Cerdo y pimienta
Una merienda de locos
El croquet de la reina
La historia de la falsa tortuga
Capítulo 5 -
CONSEJOS DE UNA ORUGACONSEJOS DE UNA ORUGA
La Oruga y
Alicia se estuvieron mirando un rato en silencio: por fin la Oruga se sacó la
pipa de la boca, y se dirigió a la niña en voz lánguida y adormilada.
--¿Quién eres
tú? --dijo la Oruga.
No era una
forma demasiado alentadora de empezar una conversación. Alicia contestó un poco
intimidada:
--Apenas sé,
señora, lo que soy en este momento... Sí sé quién era al levantarme esta
mañana, pero creo que he cambiado varias veces desde entonces.
--¿Qué quieres
decir con eso? --preguntó la Oruga con severidad--. ¡A ver si te aclaras
contigo misma!
--Temo que no
puedo aclarar nada conmigo misma, señora --dijo Alicia--, porque yo no soy yo
misma, ya lo ve.
--No veo nada
--protestó la Oruga.
--Temo que no
podré explicarlo con más claridad --insistió Alicia con voz amable--, porque
para empezar ni siquiera lo entiendo yo misma, y eso de cambiar tantas veces de
estatura en un solo día resulta bastante desconcertante.
--No resulta
nada --replicó la Oruga.
--Bueno,
quizás usted no haya sentido hasta ahora nada parecido --dijo Alicia--, pero
cuando se convierta en crisálida, cosa que ocurrirá cualquier día, y después en
mariposa, me parece que todo le parecerá un poco raro, ¿no cree?
--Ni pizca
--declaró la Oruga.
--Bueno,
quizá los sentimientos de usted sean distintos a los míos, porque le aseguro
que a mi me parecería muy raro.
--¡A ti!
--dijo la Oruga con desprecio--. ¿Quién eres tú?
Con lo cual
volvían al principio de la conversación. Alicia empezaba a sentirse molesta con
la Oruga, por esas observaciones tan secas y cortantes, de modo que se puso
tiesa como un rábano y le dijo con severidad:
--Me parece
que es usted la que debería decirme primero quién es.
--¿Por qué?
--inquirió la Oruga.
Era otra
pregunta difícil, y como a Alicia no se le ocurrió ninguna respuesta
convincente y como la Oruga parecía seguir en un estado de ánimo de lo más
antipático, la niña dio media vuelta para marcharse.
--¡Ven aquí!
--la llamó la Oruga a sus espaldas--. ¡Tengo algo importante que decirte!
Estas
palabras sonaban prometedoras, y Alicia dio otra media vuelta y volvió atrás.
--¡Vigila
este mal genio! --sentenció la Oruga.
--¿Es eso
todo? --preguntó Alicia, tragándose la rabia lo mejor que pudo.
--No --dijo
la Oruga.
Alicia
decidió que sería mejor esperar, ya que no tenía otra cosa que hacer, y ver si
la Oruga decía por fin algo que mereciera la pena. Durante unos minutos la
Oruga siguió fumando sin decir palabra, pero después abrió los brazos, volvió a
sacarse la pipa de la boca y dijo:
--Así que tú
crees haber cambiado, ¿no?
--Mucho me
temo que si, señora. No me acuerdo de cosas que antes sabía muy bien, y no
pasan diez minutos sin que cambie de tamaño.
--¿No te
acuerdas ¿de qué cosas?
--Bueno,
intenté recitar los versos de "Ved cómo la industriosa abeja... pero todo
me salió distinto, completamente distinto y seguí hablando de cocodrilos".
--Pues bien,
haremos una cosa.
--¿Que?
--Recítame
eso de "Ha envejecido, Padre Guillermo..." --Ordenó la Oruga.
Alicia cruzó
los brazos y empezó a recitar el poema:
"Ha
envejecido, Padre Guillermo," dijo el chico,
"Y su
pelo está lleno de canas;
Sin embargo
siempre hace el pino--
¿Con sus años
aún tiene las ganas?
"Cuando
joven," dijo Padre Guillermo a su hijo,
"No
quería dañarme el coco;
Pero ya no me
da ningún miedo,
Que de mis
sesos me queda muy poco."
"Ha
envejecido," dijo el muchacho,
"Como ya
se ha dicho;
Sin embargo
entró capotando--
¿Como aún
puede andar como un bicho?
"Cuando
joven," dijo el sabio, meneando su pelo blanco,
"Me
mantenía el cuerpo muy ágil
Con ayuda
medicinal y, si puedo ser franco,
Debes
probarlo para no acabar débil."
