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miércoles, 10 de abril de 2013

CAPITULO I GRATIS - PERDIDA (GONE BABY) DE GILLIAN FLYNN


PERDIDA (GONE GIRL) DE GILLIAN FLYNN
Traducción de ÓSCAR PALMER

© Random House Mondadori


Título original: Gone Girl
Esta traducción ha sido publicada por acuerdo con Crown Publishers,
sello de The Crown Publishing Group, una división de Random
House, Inc.
© 2012, Gillian Flynn
© 2013, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
Random House Mondadori, S.A.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2013, Óscar Palmer Yáñez, por la traducción
© 2013, Rodrigo Fresán, por la nota fi nal
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo
los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electró-
nico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier
otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito
de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de
Derechos Reprográfi cos, http://www.cedro.org) si necesita fotocopiar
o escanear algún fragmento de esta obra.
Printed in Spain – Impreso en España
ISBN: 978-84-397-2682-1
Compuesto en Fotocomposición 2000, S. A.
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El amor es la infinita mutabilidad del mundo; las
mentiras, el odio, incluso el asesinato, están entretejidos con él; es el inevitable florecimiento
de sus opuestos, una rosa magnífica que huele
ligeramente a sangre.
Tony Kushner, The illusion
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www.megustaleer.comPARTE UNO
chico pierde chica
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NICK DUNNE
El día de
Cuando pienso en mi esposa siempre pienso en su cabeza. Para
empezar, en su forma. Lo primero que vi de ella, la primera vez
que la vi, fue la parte trasera de su cráneo. Sus ángulos tenían algo
de adorable. Como un duro y brillante grano de maíz o un fósil
en el lecho de un río. Tenía lo que los victorianos habrían descrito
como «una cabeza elegantemente torneada». Resultaba bastante
fácil imaginar su calavera.
Reconocería su cabeza en cualquier parte.
Y lo que hay en su interior. También pienso en eso: su mente.
Su cerebro, con todos sus recovecos, y sus pensamientos yendo y
viniendo por dichos recovecos como rápidos y frenéticos ciempiés.
Como un niño, me imagino abriéndole el cráneo, desenrollando
su cerebro y examinándolo cuidadosamente, intentando apresar e
inmovilizar sus ocurrencias. «¿En qué estás pensando, Amy?» La
pregunta que más a menudo he repetido durante nuestro matrimonio, si bien nunca en voz alta, nunca a la única persona que
habría podido responderla. Supongo que son preguntas que se
ciernen como nubes de tormenta sobre todos los matrimonios:
«¿Qué estás pensando? ¿Qué es lo que sientes? ¿Quién eres? ¿Qué
nos hemos hecho el uno al otro? ¿Qué nos haremos?».
Mis ojos se abrieron por completo exactamente a las seis de la
mañana. Ni aleteo aviar de las pestañas ni suave parpadeo hacia
la conciencia. El despertar fue mecánico. Un espeluznante alzaPERDIDA(3L)2 Nueva edicio n.indd 13 23/1/13 13:47:52
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miento de los párpados propio del muñeco de un ventrílocuo: el
mundo está sumido en la negrura y de repente… «¡Comienza el
espectáculo!» 6-0-0 anunciaba el reloj. Frente a mi cara, lo primero que vi. 6-0-0. Fue una sensación distinta. Raras veces me despertaba a una hora tan redonda. Era un hombre de despertares
irregulares: 8.43, 11.51, 9.26. Mi vida carecía de alarmas.
En aquel preciso momento, 6-0-0, el sol se alzaba sobre el
horizonte de robledales, revelando su plena y veraniega faz de dios
airado. Su reflejo fulguraba sobre el río en dirección a nuestra casa,
un largo y llameante dedo que me señalaba a través de las delicadas
cortinas de nuestro dormitorio. Acusando: «Has sido visto. Vas a ser
visto».
Me regodeé en la cama, que era nuestra cama de Nueva York
en nuestra nueva casa, a la que seguíamos llamando «la nueva casa»
a pesar de que llevábamos dos años viviendo en ella. Es una casa
alquilada junto al río Mississippi, una casa que anuncia a los cuatro
vientos «nuevo rico residencial»; el tipo de casa a la que aspiraba
de niño desde mi barrio de adosados mal enmoquetados. El tipo de
casa que resulta familiar al primer vistazo: genéricamente amplia,
convencional y nueva-nueva-nueva. El tipo de casa que mi esposa
estaba predeterminada a detestar (como de hecho ocurrió).
–¿Debo desprenderme del alma antes de entrar? –fue su primer comentario nada más llegar.
Fue una solución de compromiso. Amy había exigido que alquilásemos, en vez de comprar, pues tenía la esperanza de no quedar atrapados durante mucho tiempo aquí, en mi pequeño pueblo
natal de Missouri. Pero las únicas casas en alquiler se hallaban apelotonadas en un inconcluso barrio residencial: un pueblo fantasma
en miniatura de mansiones de precio reducido, incautadas por el
banco debido a la crisis; un barrio cerrado antes de la fecha de
apertura. Fue una solución de compromiso, pero Amy no lo consideraba así, ni mucho menos. Para Amy, fue un capricho punitivo
por mi parte, una cuchillada egoísta y desagradable. La había arrastrado, estilo troglodita, hasta un pueblo que llevaba tiempo evitando con todas sus fuerzas para obligarla a vivir en el tipo de casa de
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la que solía burlarse. Supongo que no es una solución de compromiso si solo una de las partes la considera como tal, pero así es
como solían ser todas las nuestras. Uno de los dos siempre estaba
enfadado. Por lo general, Amy.
No me culpes por esta ofensa en particular, Amy. La ofensa de
Missouri. Culpa a la economía, culpa a la mala suerte, culpa a mis
padres, culpa a los tuyos, culpa a internet, culpa a la gente que
utiliza internet. Yo antes era escritor. Un escritor que escribía
sobre televisión y películas y libros. En los tiempos en los que la
gente leía en papel impreso, cuando todavía había a quien le importaba lo que yo pudiera pensar. Llegué a Nueva York a finales
de los noventa, el último estertor de los días de gloria, aunque en
aquel momento nadie fuese consciente de ello. Nueva York estaba
llena de escritores, escritores de verdad, porque había revistas, revistas de verdad, a carretadas. Eran los tiempos en los que internet
seguía siendo una especie de mascota exótica agazapada en un
rincón del mundo editorial: échale una golosina, mira cómo baila con la correa, qué mona es, no parece tener intención de devorarnos mientras dormimos. Piénsenlo: una época en la que los
universitarios recién graduados podían ir a Nueva York y encontrar
trabajo remunerado escribiendo. Cómo íbamos a sospechar que nos
estábamos embarcando en carreras que desaparecerían en menos
de una década.
Durante once años tuve un empleo que simplemente dejó de
existir, fue así de rápido. Las revistas comenzaron a cerrar por todo
el país, sucumbiendo a una infección repentina provocada por una
economía en quiebra. Los escritores (mi tipo de escritores: aspirantes a novelista, pensadores meditabundos, individuos cuyo cerebro no trabaja lo suficientemente rápido para bloguear o vincular o tuitear; básicamente viejos pertinaces y testarudos) estábamos
acabados. Éramos como los sombrereros o los fabricantes de látigos
para coches de caballos: nuestro tiempo había pasado. Tres semanas
después de que me despidieran, Amy también perdió su empleo.
