencor incluso por haberme marchado, dejándola, tantas veces. Me guardo rencor por no haberme acordado lo suficiente de lo efímeras que son las madres y de no haberme repetido más a menudo: quiere a tu madre.
Apenas dos horas de tren y llegaba a la estación central de Baltimore. Por fin podía comenzar la transferencia de familia. Me deshacía del traje de los Montclair, que me venía estrecho, y me envolvía en el tejido opulento de los Baltimore. En el andén, en medio de la noche incipiente, me esperaba ella. La belleza de una reina, el resplandor y la elegancia de una diosa, aquella cuyo recuerdo llenaba a veces, avergonzándome, mis jóvenes noches: mi tía Anita. Corría hasta ella, la abrazaba. Aún siento su mano en el pelo, siento su cuerpo contra mí. Oigo su voz diciéndome:
—Markie, cariño, cuánto me alegro de verte.
No sé por qué, pero la que casi siempre venía a buscarme era ella, sola. Seguramente el motivo sería que Tío Saul solía salir tarde del bufete y que no quería que Hillel y Woody la estorbaran. Yo aprovechaba para volver a verla como si fuera mi novia: unos minutos antes de que llegara el tren, me arreglaba la ropa, me peinaba en el reflejo de la ventanilla y cuando el tren por fin se detenía, me bajaba con el corazón palpitante. Engañaba a mi madre con otra.
Tía Anita conducía un BMW negro que probablemente costaría lo que mis padres ganaban en un año entre los dos. Subir en él era la primera etapa de mi transformación. Renegaba del Civic hecho un caos y me consagraba a la adoración de ese coche enorme, de un lujo y una modernidad escandalosos, en el que dejábamos atrás el centro urbano para dirigirnos a Oak Park, el barrio de postín en el que vivían. Oak Park era un mundo aparte: las aceras eran más anchas, bordeaban las calles árboles inmensos. Las casas eran a cual más grande, las verjas de entrada rivalizaban en arabescos y el tamaño de las vallas era desmesurado. Los transeúntes me parecían más guapos; sus perros, más elegantes; los corredores domingueros, más atléticos. Mientras que en nuestro barrio, en Montclair, yo solo conocía casas acogedoras sin barrera alguna en torno al jardín, en Oak Park, a la inmensa mayoría las protegían setos y tapias. En las calles tranquilas, el servicio de seguridad privado transitaba en coches con luces giratorias naranja y el rótulo Patrulla de Oak Park en la carrocería, velando por la paz de sus habitantes.
Mientras cruzaba Oak Park con Tía Anita, experimentaba la segunda fase de mi transformación: empezar a sentirme superior. Todo me parecía obvio: el coche, el barrio, mi presencia. Los agentes de la patrulla de Oak Park acostumbraban a saludar a los vecinos haciendo un rápido ademán con la mano al cruzarse con ellos, y los vecinos les correspondían. Un ademán para confirmar que todo iba bien y que la tribu de los ricos podía salir a pasear confiadamente. Al cruzarnos con la primera patrulla, el agente hacía un ademán. Anita se lo devolvía y yo me apresuraba a hacer otro tanto. Ahora, yo era uno de los suyos. Al llegar a su casa, Tía Anita anunciaba nuestra llegada con dos bocinazos antes de pulsar un mando a distancia que abría las dos mandíbulas metálicas de la verja de entrada. Se adentraba en la avenida y se metía en el garaje de cuatro plazas. Apenas me bajaba del coche, la puerta de entrada de la casa se abría con un estrépito alegre y ahí estaban ellos, corriendo hacia mí escaleras abajo, Woody y Hillel, esos hermanos que la vida nunca había querido darme. En todas las ocasiones entraba en la casa con mirada embelesada: todo era bonito, lujoso, colosal. Su garaje era tan grande como nuestro salón. Su cocina era tan grande como nuestra casa. Sus cuartos de baño eran tan grandes como nuestros dormitorios y tenían dormitorios suficientes para albergar a varias generaciones nuestras.