"Ha
envejecido," dijo el chico, "y tiene los dientes inútiles
para más que
agua y vino;
Pero zampó el
ganso hasta los huesos frágiles--
A ver, señor,
¿que es el tino?"
Cuando
joven," dijo su padre, "me empeñé en ser abogado,
Y discutía la
ley con mi esposa;
Y por eso,
toda mi vida me ha durado
Una mandíbula
muy fuerte y musculosa."
"Ha
envejecido y sería muy raro," dijo el chico,
"Si aún
tuviera la vista perfecta;
¿Pues cómo
hizo bailar en su pico
Esta anguila
de forma tan recta?"
"Tres
preguntas ya has posado,
Y a ninguna
más contestaré.
Si no te vas
ahora mismo,
¡Vaya golpe
que te pegaré!
--Eso no está
bien --dijo la Oruga.
--No, me temo
que no está del todo bien --reconoció Alicia con timidez--.
Algunas
palabras tal vez me han salido revueltas.
--Está mal de
cabo a rabo-- sentenció la Oruga en tono implacable, y siguió un silencio de
varios minutos.
La Oruga fue
la primera en hablar.
¿Qué tamaño
te gustaría tener? --le preguntó.
--No soy
difícil en asunto de tamaños --se apresuró a contestar Alicia--. Sólo que no es
agradable estar cambiando tan a menudo, sabe.
--No sé nada
--dijo la Oruga. Alicia no contestó. Nunca en toda su vida le habían llevado
tanto la contraria, y sintió que se le estaba acabando la paciencia.
--¿Estás
contenta con tu tamaño actual? --preguntó la Oruga.
--Bueno, me
gustaría ser un poco más alta, si a usted no le importa. ¡Siete centímetros es
una estatura tan insignificante!
¡Es una
estatura perfecta! --dijo la Oruga muy enfadada, irguiéndose cuan larga era
(medía exactamente siete centímetros).
--¡Pero yo no
estoy acostumbrada a medir siete centímetros! se lamentó la pobre Alicia con
voz lastimera, mientras pensaba para sus adentros: «¡Ojalá estas criaturas no
se ofendieran tan fácilmente!»
--Ya te irás
acostumbrando --dijo la Oruga, y volvió a meterse la pipa en la boca y empezó
otra vez a fumar.
Esta vez
Alicia esperó pacientemente a que se decidiera a hablar de nuevo. Al cabo de
uno o dos minutos la Oruga se sacó la pipa de la boca, dio unos bostezos y se
desperezó. Después bajó de la seta y empezó a deslizarse por la hierba, al
tiempo que decía:
--Un lado te
hará crecer, y el otro lado te hará disminuir.
--Un lado ¿de
qué? El otro lado ¿de que? --se dijo Alicia para sus adentros.
--De la seta
--dijo la Oruga, como si la niña se lo hubiera preguntado en voz alta.
Y al cabo de
unos instantes se perdió de vista.
Alicia se
quedó un rato contemplando pensativa la seta, en un intento de descubrir cuáles
serían sus dos lados, y, como era perfectamente redonda, el problema no
resultaba nada fácil. Así pues, extendió los brazos todo lo que pudo alrededor
de la seta y arrancó con cada mano un pedacito.
--Y ahora
--se dijo--, ¿cuál será cuál?
Dio un
mordisquito al pedazo de la mano derecha para ver el efecto y al instante
sintió un rudo golpe en la barbilla. ¡La barbilla le había chocado con los
pies!
Se asustó
mucho con este cambio tan repentino, pero comprendió que estaba disminuyendo
rápidamente de tamaño, que no había por tanto tiempo que perder y que debía
apresurarse a morder el otro pedazo. Tenía la mandíbula tan apretada contra los
pies que resultaba difícil abrir la boca, pero lo consiguió al fin, y pudo
tragar un trocito del pedazo de seta que tenía en la mano izquierda.
*
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«¡Vaya, por
fin tengo libre la cabeza!», se dijo Alicia con alivio, pero el alivio se
transformó inmediatamente en alarma, al advertir que había perdido de vista sus
propios hombros: todo lo que podía ver, al mirar hacia abajo, era un larguísimo
pedazo de cuello, que parecía brotar como un tallo del mar de hojas verdes que
se extendía muy por debajo de ella.
--¿Qué puede
ser todo este verde? --dijo Alicia--. ¿Y dónde se habrán marchado mis hombros?
Y, oh mis pobres manos, ¿cómo es que no puedo veros?
Mientras
hablaba movía las manos, pero no pareció conseguir ningún resultado, salvo un
ligero estremecimiento que agitó aquella verde hojarasca distante.