(Ahora puedo imaginar a Amy leyendo por encima de mi hombro,
sonriendo burlonamente ante el espacio que he dedicado a hablar
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de mi carrera, de mi mala suerte, para luego despachar su experiencia en una sola frase. Eso, les diría ella, es típico. «Muy propio
de Nick», diría. Era uno de sus latiguillos: «Muy propio de Nick»,
y lo que quiera que fuese a continuación, lo que quiera que fuese
«muy propio de mí», siempre era negativo.) Convertidos en dos
parados, nos pasamos semanas remoloneando en nuestro apartamento de Brooklyn, en pijama y calcetines, ignorando el futuro,
diseminando el correo sin abrir sobre las mesas y los sofás, comiendo helado a las diez de la mañana y echando prolongadas siestas de
media tarde.
Hasta que un día sonó el teléfono. Era mi hermana melliza,
Margo, que había vuelto a casa hacía un año, tras su respectivo
despido neoyorquino (siempre ha ido un paso por delante de mí
en todo, incluida la mala suerte). Margo, que telefoneaba desde
North Carthage, Missouri, desde la casa en la que ambos habíamos
crecido, y al oír su voz la vi tal como era a los diez años: el pelo
corto y oscuro, vaqueros cortos con peto, sentada en el porche
trasero de nuestros abuelos, el cuerpo encorvado como una vieja
almohada, balanceando las delgaduchas piernas sobre el agua, observando el fluir del río sobre sus pies blancos como peces, completa y delicadamente serena incluso de niña.
La voz de Go sonó cálida y ondulante incluso al transmitirme
esta cruda noticia: nuestra indómita madre se estaba muriendo.
Nuestro padre tenía un pie en el otro barrio y la (maliciosa) mente y el (mísero) corazón enturbiados por la corriente que lo arrastraba hacia el gran y grisáceo más allá. Pero ahora parecía que
nuestra madre se le iba a adelantar. Unos seis meses, quizás un año,
era todo lo que le quedaba. Imaginé que Go se habría reunido
personalmente con el doctor, habría tomado rigurosas notas con
su descuidada caligrafía y ahora estaba conteniendo las lágrimas
mientras intentaba descifrar lo que había escrito. Fechas y dosis.
–Joder, no tengo ni idea de qué pone aquí. ¿Es un nueve?
¿Tiene sentido? –dijo, y yo la interrumpí.
Allí, descansando como una guinda sobre la palma de mi hermana, había una tarea, un propósito. Casi lloré de alivio.
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–Voy a volver, Go. Nos mudaremos al pueblo. No deberías
afrontar todo esto tú sola.
No me creyó. Pude oír su respiración al otro lado de la línea.
–Lo digo en serio, Go. ¿Por qué no? Aquí no queda nada.
Un largo suspiro.
–¿Y qué pasa con Amy?
No dediqué el tiempo necesario a ponderar aquello. Simplemente asumí que haría un hatillo con mi neoyorquina esposa, sus
neoyorquinos intereses y su neoyorquino orgullo, y que la alejaría
de sus neoyorquinos padres –dejando atrás la excitante y frenética
futurópolis de Manhattan– para trasplantarla a un pequeño pueblo
a orillas del río en Missouri. Y que todo iría bien.
Todavía no entendía lo estúpido, lo optimista, lo… sí, lo «muy
propio de Nick» que era pensar de aquel modo. El sufrimiento que
iba a provocar.
–A Amy le parecerá bien. Amy…
Aquí es donde debería haber dicho: «Amy adora a mamá».
Pero no podía decirle a Go que Amy adoraba a nuestra madre,
porque después de todo aquel tiempo apenas si la conocía. Sus
escasos encuentros las habían dejado perplejas a ambas. Después,
Amy dedicaba días enteros a diseccionar las conversaciones («¿Y
qué quiso decir con eso de…?»), como si mi madre fuese la anciana miembro de una tribu campesina que hubiese llegado de la
tundra con un brazado de carne cruda de yak y algunos botones
para trocar, intentando obtener de Amy algo que no estaba en
oferta.
Amy no tenía ningún interés en conocer a mi familia, ningún
interés en conocer mi lugar de nacimiento. Sin embargo, por algún
motivo, pensé que volver a casa sería una buena idea.
Mi aliento matutino caldeó la almohada y cambié mentalmente de
tema. No era aquel un día apropiado para lamentaciones y segundas opiniones, sino para actuar. Procedente de la planta baja, pude
oír el regreso de un sonido largamente ausente: el de Amy prepaPERDIDA(3L)2 Nueva edicio n.indd 17 23/1/13 13:47:53
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rando el desayuno. Un abrir y cerrar de armarios de madera (¡pimpam!), un entrechocar de contenedores metálicos y de cristal
(¡clinc-clanc!), un inspeccionar y seleccionar de ollas y sartenes
(¡frus-fras!). Una orquesta culinaria afinando, trapaleando vigorosamente hacia la apoteosis mientras un molde para tartas rueda
sobre el suelo y golpea la pared como un címbalo. Algo impresionante estaba siendo creado, probablemente un crepe, porque los
crepes son especiales, y aquel día Amy querría cocinar algo especial.
Era nuestro quinto aniversario de boda.
Caminé descalzo hasta el rellano de la escalera y permanecí allí
escuchando, hundiendo los pies en la mullida moqueta de pared a
pared que Amy detestaba por principio, mientras intentaba decidir
si estaba preparado para unirme a mi esposa. Amy seguía en la
cocina, ajena a mis dudas. Estaba tarareando una melodía melancólica y familiar. Me esforcé por identificarla –¿una canción popular?, ¿una nana?– y entonces me percaté de que era la sintonía de
M*A*S*H. «Suicide is painless», el suicidio es indoloro. Descendí
a la planta baja.
Me quedé junto a la puerta, observando a mi mujer. Se había
recogido la melena dorada como la mantequilla en una cola de
caballo que oscilaba alegre como una comba y se estaba chupando
distraídamente una quemazón en la punta del dedo, tarareando por
encima de ella. Tarareaba para sí misma, porque a la hora de descuartizar las letras no tenía rival. Al poco de empezar a salir, oímos
en la radio una canción de Genesis: «Ella parece tener un toque
invisible y constante». Pero Amy cantó: «Ella aparca mi sombrero
en el último estante». Cuando le pregunté cómo se le podía haber
ocurrido que su versión fuese vaga, posible, remotamente correcta, me dijo que siempre había pensado que la mujer de la canción
amaba de verdad al cantante porque había puesto su sombrero en
el último estante. Supe entonces que me gustaba, que me gustaba
de verdad aquella chica con una explicación para todo.
Tiene algo de perturbador, evocar un recuerdo cálido y que te
deje completamente frío.
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Amy estudió el crepe que siseaba sobre la sartén y se lamió algo
de la muñeca. Parecía victoriosa, conyugal. Si la estrechaba entre
mis brazos, olería a bayas y a azúcar glas.
Cuando se percató de que estaba allí, acechando, con mis calzoncillos mugrientos y los pelos de punta, Amy se apoyó contra la
encimera de la cocina y dijo:
–Hola, guapo.
La bilis y el temor se abrieron paso a través de mi garganta.
Pensé: «Vale, adelante».
Llegaba muy tarde a trabajar. Tras haber regresado al pueblo, mi
hermana y yo habíamos cometido una estupidez. Hicimos lo que
siempre habíamos dicho que nos gustaría hacer: abrimos un bar.
Para ello, le pedimos dinero prestado a Amy, ochenta mil dólares,
cantidad que en otro tiempo habría sido una menudencia para ella,
pero que en aquel momento lo era casi todo. Juré que se lo devolvería, con intereses. No quería ser el tipo de hombre que recurre
al dinero de su esposa. Podía ver a mi padre torciendo los labios
solo de pensarlo. «En fin, hay hombres para todo», era su frase más
reprobatoria, cuya segunda parte siempre quedaba sin pronunciar:
«y tú eres del tipo equivocado».