Cada estancia allí era mejor que la anterior y no hacía sino aumentar aún más la admiración que sentía por mis tíos, y sobre todo la química perfecta de la Banda que formábamos Hillel, Woody y yo. Eran como sangre de mi sangre y carne de mi carne. Nos gustaban los mismos deportes, los mismos actores, las mismas películas, las mismas chicas, y no porque nos hubiésemos puesto de acuerdo o lo hubiésemos consensuado, sino porque cada uno era la prolongación del otro. Desafiábamos a la naturaleza y la ciencia: los árboles de nuestros ancestros no compartían el mismo tronco pero nuestras secuencias genéticas seguían, sin embargo, las mismas vueltas y revueltas. A veces íbamos a visitar al padre de Tía Anita, que vivía en una residencia de ancianos —la «Casa de los muertos», así la llamábamos— y me acuerdo de que sus amigos un poco seniles o con la memoria deshilachada hacían constantemente preguntas sobre la identidad de Woody, confundiéndonos a unos con otros. Lo señalaban con sus dedos retorcidos y hacían sin reparos la eterna pregunta: «¿Este es un Goldman-de-Baltimore o un Goldman-de-Montclair?». Si la que respondía era Tía Anita, les explicaba: «Es Woodrow, el amigo de Hill. Es ese crío que acogimos. Es tan encantador». Antes de decir eso, siempre comprobaba que Woody no estaba en la misma habitación para no violentarlo, aunque por el sonido de su voz se comprendía inmediatamente que estaba dispuesta a quererlo como a su propio hijo. Para esa misma pregunta, Woody, Hillel y yo teníamos una respuesta que nos parecía la que más se aproximaba a la realidad. Y cuando, durante esos inviernos, en los pasillos donde flotaban los extraños olores de la vejez, esas manos arrugadas nos retenían agarrándonos por la ropa y nos obligaban a dar nuestros nombres para colmar la inevitable erosión de su cerebro enfermo, respondíamos: «Soy uno de los tres primos Goldman».
*
Me interrumpió a media tarde mi vecino Leo Horowitz. Le preocupaba no haberme visto en todo el día y venía a asegurarse de que todo iba bien.
—Todo va bien, Leo —lo tranquilicé desde el umbral.
Le debió de parecer raro que no le dejase pasar y sospechó que le ocultaba algo.
—¿Está usted seguro? —preguntó una vez más con tono curioso.
—Por completo. No pasa nada especial. Estoy trabajando.
De repente, vio que detrás de mí aparecía Duke, que se había despertado y quería ver qué sucedía. Se le pusieron unos ojos como platos.
—Marcus, ¿qué hace ese perro en su casa?
Agaché la cabeza, avergonzado.
—Lo he cogido prestado.
—¿Que lo ha qué?
Le indiqué por señas que entrara rápidamente y volví a cerrar la puerta a su espalda. Nadie podía ver a ese perro en mi casa.
—Quería ir a ver a Alexandra —le expliqué— y vi que el perro salía de la finca. Me dije que podría traérmelo aquí, quedarme con él durante el día y devolverlo por la noche haciéndole creer que había vuelto a mi casa por propia voluntad.
—Está usted mal de la cabeza, hombre de Dios. Eso es robar en el sentido más estricto de la palabra.
—Es un préstamo, no tengo intención de quedarme con él. Solo lo necesito durante unas horas.
Mientras me escuchaba, Leo se dirigió a la cocina, se sirvió agua, sin preguntarme nada, de una botella de la nevera y se sentó delante de la barra. Estaba encantado del giro excepcionalmente entretenido que estaba tomando el día. Me sugirió con expresión radiante:
—¿Y si empezáramos echando una partidita de ajedrez? Así se relaja.
—No, Leo, la verdad es que ahora no tengo tiempo para eso.
Se puso serio y se volvió hacia el perro, que lamía ruidosamente el agua de una cazuela puesta en el suelo.
—Entonces, explíquemelo, Marcus: ¿por qué necesita a este perro?
—Para tener un buen motivo para volver a ver a Alexandra.
—Eso ya lo había entendido. Pero ¿por qué necesita una razón para ir a verla? ¿No puede, sencillamente, ir a saludarla como una persona civilizada, en lugar de secuestrarle al perro?
—Me ha pedido que no intente volver a verla.
—¿Y por qué ha hecho eso?
—Porque corté con ella. Hace ocho años.
—Demonios. En efecto, no se portó usted muy bien que digamos. ¿Ya no la quería?
—Todo lo contrario.