Como no había
modo de que sus manos subieran hasta su cabeza, decidió bajar la cabeza hasta
las manos, y descubrió con entusiasmo que su cuello se doblaba con mucha facilidad
en cualquier dirección, como una serpiente. Acababa de lograr que su cabeza
descendiera por el aire en un gracioso zigzag y se disponía a introducirla
entre las hojas, que descubrió no eran más que las copas de los árboles bajo
los que antes había estado paseando, cuando un agudo silbido la hizo retroceder
a toda prisa. Una gran paloma se precipitaba contra su cabeza y la golpeaba
violentamente con las alas.
--¡Serpiente!
--chilló la paloma.
--¡Yo no soy
una serpiente! --protestó Alicia muy indignada--. ¡Y déjame en paz!
--¡Serpiente,
más que serpiente! --siguió la Paloma, aunque en un tono menos convencido, y
añadió en una especie de sollozo--: ¡Lo he intentado todo, y nada ha dado
resultado!
--No tengo la
menor idea de lo que usted está diciendo! --dijo Alicia.
--Lo he
intentado en las raíces de los árboles, y lo he intentado en las riberas, y lo
he intentado en los setos --siguió la Paloma, sin escuchar lo que Alicia le
decía--. ¡Pero siempre estas serpientes! ¡No hay modo de librarse de ellas!
Alicia se
sentía cada vez más confusa, pero pensó que de nada serviría todo lo que ella
pudiera decir ahora y que era mejor esperar a que la Paloma terminara su
discurso.
--¡Como si no
fuera ya bastante engorro empollar los huevos! --dijo la Paloma--. ¡Encima hay
que guardarlos día y noche contra las serpientes! ¡No he podido pegar ojo
durante tres semanas!
--Siento
mucho que sufra usted tantas molestias --dijo Alicia, que empezaba a comprender
el significado de las palabras de la Paloma. --¡Y justo cuando elijo el árbol
más alto del bosque --continuó la Paloma, levantando la voz en un chillido--, y
justo cuando me creía por fin libre de ellas, tienen que empezar a bajar
culebreando desde el cielo! ¡Qué asco de serpientes!
--Pero le
digo que yo no soy una serpiente. Yo soy una... Yo soy una...
--Bueno, qué
eres, pues? --dijo la Paloma--. ¡Veamos qué demonios inventas ahora!
--Soy... soy
una niñita --dijo Alicia, llena de dudas, pues tenía muy presentes todos los
cambios que había sufrido a lo largo del día.
--¡A otro con
este cuento! --respondió la Paloma, en tono del más profundo desprecio--. He
visto montones de niñitas a lo largo de mi vida, ¡pero ninguna que tuviera un
cuello como el tuyo! ¡No, no! Eres una serpiente, y de nada sirve negarlo.
¡Supongo que ahora me dirás que en tu vida te has zampado un huevo!
--Bueno,
huevos si he comido --reconoció Alicia, que siempre decía la verdad--. Pero es
que las niñas también comen huevos, igual que las serpientes, sabe.
--No lo creo
--dijo la Paloma--, pero, si es verdad que comen huevos, entonces no son más
que una variedad de serpientes, y eso es todo.
Era una idea
tan nueva para Alicia, que quedó muda durante uno o dos minutos, lo que dio
oportunidad a la Paloma de añadir:
--¡Estás
buscando huevos! ¡Si lo sabré yo! ¡Y qué más me da a mí que seas una niña o una
serpiente?
--¡Pues a mí
sí me da! --se apresuró a declarar Alicia--. Y además da la casualidad de que
no estoy buscando huevos. Y aunque estuviera buscando huevos, no querría los
tuyos: no me gustan crudos.
--Bueno, pues
entonces, lárgate --gruño la Paloma, mientras se volvía a colocar en el nido.
Alicia se
sumergió trabajosamente entre los árboles. El cuello se le enredaba entre las
ramas y tenía que pararse a cada momento para liberarlo. Al cabo de un rato,
recordó que todavía tenía los pedazos de seta, y puso cuidadosamente manos a la
obra, mordisqueando primero uno y luego el otro, y creciendo unas veces y
decreciendo otras, hasta que consiguió recuperar su estatura normal.
Hacía tanto
tiempo que no había tenido un tamaño ni siquiera aproximado al suyo, que al
principio se le hizo un poco extraño. Pero no le costó mucho acostumbrarse y
empezó a hablar consigo misma como solía.