Pero lo cierto es que fue una decisión práctica, una astuta maniobra empresarial. Tanto Amy como yo necesitábamos nuevas
carreras; aquella sería la mía. Ella podría elegir la suya en el futuro
–o no–, pero entretanto allí teníamos una fuente de ingresos, posibilitada por los últimos remanentes de su fondo fiduciario. Al
igual que la McMansión que habíamos alquilado, el bar era un
símbolo recurrente de mis recuerdos de infancia: un lugar al que
solo van los adultos para hacer lo que sea que los adultos hagan.
A lo mejor por eso me mostré tan insistente en comprarlo, tras
haber visto cómo me arrebataban mi modo de ganarme la vida.
Me servía como recordatorio de que, después de todo, era un
adulto, un hombre, un ser humano útil, a pesar de haber perdido
el oficio que me convertía en todas aquellas cosas. No volvería a
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cometer el mismo error: los otrora abundantes rebaños de escritores
de revistas continuarían siendo diezmados por internet, por la recesión, por el público norteamericano que prefiere ver la tele o jugar
a la consola o informar electrónicamente a sus amigos en plan, «¡ke
asco de lluvia!». Pero no existe aplicación alguna que proporcione el
cosquilleo de un bourbon en el interior de un bar oscuro y fresco
en un día de calor. El mundo siempre querrá una copa.
Nuestro bar es un bar de esquina con una estética fortuita y
fragmentada. Su mejor atributo es un gigantesco botellero victoriano con cabezas de dragón y rostros de ángel que emergen del
roble, una extravagante obra de madera en esta era del plástico
mierdoso. Como mierdoso es, de hecho, el resto del bar; un muestrario de las peores contribuciones del diseño de cada década: un
suelo de linóleo de los tiempos de Eisenhower, cuyos bordes se
han doblado hacia arriba como una tostada quemada; dudosas paredes machihembradas salidas de un vídeo porno casero de los
setenta; lámparas halógenas, un tributo accidental a mi colegio
mayor en los noventa. El efecto último es extrañamente hogareño;
más que un bar parece una casa necesitada de reformas en un benigno estado de abandono. Y jovial: compartimos aparcamiento
con la bolera local y, cuando nuestra puerta se abre de par en par,
el estruendo de los plenos aplaude la entrada de los clientes.
Llamamos al bar El Bar.
–La gente pensará que somos irónicos en vez de poco imaginativos –razonó mi hermana.
Sí, nos creíamos que estábamos siendo neoyorquinos listos, que
el nombre era un chiste que nadie más entendería. No como nosotros, no en plan meta. Nos imaginábamos a los locales arrugando
las narices: «¿Por qué lo habéis llamado “El Bar”?». Pero nuestra
primera clienta, una mujer de pelo cano con gafas bifocales y
chándal rosa, dijo:
–Me gusta el nombre. Como el gato de Audrey Hepburn en
Desayuno con diamantes, que se llama Gato.
Nos sentimos mucho menos superiores después de aquello, lo
cual fue bueno.
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Estacioné en el aparcamiento. Esperé a que el estruendo de un
pleno brotara de la bolera –«Gracias, gracias, amigos»– y después
salí del coche. Admiré el entorno, cuya familiaridad seguía sin
aburrirme: la achatada oficina de ladrillos claros del servicio postal
en la acera de enfrente (ahora cerrada los sábados), el nada pretencioso edificio de oficinas de color beige situado calle abajo (ahora
cerrado, punto). No era un pueblo próspero. Ya no, ni de lejos.
Joder, ni siquiera era original, ya que en Missouri hay dos Carthage. El nuestro es técnicamente North Carthage, lo cual hace que
suene a ciudades gemelas, a pesar de que la nuestra está a cientos
de kilómetros de distancia de la otra, siendo la menor de las dos:
un pintoresco pueblecito de los cincuenta hinchado hasta alcanzar
el grosor de un suburbio de tamaño medio en nombre del progreso. Aun así, era el lugar en el que había crecido mi madre y en el
que nos crió a Go y a mí, de modo que tenía algo de historia. La
mía, al menos.
Mientras me encaminaba hacia el bar a través del aparcamiento de hormigón comido por las hierbas, eché una ojeada calle
abajo y vi el río. Es lo que siempre he amado de nuestro pueblo.
No estamos en lo alto de algún seguro risco con vistas al Mississippi; estamos en el Mississippi. Podría haber bajado la calle hasta
hundirme en el muy cabrón; un salto de apenas un metro y estaría de camino a Tennessee. Todos los edificios del casco antiguo
tienen trazadas a mano líneas que marcan la altura alcanzada por
el río durante la Gran Inundación del 61, 75, 84, 93, 07, 08, 11.
Etcétera.
Aquella mañana el río no iba crecido, pero fluía con urgencia,
una corriente fuerte y llena de remolinos. Una larga fila india de
hombres con la mirada fija en los pies y los hombros tensos discurría a la misma velocidad que el río, avanzando con resolución
hacia ninguna parte. Mientras los observaba, uno de ellos alzó repentinamente la mirada hacia mí con el rostro envuelto en sombras, un óvalo de negritud. Le di la espalda.
Sentí una necesidad inmediata, intensa, de refugiarme en el
interior. Para cuando hube dado veinte pasos, el sudor burbujeaba
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en mi cuello. El sol seguía siendo un ojo furibundo en el cielo.
«Has sido visto.»
El estómago me dio un vuelco y aceleré el paso. Necesitaba
una copa.
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AMY ELLIOTT
8 de enero de 2005
fragmento de diario
¡Tra y la! Escribo esto con una enorme sonrisa de huérfano adoptado. Soy tan feliz que me avergüenzo, como una adolescente en
un cómic de vivos colores que habla por teléfono con el pelo recogido en una coleta mientras el bocadillo sobre mi cabeza anuncia: «¡He conocido a un chico!».
Pero es que así ha sido. Es una verdad técnica, empírica. He
conocido a un chico, un tío guapísimo y genial, un verdadero cachondo mental. Permite que te describa la escena, pues merece ser
preservada para la posteridad (no, por favor, todavía no estoy tan
mal, ¡posteridad!, bah). Pero aun así. No es Año Nuevo, pero todavía sigue siendo en gran medida un año nuevo. Es invierno: oscurece temprano y hace mucho frío.
Carmen, una amiga reciente –semiamiga, apenas una amiga, el
tipo de amiga de la que no puedes pasar–, me ha convencido para
ir a Brooklyn a una de sus fiestas de escritores. A ver: me gustan las
fiestas de escritores, me gustan los escritores, soy hija de escritores,
soy escritora. Todavía me encanta garrapatear esa palabra –escritora– cada vez que un formulario, cuestionario o documento
solicita mi ocupación. Vale, escribo test de personalidad, no escribo
sobre las Grandes Cuestiones del Momento, pero me parece justificado presentarme como escritora. Estoy utilizando este diario
para mejorar: para pulir mi habilidad, para compilar detalles y observaciones. Para sugerir en vez de contar y demás bobadas propias
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de escritores. (O sea, «sonrisa de huérfano adoptado» no está nada
mal, me parece a mí.) Pero sinceramente considero que solo con
mis test ya basta para calificarme al menos de manera honoraria.
¿Verdad?