—Pero cortó con ella.
—Sí.
—¿Por qué?
—Por culpa del Drama.
—¿Qué Drama?
—Es una larga historia.
*
Baltimore
Década de 1990
Los momentos de felicidad con los Goldman-de-Baltimore los contrarrestaban dos ocasiones al año, cuando las dos familias se reunían: en Acción de Gracias, en casa de los Baltimore, y durante las vacaciones de invierno en Miami, en Florida, en casa de los abuelos. Desde mi punto de vista, aquellas citas familiares tenían más de partido de fútbol que de reencuentro. En un lado del campo, los Montclair; en otro, los Baltimore, y en el centro, los abuelos Goldman, que ejercían de árbitros y contaban los goles.
Acción de Gracias era la fecha de la coronación anual de los Baltimore. La familia se reunía en su casa inmensa y lujosa de Oak Park donde todo era perfecto, de principio a fin. Yo dormía, en el colmo de la dicha, en el cuarto de Hillel, y Woody, que ocupaba el dormitorio contiguo, arrastraba el colchón hasta nuestro cuarto para no estar separados y compartir incluso el mismo sueño. Mis padres ocupaban una de las habitaciones de invitados con baño y mis abuelos, la otra.
Era Tío Saul quien iba a buscar a los abuelos al aeropuerto, y durante la primera hora posterior a su llegada a casa de los Baltimore la conversación giraba en torno a lo cómodo que era el coche.
—¡Tenéis que verlo! —exclamaba la abuela—, ¡de verdad que es apabullante! ¡Espacio para las piernas como en ningún otro sitio! Me acuerdo de haber subido en tu coche, Nathan [mi padre], pensando: ¡una y no más! ¡Y qué sucio, por Dios! ¿Tanto cuesta pasarle la aspiradora? El de Saul está como nuevo. El cuero de los asientos está perfecto, se nota que lo cuidan con mucho mimo.
Y cuando ya no le quedaba nada que decir del coche, se hacía lenguas de la casa. Exploraba todos los pasillos, como si fuera la primera vez que la visitaba, y se maravillaba del buen gusto de la decoración, de la calidad de los muebles, del suelo con calefacción radiante, de la limpieza, de las flores y de las velas que perfumaban las estancias.
Durante la comida de Acción de Gracias no dejaba de celebrar la perfección de los platos. A cada bocado emitía sonidos entusiastas. Cierto es que la comida era suntuosa: sopa de calabaza castaña, un pavo tiernísimo asado con jarabe de arce y salsa a la pimienta, macarrones con queso, pastel de calabaza, puré de patata cremoso, tallos de acelga suculentos y judías finísimas. Los postres no se quedaban atrás: mousse de chocolate, tarta de queso, tarta de pacanas y tarta de manzana con una masa fina y crujiente. Después de la comida y el café, Tío Saul sacaba a la mesa botellas de licores fuertes cuyos nombres, a la sazón, no me decían nada, pero recuerdo que el abuelo cogía las botellas como si fueran de una poción mágica y se extasiaba con el nombre, la añada o el color, mientras que la abuela le daba un último repaso a la calidad de la comida y, por extensión, a la de la casa y la vida de sus dueños, antes de alcanzar la apoteosis final (que siempre era la misma): «Saul, Anita, Hillel y Woody, queridos míos: gracias, ha sido extraordinario».
Me hubiese gustado que vinieran ella y el abuelo a pasar una temporada a Montclair para poder demostrarles de lo que éramos capaces nosotros. Se lo pedí una vez, con la suficiencia de los diez años de edad.
—Abuela, ¿por qué no venís alguna vez el abuelo y tú a dormir a casa, a Montclair?
Pero me contestó:
—Ya no podemos ir a tu casa, ¿sabes, cariño? No es lo bastante grande ni lo bastante cómoda.
La segunda gran reunión anual de los Goldman acontecía en Miami, con motivo de las fiestas de fin de año. Hasta que cumplimos los trece, los abuelos Goldman vivían en un piso lo bastante grande para alojar a las dos familias y pasábamos una semana todos juntos, sin separarnos ni un momento. Aquellas temporadas en Florida eran para mí la ocasión de comprobar cuantísimo admiraban los abuelos a los Baltimore, a ...

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