--¡Vaya, he
realizado la mitad de mi plan! ¡Qué desconcertantes son estos cambios! ¡No puede
estar una segura de lo que va a ser al minuto siguiente! Lo cierto es que he
recobrado mi estatura normal. El próximo objetivo es entrar en aquel precioso
jardín... Me pregunto cómo me las arreglaré para lograrlo.
Mientras
decía estas palabras, llegó a un claro del bosque, donde se alzaba una casita
de poco más de un metro de altura.
--Sea quien
sea el que viva allí --pensó Alicia--, no puedo presentarme con este tamaño.
¡Se morirían del susto!
Así pues,
empezó a mordisquear una vez más el pedacito de la mano derecha, Y no se
atrevió a acercarse a la casita hasta haber reducido su propio tamaño a unos
veinte centímetros.
Capítulo 6 -
CERDO Y PIMIENTACERDO Y PIMIENTA
Alicia se
quedó mirando la casa uno o dos minutos, y preguntándose lo que iba a hacer,
cuando de repente salió corriendo del bosque un lacayo con librea (a Alicia le
pareció un lacayo porque iba con librea; de no ser así, y juzgando sólo por su
cara, habría dicho que era un pez) y golpeó enérgicamente la puerta con los
nudillos. Abrió la puerta otro lacayo de librea, con una cara redonda y grandes
ojos de rana. Y los dos lacayos, observó Alicia, llevaban el pelo empolvado y
rizado. Le entró una gran curiosidad por saber lo que estaba pasando y salió
cautelosamente del bosque para oír lo que decían.
El lacayo-pez
empezó por sacarse de debajo del brazo una gran carta, casi tan grande como él,
y se la entregó al otro lacayo, mientras decía en tono solemne:
--Para la
Duquesa. Una invitación de la Reina para jugar al croquet.
El
lacayo-rana lo repitió, en el mismo tono solemne, pero cambiando un poco el
orden de las palabras:
--De la
Reina. Una invitación para la Duquesa para jugar al croquet.
Después los
dos hicieron una profunda reverencia, y los empolvados rizos entrechocaron y se
enredaron.
A Alicia le
dio tal ataque de risa que tuvo que correr a esconderse en el bosque por miedo
a que la oyeran. Y, cuando volvió a asomarse, el lacayo-pez se había marchado y
el otro estaba sentado en el suelo junto a la puerta, mirando estúpidamente el
cielo.
Alicia se
acercó tímidamente y llamó a la puerta.
--No sirve de
nada llamar --dijo el lacayo--, y esto por dos razones. Primero, porque yo
estoy en el mismo lado de la puerta que tú; segundo, porque están armando tal
ruido dentro de la casa, que es imposible que te oigan.
Y
efectivamente del interior de la casa salía un ruido espantoso: aullidos,
estornudos y de vez en cuando un estrepitoso golpe, como si un plato o una olla
se hubiera roto en mil pedazos.
--Dígame
entonces, por favor --preguntó Alicia--, qué tengo que hacer para entrar.
--Llamar a la
puerta serviría de algo --siguió el lacayo sin escucharla--, si tuviéramos la
puerta entre nosotros dos. Por ejemplo, si tú estuvieras dentro, podrías
llamar, y yo podría abrir para que salieras, sabes.
Había estado
mirando todo el rato hacia el cielo, mientras hablaba, y esto le pareció a
Alicia decididamente una grosería. «Pero a lo mejor no puede evitarlo», se dijo
para sus adentros. «¡Tiene los ojos tan arriba de la cabeza! Aunque por lo
menos podría responder cuando se le pregunta algo».
--¿Qué tengo
que hacer para entrar? --repitió ahora en voz alta.
--Yo estaré
sentado aquí --observó el lacayo-- hasta mañana...
En este
momento la puerta de la casa se abrió, y un gran plato salió zumbando por los
aires, en dirección a la cabeza del lacayo: le rozó la nariz y fue a
estrellarse contra uno de los árboles que había detrás.
--... o
pasado mañana, quizás --continuó el lacayo en el mismo tono de voz, como si no
hubiese pasado absolutamente nada.
--¿Qué tengo
que hacer para entrar? --volvió a preguntar Alicia alzando la voz.
--Pero
¿tienes realmente que entrar? --dijo el lacayo--. Esto es lo primero que hay
que aclarar, sabes.
Era la pura
verdad, pero a Alicia no le gustó nada que se lo dijeran.
--¡Qué
pesadez! --masculló para sí--. ¡Qué manera de razonar tienen todas estas
criaturas! ¡Hay para volverse loco!
Al lacayo le
pareció ésta una buena oportunidad para repetir su observación, con
variaciones:
--Estaré
sentado aquí --dijo-- días y días.