Estás en una fiesta en la que te encuentras rodeada por escritores genuinamente talentosos que trabajan en revistas y periódicos célebres y
respetados. Tú solo escribes test en semanarios para mujeres. Cuando alguien te pregunta cómo te ganas la vida:
a) Te avergüenzas y dices: «¡Solo soy una humilde redactora de
test, una estupidez, vamos!».
b) Pasas a la ofensiva: «Ahora soy escritora, pero me estoy planteando hacer algo más digno y complejo. ¿Por qué? ¿A qué se dedica usted?».
c) Te enorgulleces de tus logros: «Escribo test de personalidad
basándome en los conocimientos adquiridos en mi doctorado en
psicología. Oh, y una curiosidad: inspiré la creación de una admirada
serie de libros para niños, seguro que la conoce. ¿La Asombrosa Amy?
¡Chúpate esa, pedazo de esnob!».
Respuesta: C, indiscutiblemente C
En cualquier caso, la fiesta ha sido cosa de un buen amigo de
Carmen que escribe sobre películas para una revista de cine y que,
según Carmen, es muy divertido. Por un momento me preocupa
que quiera liarnos: no tengo el más mínimo interés en que me líen.
Necesito ser emboscada, tomada por sorpresa, como una especie de
fiero chacal del amor. De otra manera me siento demasiado envarada. Me noto intentando parecer encantadora y entonces me doy
cuenta de que resulta evidente que estoy intentando parecer encantadora y entonces intento ser más encantadora aún para compensar
el falso encanto y para entonces básicamente me he convertido en
Liza Minnelli: bailando con mallas y lentejuelas, rogando tu amor.
Hay un bombín, manos de jazz y muchos dientes.
Pero no, mientras Carmen sigue exaltando las virtudes de su
amigo, me doy cuenta: es a ella a quien le gusta. Bien.
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Ascendemos tres tramos de escaleras contrahechas y nos recibe
una oleada de calor corporal y literario: muchas gafas de montura
negra y flequillos redondos; falsas camisas vaqueras y jerséis de
cuello vuelto; guerreras negras de lana que se desparraman sobre
el sofá para acabar amontonándose en el suelo; un póster alemán
de La huida («Ihre Chance war gleich Null!») cubre una pared de
pintura resquebrajada. En el equipo, Franz Ferdinand: «Take Me
Out».
Un corrillo de tíos se arremolina junto a la mesa camilla sobre
la que están apiñadas las botellas, rellenando sus bebidas a cada par
de sorbos, perfectamente conscientes de lo poco que queda para
todos. Me abro camino, colocando mi vaso de plástico en el centro
como un músico callejero, y obtengo un entrechocar de cubitos
de hielo y un chorro de vodka gracias a un tipo de rostro afable
que lleva una camiseta de Space Invaders.
La aportación irónica del anfitrión, una botella de licor verde
de manzana de aspecto letal, será pronto nuestro sino a menos que
alguien se ofrezca a salir para comprar más bebida, y eso parece
poco probable, pues resulta evidente que todos están convencidos
de haber hecho lo propio la última vez que ocurrió algo similar.
Desde luego es una fiesta de enero, una fiesta de gente empachada
y con sobredosis de azúcar debido a las fiestas, simultáneamente
perezosa e irritada. Una de esas fiestas en las que los presentes beben en exceso y buscan gresca con frases ingeniosas, exhalando el
humo de los cigarrillos por una ventana abierta incluso después de
que el anfitrión les haya pedido que salgan afuera. Todos hemos
hablado ya con todos en otras mil fiestas navideñas y no tenemos nada más que decir. Nos sentimos colectivamente aburridos,
pero no queremos volver a salir al frío de enero; aún nos duelen
los huesos de haber subido las escaleras del metro.
Carmen me abandona para ir en pos de su idolatrado anfitrión;
les veo charlar intensamente en un rincón de la cocina, encorvando los hombros los dos, mirándose directamente a la cara, formando
un corazón. Bien. Se me ocurre que si me pongo a comer tendré
algo que hacer además de seguir plantada en mitad de la habitaPERDIDA(3L)2 Nueva edicio n.indd 25 23/1/13 13:47:53
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ción, sonriendo como la chica nueva del comedor. Pero se lo han
terminado casi todo. Quedan algunas esquirlas de patatilla tiradas
al fondo de un gigantesco cuenco Tupperware. Sobre una mesita
de salón, una bandeja de supermercado llena de zanahorias ajadas,
apio mordisqueado y salsa semenosa permanece intacta, sembrada
de colillas que sobresalen como palitos de verdura adicionales. Me
entrego a mi rollo, mi rollo impulsivo: ¿y si salto ahora mismo
desde el anfiteatro de este cine? ¿Y si beso con lengua al mendigo
que se sienta delante de mí en el metro? ¿Y si me siento a solas en
el suelo en mitad de la fiesta y me como todo lo que hay en esa
bandeja, incluidos los cigarrillos?
–Por favor, no comas nada de esa bandeja –me dice.
Es él (bum bum BUMMM), pero yo todavía no lo sé (bumbum-bummm). Por ahora solo sé que es un tipo que quiere hablar
conmigo y que luce su jactancia como una camiseta irónica, pero
le sienta mejor. La clase de tipo que se comporta como si mojara
un montón, un tipo al que le gustan las mujeres, un tipo capaz de
follarme como Dios manda. ¡Ya me gustaría a mí ser follada como
Dios manda! Mi vida sentimental parece orbitar alrededor de tres
clases de hombre: universitarios pijos que se creen personajes en
una novela de Fitzgerald; corredores de Bolsa con signos de dólar
en los ojos, en las orejas, en la boca; y listillos sensibles tan perspicaces que todo les parece una broma. Los pijos fitzgeraldianos
tienden a ser improductivamente pornográficos en la cama: mucho ruido y acrobacias para llegar a un resultado prácticamente
nulo. Los inversores se revelan coléricos y flácidos. Los listillos
follan como si estuvieran componiendo una pieza de rock matemático: esta mano tamborilea por aquí y luego este dedo aporta
un agradable ritmo de bajo… Me expreso como una fresca, ¿verdad? Hagamos una pausa mientras cuento cuántos… Once. No
está mal. Siempre he pensado que doce era un número sólido y
razonable en el que plantarse.
–En serio –dice Número 12 (¡ja!)–. Aléjate de esa bandeja.
James tiene hasta tres ingredientes más en la nevera. Podría prepararte una aceituna con mostaza. Pero solo una aceituna.
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«Pero solo una aceituna.» Una frase que no pasa de ligeramente graciosa, pero que contiene la semilla de una broma privada; una
que se irá haciendo más divertida a base de sucesivas repeticiones
nostálgicas. «Dentro de un año –pienso–, estaremos paseando por
el puente de Brooklyn al atardecer y uno de los dos susurrará:
“Pero solo una aceituna”, y nos echaremos a reír.» (Después me
refreno. Terrible. Si él supiera que ya estaba pensando en dentro de
un año, saldría corriendo y me sentiría obligada a aplaudirle por
ello.)
Sobre todo, lo voy a reconocer, sonrío porque es guapísimo.
Tan guapo que despista, el tipo de belleza que hace que los ojos
te den vueltas y te entren ganas de recalcar lo obvio –«Sabes que
eres guapísimo, ¿verdad?»– para poder seguir con la conversación.
Apuesto a que los tíos lo odian: tiene el físico de rufián rico en una
película para adolescentes de los ochenta, ese que abusa del inadap ta do sensible, el que acabará con un pastel en toda la jeta y
chorretones de nata en el cuello de la camisa vuelto hacia arriba
mientras todos los presentes en la cafetería jalean.
Sin embargo, no se comporta como tal. Se llama Nick. Me
encanta. Hace que parezca agradable y normal, que es lo que es.
Cuando me dice su nombre, le digo:
–Mira, un nombre de verdad.
Él se anima y me lanza el anzuelo:
–Nick es la clase de chico con el que puedes quedar para beberte una cerveza, la clase de chico al que no le importa si vomitas
en su coche. ¡Nick!
Cuenta una serie de chistes espantosos. Capto tres cuartas partes de sus referencias fílmicas. Puede que dos tercios. (Nota: alquilar Juegos de amor en la universidad.) Rellena mi copa sin que tenga
que pedírselo, rateando de alguna manera un último vaso de alcohol del bueno. Me ha reclamado, ha clavado su bandera en mí: «He
llegado el primero, es mía, mía». Tras toda la retahíla de hombres
nerviosos, respetuosos y posfeministas con los que he salido últimamente, resulta agradable ser un territorio. Nick tiene una gran
sonrisa, una sonrisa felina. A juzgar por cómo me mira, debería
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toser un montoncillo de plumas amarillas de Piolín. No me pregunta a qué me dedico, lo cual me parece bien, lo cual es una novedad. (Soy escritora, ¿lo había mencionado ya?) Habla con acento de Missouri, ribereño y sinuoso; nació y se crió a las afueras de
Hannibal, el hogar de juventud de Mark Twain, la inspiración tras
Tom Sawyer. Me cuenta que de adolescente trabajó en un barco de
vapor, de los de cena y jazz para los turistas. Y cuando me río (como
la mocosa que soy; una mocosa de Nueva York que jamás se ha
aventurado por esos ingobernables estados del centro, esos estadosen-los-que-vive-mucha-otra-gente), me informa de que Messura
es un lugar mágico, el más hermoso del mundo, que no hay otro
estado más glorioso. Tiene los ojos traviesos, de pestañas largas.
Puedo ver el aspecto que tenía de muchacho.
Compartimos el taxi de vuelta. Las farolas arrojan sombras
atolondradas y el coche acelera como si alguien nos persiguiera.
Es la una de la madrugada cuando nos topamos con uno de los
inexplicables atascos de Nueva York a doce manzanas de mi piso,
así que dejamos el taxi y salimos al frío, hacia el gran «¿Y ahora
qué?». Nick anuncia su intención de acompañarme hasta casa
apoyando una mano sobre la parte baja de mi espalda mientras el
viento helado nos congela el rostro. A la que doblamos la esquina,
la panadería local está recibiendo un pedido de azúcar glas que
entra en el almacén a través de un gigantesco embudo, como si
fuera cemento, y no podemos ver nada salvo las sombras de los
repartidores entre una nube blanca y dulce. La calle se nubla, Nick
me agarra con fuerza, vuelve a mostrar aquella sonrisa, agarra un
único mechón de mi pelo entre dos dedos y lo recorre hasta la
punta, dando dos tironcitos, como si estuviera haciendo sonar una
campana. Tiene las pestañas cubiertas de polvillo y antes de inclinarse sobre mí, me limpia el azúcar de los labios para poder saborearme.
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NICK DUNNE
El día de
Abrí de par en par la puerta de mi bar, me sumergí en la oscuridad
y respiré hondo por primera vez en todo el día, inhalando el aroma a cerveza y cigarrillos; especiado el del bourbon derramado,
acre el de las palomitas rancias. Únicamente había una clienta en
el bar, sentada al extremo más alejado de la barra: una anciana llamada Sue que había ido todos los jueves con su marido hasta que
este falleció hacía tres meses. Ahora iba todos los jueves sola, sin
apenas trabar conversación. Se limitaba a sentarse con una cerveza
y un crucigrama, preservando un ritual.
Mi hermana estaba detrás de la barra, llevaba el pelo recogido
con horquillas de empollona y tenía los brazos rosados de meter y
sacar las jarras de cerveza en el lavavajillas. Go es esbelta y de cara
extraña, lo cual no quiere decir que no sea atractiva. Sus rasgos
simplemente requieren un momento para cobrar sentido: la mandíbula ancha, la naricilla respingona, los ojos oscuros y globulares.
Si estuviésemos en una película de época, los hombres silbarían al
verla, se echarían hacia atrás el sombrero de fieltro y exclamarían:
«¡Eso sí que es una mujer de bandera!». El rostro de una reina de
las comedias alocadas de los treinta no siempre se ajusta a esta era
nuestra de princesitas de cuento de hadas, pero sé de buena tinta,
a raíz de los años que hemos pasado juntos, que a los hombres les
gusta mi hermana, un montón, lo cual me coloca en esa extraña
posición fraternal de sentirme a la vez orgulloso y preocupado.
–¿Se sigue fabricando la mortadela con pimientos? –dijo Go a
modo de saludo, sin levantar la vista, simplemente sabiendo que era yo.
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Sentí el mismo alivio que solía sentir cada vez que la veía:
puede que las cosas no fueran a las mil maravillas, pero todo saldría
bien.
Mi melliza, Go. Tantas veces he repetido esa frase que las palabras han acabado por perder su sentido real para convertirse en un
mantra tranquilizador: «Mimellizago». Nacimos en los setenta,
cuando los mellizos aún eran algo anómalo, algo ligeramente má-
gico: primos del unicornio, parientes de los elfos. Incluso compartimos una pizca de telepatía. Go es realmente la única persona en
todo el mundo junto a la que me siento yo mismo por completo.
Cuando estoy con ella no siento la necesidad de explicarle mis
motivos. No clarifico, no dudo, no me preocupo. No se lo cuento
todo, ya no, pero le cuento más que a cualquier otra persona, con
mucha diferencia. Le cuento hasta donde puedo. Pasamos nueve
meses espalda contra espalda, protegiéndonos mutuamente. Pasó a
ser una costumbre para toda la vida. Nunca me importó que fuese chica, algo extraño para un chaval tan inseguro como yo. ¿Qué
puedo decir? Siempre fue una tía enrollada.
–¿Mortadela con pimientos? ¿El embutido? Creo que sí.
–Deberíamos comprar –dijo Go, arqueando una ceja en mi
dirección–. Siento curiosidad.
Sin preguntar, me sirvió una PBR de barril en una jarra de
limpieza discutible. Cuando me vio inspeccionando el borde manchado, Go se acercó la jarra a la boca y lamió la mancha hasta
borrarla, dejando un reguero de saliva. Después volvió a dejar la
jarra frente a mí, sobre la barra.
–¿Mejor, mi príncipe?
Go cree a pies juntillas que siempre obtuve un trato privilegiado por parte de nuestros padres, que fui el chico que habían planeado, el hijo único que se habrían podido permitir, y que ella
llegó sibilinamente a este mundo agarrada a mi tobillo, como una
extraña indeseada. (Para mi padre, una extraña particularmente
indeseada). Está convencida de que, durante toda nuestra infancia,
nuestros padres dejaron que se las apañara sola, una lastimera criatura de prendas de segunda mano y boletines escolares sin firmar,
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presupuestos reducidos y remordimiento general. Puede que su
visión esté en cierto modo justificada; apenas puedo soportar admitirlo.
–Sí, mi escuálida y pequeña sierva –dije, aleteando una mano
en regia exención.
Me encorvé sobre mi jarra. Necesitaba sentarme y beberme
una cerveza o tres. Seguía teniendo los nervios a flor de piel desde
la mañana.
–¿Qué te pasa? –dijo Go–. Pareces inquieto.
Me arrojó un poco de espuma, más agua que jabón. El aire
acondicionado se puso en marcha, alborotándonos las coronillas.
Pasábamos más tiempo del necesario en El Bar. Se había convertido en la casa en lo alto del árbol que nunca tuvimos de peque-
ños. El año anterior, durante una noche de cogorza, abrimos las
cajas almacenadas en el sótano de nuestra madre, mientras esta aún
seguía viva, pero poco antes del final, cuando andábamos necesitados de consuelo, y repasamos nuestros juegos y juguetes entre
aahs, oohs y sorbos de cerveza de lata. Navidades en agosto. Tras
el fallecimiento de mamá, Go se mudó a nuestra vieja casa y lentamente fuimos trasladando nuestros juguetes, de manera poco
sistemática, a El Bar. Un buen día, una muñeca Tarta de Fresa ya
sin aroma aparecía sobre un taburete (mi regalo para Go). Otro,
un diminuto El Camino de Hot Wheels al que le faltaba una
rueda amanecía sobre una balda en la esquina (un regalo de Go
para mí).
Se nos ocurrió organizar una noche semanal dedicada a los
juegos de mesa, a pesar de que la mayoría de nuestros clientes eran
demasiado viejos para sentir nostalgia por el Tragabolas y el Juego
de la Vida, con sus diminutos coches de plástico a rellenar con
diminutas esposas de plástico y diminutos bebés de plástico, todos
igual de mentecatos. No consigo recordar cómo se ganaba. (Pensamiento profundo del día patrocinado por Hasbro.)
Go rellenó mi jarra, rellenó la suya. Tenía el párpado izquierdo
ligeramente caído. Eran exactamente las 12.00 del mediodía y me
pregunté cuánto tiempo llevaría bebiendo. Había tenido una dé-
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cada tormentosa. A finales de los noventa, mi inquisitiva hermana,
con su cerebro de ingeniero espacial y sus ánimos de jinete de
rodeo, había dejado la universidad para mudarse a Manhattan, donde fue una de las primeras en explotar el fenómeno puntocom.
Estuvo dos años ganando una pasta gansa y después sufrió el estallido de la burbuja de internet en 2000. Go siguió impertérrita.
Estaba más cerca de los veinte que de los treinta; no pasaba nada.
A modo de segundo acto, terminó la carrera y se incorporó al
mundo de traje gris de la banca de inversiones. Nivel medio, nada
exagerado, nada censurable, pero volvió a quedarse sin empleo
–nuevamente de golpe– con la crisis financiera de 2008. Yo ni siquiera sabía que había abandonado Nueva York hasta que me llamó desde casa de nuestra madre anunciando: «Me rindo». Le rogué
de todas las maneras posibles que regresara, pero solo obtuve un
silencio irritable a modo de respuesta. Nada más colgar, llevé a
cabo un angustiado peregrinaje hasta su apartamento en el Bowery,
donde encontré a Gary, su adorado ficus, muerto y amarillento en
la escalera de incendios, y supe que Go nunca iba a volver.
El Bar parecía haberla animado. Llevaba los libros de contabilidad, servía cervezas y de vez en cuando le metía mano a la jarra
de las propinas, pero por otra parte trabajaba más que yo. Nunca
hablábamos de nuestras viejas vidas. Éramos Dunne, nuestras vidas
habían terminado y nos sentíamos extrañamente satisfechos con
ello.
–Entonces, ¿qué? –dijo Go, su modo habitual de iniciar una
conversación.
–Eh.
–Eh, ¿qué? Eh, ¿mal? Tienes mal aspecto.
Me encogí de hombros afirmativamente; Go me estudió el
rostro.
–¿Amy? –preguntó.
Era una pregunta fácil. Volví a encogerme de hombros, esta vez
con resignación, un «¿Qué le vamos a hacer?».
Go me dedicó una expresión divertida, apoyando ambos codos
sobre la barra y colocando las manos bajo la barbilla, inclinándose
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para llevar a cabo una incisiva disección de mi matrimonio. Un
panel de expertos de una sola persona, esa era Go.
–¿Qué pasa con ella?
–Un mal día. Simplemente es un mal día.
–Pues no dejes que te lo amargue –dijo ella, encendiendo un
cigarrillo. Fumaba exactamente uno al día–. Las mujeres están
locas.
Go no se consideraba parte de la categoría «mujeres», palabra
que siempre utilizaba en tono despectivo. Soplé para devolverle el
humo de su cigarrillo.
–Hoy es nuestro aniversario de bodas. El quinto.
–Guau –dijo mi hermana, echando la cabeza hacia atrás. Había
sido dama de honor, vestida de color violeta de la cabeza a los pies
(«la guapísima señora de pelo negro envuelta en amatista», la había
llamado la madre de Amy), pero no tenía memoria para las fechas–.
La virgen. Joder. Tío. Parece que fue ayer. –Me echó más humo a
la cara, un indolente juego de tú llevas el cáncer–. Organizará una
de sus… uh… cómo se llaman, no son gincanas…
–Caza del tesoro –dije.
A mi esposa le encantaban los juegos, principalmente los juegos mentales, pero también los de verdad, los divertidos, y para
nuestro aniversario siempre organizaba elaboradas cazas del tesoro
en las que cada pista indicaba el escondite de la siguiente, y así
sucesivas veces hasta llegar al final, que era mi regalo. Era lo mismo
que hacía su padre por su madre en cada uno de sus aniversarios,
y no se crean que no soy consciente del intercambio de papeles,
que no pillo la indirecta. Pero yo no me crié en casa de Amy, me
crié en la mía, y el último regalo que le hizo mi padre a mi madre
fue una plancha que dejó sobre la encimera de la cocina. Sin envolver.
–¿Quieres que hagamos una apuesta a ver lo mucho que se
cabrea contigo este año? –preguntó Go, sonriendo por encima de
su jarra de cerveza.
Las cazas del tesoro de Amy tenían un inconveniente: que yo
nunca desentrañaba las pistas. En nuestro primer aniversario, cuanPERDIDA(3L)2 Nueva edicio n.indd 33 23/1/13 13:47:53
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do todavía vivíamos en Nueva York, adiviné dos de siete. Fue el
año que mejor se me dio. Esta fue la primera salva:
El sitio en cuestión es un poco anticuado,
pero en él me diste un buen beso, un martes del otoño pasado.
¿Alguna vez participaron de niños en un concurso de deletrear? ¿Recuerdan ese segundo de incertidumbre en el que te
dedicas a peinar tu cerebro justo después de que hayan anunciado
la palabra, preguntándote si serás capaz de deletrearla? Era la misma
sensación: ese pánico al vacío.
–Un bar irlandés en un sitio no tan irlandés –me espoleó
Amy.
Yo me mordí un costado del labio y empecé a encogerme de
hombros, escudriñando nuestra sala de estar, como si la respuesta
fuera a aparecer allí. Amy me concedió otro largo minuto.
–Estábamos perdidos bajo la lluvia –dijo al fin, en un tono de
voz que sonaba a ruego en dirección al mosqueo.
Terminé mi encogimiento.
–McMann’s, Nick. ¿No te acuerdas, cuando nos perdimos
bajo la lluvia en Chinatown intentando encontrar el restaurante
del dim sum y se suponía que estaba cerca de la estatua de Confucio, pero resulta que hay dos estatuas de Confucio y acabamos
por casualidad en aquel bar irlandés, completamente empapados,
y nos tomamos un par de whiskys y me agarraste y me besaste y
fue…?
–¡Claro! Deberías haber mencionado a Confucio en la pista,
así sí que lo habría adivinado.
–El quid no era la estatua. El quid era el sitio. El momento.
Sencillamente me pareció especial. –Pronunció aquellas últimas
palabras con un soniquete infantil que en otro tiempo me había
parecido atractivo.
–Porque fue especial –dije yo, atrayéndola hacia mí para besarla–. Este morreo acaba de ser mi recreación especial de aniversario.
Vamos a repetirlo en McMann’s.
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En McMann’s, el camarero, un enorme y barbado chico-oso,
sonrió al vernos entrar, nos sirvió sendos whiskys y dejó sobre la
barra la siguiente pista.
Cuando estoy triste y siento pesar
es el único sitio donde me apetece estar.
Resultó ser la estatua de Alicia en el País de las Maravillas en
Central Park, la cual, según me había contado Amy –porque me lo
había contado, ella sabía que me lo había contado muchas veces–,
aligeraba sus penas cuando era niña. Yo no recuerdo ninguna de
aquellas conversaciones. Estoy siendo sincero, sencillamente no las
recuerdo. Tengo una pizca de TDA y además siempre me he sentido un tanto deslumbrado por mi esposa, en el sentido más puro
de la palabra, el de perder claridad de visión, especialmente al mirar una luz brillante. Me conformaba con estar cerca de ella y oírla
hablar, y no siempre importaba lo que estuviera diciendo. Debería
haber importado, pero no era así.
Para cuando acabó la jornada y llegamos al verdadero intercambio de regalos –los tradicionales regalos de papel para el primer año de casados–, Amy había dejado de hablarme.
–Te quiero, Amy. Y sé que tú me quieres a mí –dije, siguiéndola a través de los numerosos grupos de obnubilados turistas, inmóviles en mitad de la acera, boquiabiertos y ajenos a
todo.
Amy serpenteó entre las multitudes de Central Park, sorteando
corredores de mirada invariable y patinadores de glúteos endurecidos, padres arrodillados y bebés que se tambaleaban como borrachos, siempre por delante de mí, con los labios apretados, acelerando hacia ninguna parte mientras yo intentaba alcanzarla, agarrarla
del brazo. Finalmente se detuvo, mostrándome un rostro imperturbable mientras intentaba explicarme, conteniendo mi exasperación con una pinza mental:
–Amy, no entiendo por qué necesito demostrarte mi amor
recordando exactamente las mismas cosas que tú, exactamente de
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la misma manera que las recuerdas tú. Eso no significa que no esté
encantado de vivir contigo.
Un payaso cercano hinchó un globo con forma de animal, un
hombre compró una rosa, un niño lamió un helado de cono y en
aquel momento nació una auténtica tradición, una que nunca
olvidaría: Amy con su proclividad al exceso y yo con la mía a todo
lo contrario, indigno incluso del esfuerzo. Feliz aniversario, gilipollas.
–Es un suponer, pero… ¿cinco años? Se va a cabrear muchísimo
–continuó Go–. Así que espero que le hayas comprado un regalo
bueno de verdad.
–Lo tengo en la lista de pendientes.
–¿Cuál es el símbolo para los cinco años? ¿Papel?
–Papel es el primer año –dije.
Al término de aquella primera e inesperadamente dolorosa
caza del tesoro, Amy me obsequió con un elegante juego de papel
de escritorio con mis iniciales grabadas en lo alto, de textura tan
cremosa que esperaba que se me humedecieran los dedos. A cambio, yo le regalé una chillona cometa de papel comprada en un
todo a cien, imaginando el parque, picnics, cálidas brisas veraniegas. A ninguno de los dos nos gustó nuestro regalo; ambos hubié-
ramos preferido el del otro. Fue como un cuento de O. Henry
pero al revés.
–¿Plata? –preguntó Go–. ¿Bronce? ¿Hueso de ballena? Ayú-
dame.
–Madera –dije–. No hay manera de hacer un regalo romántico
en madera.
Al otro extremo de la barra, Sue dobló pulcramente su perió-
dico y lo dejó sobre la barra junto a la jarra vacía y un billete de
cinco dólares. Los tres intercambiamos sonrisas silenciosas a su
marcha.
–Ya lo tengo –dijo Go–. Vete a casa, échale un polvo de leyenda y luego la golpeas con la polla y gritas: «¡Toma madera, zorra!».
Nos echamos a reír. Después a los dos se nos encendieron las
mejillas en el mismo lugar. Era el tipo de broma grosera y nada
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fraternal que a Go le encantaba arrojarme como una granada.
También era el motivo de que, en el instituto, siempre corriesen
los rumores de que nos acostábamos en secreto. Incestillizos. Manteníamos una relación demasiado estrecha: chistes privados, susurros huidizos en plena fiesta. Estoy bastante seguro de que no hará
falta decirlo, pero como cualquiera que no sea Go podría malinterpretarme, lo haré: mi hermana y yo nunca nos hemos acostado
juntos ni se nos ha pasado por la cabeza hacerlo. Simplemente nos
llevamos francamente bien.
En aquel momento, Go estaba gesticulando como si estuviera
azotando a mi esposa con el rabo.
No, Amy y Go nunca iban a ser amigas. Las dos eran demasiado territoriales. Go estaba acostumbrada a ser la chica alfa en mi
vida, Amy estaba acostumbrada a ser la chica alfa en la vida de
todos. Para tratarse de dos personas que vivían en la misma ciudad
–la misma ciudad en dos ocasiones distintas: primero en Nueva
York, ahora en Carthage– apenas se conocían la una a la otra. Iban
y venían por mi vida como actrices de teatro bien sincronizadas;
una salía por la puerta al tiempo que la otra entraba, y en las raras
ocasiones en las que coincidían en la misma habitación, ambas
parecían en cierto modo confundidas por la situación.
Antes de que Amy y yo empezásemos a ir en serio, nos prometiéramos, nos casáramos, vislumbraba retazos de los pensamientos
de Go en frases ocasionales. «Es curioso, no consigo terminar de
ficharla, me refiero a su verdadera personalidad.» Y: «Simplemente
no pareces el mismo cuando estás con ella». Y: «Hay una diferencia
entre querer de verdad a una persona y querer la idea que te has
hecho de ella». Y finalmente: «Lo importante es que te haga verdaderamente feliz».
Eso cuando Amy me hacía verdaderamente feliz.
Amy también me obsequiaba con sus impresiones de Go: «Es
muy… de Missouri, ¿verdad?». Y: «Has de estar del humor adecuado para hablar con ella». Y: «Necesita que estés siempre pendiente de ella, pero por otra parte imagino que, claro, no tiene a nadie
más».
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Tras acabar todos juntos en Missouri, yo había esperado que
ambas enterraran el hacha de guerra y aprendiesen a vivir con
sus desacuerdos. Ninguna de las dos lo hizo. Sin embargo, Go era
más divertida que Amy, de modo que se trataba de una batalla
desequilibrada. Amy era inteligente, corrosiva, sarcástica. Amy
podía enervarme, desarrollar una argumentación afilada y penetrante, pero Go siempre me hacía reír. Es peligroso reírte de tu
esposa.
–Go, creía que habíamos acordado que nunca volverías a mencionar mis genitales –dije–. Que dentro de los límites de nuestra
relación fraternal, no tengo genital alguno.
Sonó el teléfono. Go le dio otro sorbo a su cerveza y contestó,
puso los ojos en blanco y sonrió.
–¡Claro que está, un momento, por favor!
Después formó con los labios la palabra «Carl».
Carl Pelley vivía en la acera de enfrente de nuestra casa. Jubilado desde hacía tres años. Divorciado desde hacía dos. Fue entonces cuando se mudó a nuestra urbanización. Había sido vendedor ambulante –accesorios para fiestas infantiles– y yo percibía
que, tras cuatro décadas viviendo en moteles, no se sentía cómodo
en casa. Aparecía en el bar prácticamente a diario con una maloliente bolsa de Hardee’s, quejándose de su mala economía, hasta
que le ofrecíamos una primera ronda a cuenta de la casa. (Aquella
fue otra de las cosas que averigüé sobre Carl en El Bar, que era un
alcohólico funcional pero irredento.) Tenía el detalle de aceptar
cualquier cosa de la que «pretendiésemos librarnos», y lo decía en
serio: durante todo un mes, Carl no bebió otra cosa que una partida de Zimas polvorientas, aproximadamente de 1992, que habíamos encontrado en el sótano. Cuando una resaca obligaba a
Carl a quedarse en casa, buscaba cualquier motivo para llamar:
«Vuestro buzón parece muy lleno hoy, Nicky, a lo mejor has recibido un paquete». O: «Parece que va a llover, quizá deberías cerrar
las ventanas». Los motivos eran lo de menos. Carl solo necesitaba
oír el entrechocar de cristales, el gorgoteo de una bebida al ser
servida.
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Cogí el teléfono y agité una cubitera cerca del receptor de
modo que Carl pudiera imaginar su ginebra.
–Eh, Nicky –sonó la aguada voz de Carl–. Siento molestarte.
Solo he pensado que deberías saberlo… La puerta de vuestra casa
está abierta de par en par y el gato ha salido a la calle. Eso no debería ser así, ¿verdad?
Proferí un gruñido impreciso.
–Me acercaría a echar un vistazo, pero hoy no me encuentro
demasiado bien –dijo Carl con pesadez.
–No te preocupes –dije yo–. De todos modos ya es hora de
que vaya volviendo a casa.
Era un trayecto de quince minutos en coche, todo recto siguiendo
la carretera del río. Conducir hasta nuestra urbanización me provocaba en ocasiones escalofríos, debido al número de casas oscuras
y boquiabiertas que veía en el camino, hogares que nunca habían
conocido habitante alguno u hogares cuyos propietarios habían sido
desahuciados para dejar la casa alzándose triunfalmente vacía, deshumanizada.
Cuando Amy y yo nos mudamos, todos nuestros escasos vecinos cayeron de inmediato sobre nosotros: una madre soltera de
mediana edad con tres hijos que nos trajo un guiso; un joven
padre de trillizos con un pack de seis latas de cerveza (a su mujer
la dejó en casa con los trillizos); una anciana pareja de cristianos
que vivía un par de casas más allá y, por supuesto, Carl, el de la
acera de enfrente. Nos sentamos en el porche trasero y admiramos el río, y todos ellos se quejaron de las hipotecas de interés
ajustable y del cero por ciento y sin entrada, y todos recalcaron
que Amy y yo éramos los únicos con acceso al río, los únicos
sin hijos. «¿Solo ustedes dos? ¿En esta casa tan grande?», preguntó la madre soltera, repartiendo una tortilla de vaya usted a
saber qué.
–Solo nosotros dos –confirmé con una sonrisa, y asentí agradecido mientras me llenaba la boca con huevo semilíquido.
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–Qué solitario parece.
En eso tenía razón.
A los cuatro meses, la señora de la tortilla perdió la batalla
contra la hipoteca y desapareció de la noche a la mañana con sus
tres hijos. Su casa ha permanecido vacía desde entonces. La ventana del salón todavía exhibe pegado al cristal un dibujo infantil de
una mariposa, con los brillantes colores de rotulador desgastados
por el sol. Una noche, no hace mucho, pasé por delante con el
coche y vi a un hombre con barba, desaliñado, oteando desde detrás del dibujo, flotando en la oscuridad como un pez triste en un
acuario. Me vio y se refugió de inmediato en las profundidades de
la casa. Al día siguiente, dejé una bolsa de papel marrón llena de bocadillos en el escalón de entrada; permaneció bajo el sol intacta
durante una semana, descomponiéndose húmedamente, hasta que
volví a cogerla y la eché a la basura.
Silencioso. El complejo permanecía en todo momento perturbadoramente silencioso. Estaba llegando a casa, consciente del ruido del motor del coche, cuando vi que, efectivamente, el gato estaba sobre los escalones de entrada. Todavía fuera, veinte minutos
después de la llamada de Carl. Aquello era raro. Amy adoraba al
gato, el gato había sido desuñado, el gato no tenía permitido salir
de casa, jamás de los jamases, porque el gato, Bleecker, era cariñoso
pero extremadamente estúpido, y a pesar del chip incrustado en
algún lugar entre sus rollizos y peludos pliegues, Amy sabía que si
alguna vez salía nunca volvería a verlo. Encaminaría sus torpes pasos
derecho hacia el Mississippi –didel-di-dum– y flotaría hasta llegar
al Golfo de México y las hambrientas fauces de un tiburón toro.
Pero resultó que el gato ni siquiera era lo suficientemente inteligente como para ir más allá de los escalones. Bleecker aguardaba sentado al borde del porche, como un obeso pero orgulloso
centinela, el recluta Esforzado. Mientras aparcaba en el camino de
entrada, Carl se asomó a la puerta y noté que tanto el gato como
el anciano me observaban salir del vehículo y dirigirme hacia la
casa por el sendero flanqueado de peonías rojas de aspecto orondo
y jugoso que pedían ser devoradas.
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Iba a colocarme en posición de bloqueo para interceptar al
gato cuando vi que la puerta principal estaba abierta. Carl me
había avisado, pero verlo era otra cuestión. No era una apertura de
salgo-a-tirar-la-basura-y-vuelvo-en-un-minuto. Era una apertura
completa, de par en par, ominosa.
Carl seguía al otro lado de la calle, aguardando mi respuesta, y
como en una terrible performance me sentí interpretando el papel
de Esposo Preocupado. Me detuve en mitad de la escalera, frunciendo el ceño, después ascendí rápidamente los peldaños restantes
de dos en dos, pronunciando el nombre de mi esposa.
Silencio.
–Amy, ¿estás en casa?
Subí corriendo a la primera planta. Ni rastro de Amy. La tabla
de planchar estaba preparada, la plancha todavía encendida, un
vestido aguardaba a ser planchado.
–¡Amy!
Mientras bajaba corriendo las escaleras, alcancé a ver a Carl
todavía enmarcado por la puerta abierta, observando con las manos en las caderas. Entré bruscamente en la sala de estar y me detuve en seco. La alfombra resplandecía con pedazos de cristal. La
mesita del café estaba destrozada, las rinconeras caídas y los libros
desparramados por el suelo como en un truco de naipes. Incluso
la pesada y antigua otomana estaba volcada, alzando sus cuatro
diminutas patas hacia el techo como un animal muerto. En mitad
de todo aquel desorden destacaban un par de tijeras bien afiladas.
–¡Amy!
Eché a correr, bramando su nombre. A través de la cocina,
donde se estaba quemando una tetera, escaleras abajo, donde el
cuarto para invitados del sótano seguía completamente vacío, para
salir finalmente al exterior por la puerta trasera. Atravesé con celeridad el patio hasta alcanzar el esbelto embarcadero que sobresalía sobre el río. Miré por un costado para ver si estaba en nuestro
bote de remos, donde la había encontrado otro día, amarrada al
muelle, dejándose mecer por la corriente con el rostro vuelto hacia el sol, los ojos cerrados. Mientras observaba los deslumbrantes
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centelleos del río y su hermoso rostro inmóvil, Amy abrió repentinamente sus azules ojos y me miró sin pronunciar palabra. Yo
tampoco le dije nada a ella y regresé a casa solo.
–¡Amy!
No estaba en el agua ni estaba en la casa. Simplemente no estaba.
Amy había desaparecido.
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