--Pero ¿qué
tengo que hacer yo? --insistió Alicia.
--Lo que se
te antoje --dijo el criado, y empezó a silbar.
--¡Oh, no
sirve para nada hablar con él! --murmuró Alicia desesperada--. ¡Es un perfecto
idiota!
Abrió la
puerta y entró en la casa.
La puerta
daba directamente a una gran cocina, que estaba completamente llena de humo. En
el centro estaba la Duquesa, sentada sobre un taburete de tres patas y con un
bebé en los brazos. La cocinera se inclinaba sobre el fogón y revolvía el
interior de un enorme puchero que parecía estar lleno de sopa.
--¡Esta sopa
tiene por descontado demasiada pimienta! --se dijo Alicia para sus adentros,
mientras soltaba el primer estornudo.
Donde si
había demasiada pimienta era en el aire. Incluso la Duquesa estornudaba de vez
en cuando, y el bebé estornudaba y aullaba alternativamente, sin un momento de
respiro. Los únicos seres que en aquella cocina no estornudaban eran la
cocinera y un rollizo gatazo que yacía cerca del fuego, con una sonrisa de
oreja a oreja.
--¿Por favor,
podría usted decirme --preguntó Alicia con timidez, pues no estaba demasiado
segura de que fuera correcto por su parte empezar ella la conversación-- por
qué sonríe su gato de esa manera?
--Es un gato
de Cheshire --dijo la Duquesa--, por eso sonríe. ¡Cochino!
Gritó esta
última palabra con una violencia tan repentina, que Alicia estuvo a punto de
dar un salto, pero en seguida se dio cuenta de que iba dirigida al bebé, y no a
ella, de modo que recobró el valor y siguió hablando.
--No sabía
que los gatos de Cheshire estuvieran siempre sonriendo. En realidad, ni
siquiera sabía que los gatos pudieran sonreír.
--Todos
pueden --dijo la Duquesa--, y muchos lo hacen.
--No sabía de
ninguno que lo hiciera --dijo Alicia muy amablemente, contenta de haber
iniciado una conversación.
--No sabes casi
nada de nada --dijo la Duquesa--. Eso es lo que ocurre.
A Alicia no
le gustó ni pizca el tono de la observación, y decidió que sería oportuno
cambiar de tema. Mientras estaba pensando qué tema elegir, la cocinera apartó
la olla de sopa del fuego, y comenzó a lanzar todo lo que caía en sus manos
contra la Duquesa y el bebé: primero los hierros del hogar, después una lluvia
de cacharros, platos y fuentes. La Duquesa no dio señales de enterarse, ni
siquiera cuando los proyectiles la alcanzaban, y el bebé berreaba ya con tanta
fuerza que era imposible saber si los golpes le dolían o no.
--¡Oh, por
favor, tenga usted cuidado con lo que hace! --gritó Alicia, mientras saltaba
asustadísima para esquivar los proyectiles--. ¡Le va a arrancar su preciosa
nariz! --añadió, al ver que un caldero extraordinariamente grande volaba muy
cerca de la cara de la Duquesa.
--Si cada uno
se ocupara de sus propios asuntos --dijo la Duquesa en un gruñido--, el mundo
giraría mucho mejor y con menos pérdida de tiempo.
--Lo cual no supondría
ninguna ventaja --intervino Alicia, muy contenta de que se presentara una
oportunidad de hacer gala de sus conocimientos--. Si la tierra girase más
aprisa, ¡imagine usted el lío que se armaría con el día y la noche! Ya sabe que
la tierra tarda veinticuatro horas en ejecutar un giro completo sobre su propio
eje...
--Hablando de
ejecutar --interrumpió la Duquesa--, ¡que le corten la cabeza!
Alicia miró a
la cocinera con ansiedad, para ver si se disponía a hacer algo parecido, pero
la cocinera estaba muy ocupada revolviendo la sopa y no parecía prestar oídos a
la conversación, de modo que Alicia se animó a proseguir su lección:
--Veinticuatro
horas, creo, ¿o son doce? Yo...
--Tú vas a
dejar de fastidiarme --dijo la Duquesa--. ¡Nunca he soportado los cálculos!
Y empezó a
mecer nuevamente al niño, mientras le cantaba una especie de nana, y al final
de cada verso propinaba al pequeño una fuerte sacudida.
Grítale y
zurra al niñito
si se pone a
estornudar,
porque lo
hace el bendito
sólo para
fastidiar.
CORO
(Con
participación de la cocinera y el bebé)
¡Gua! ¡Gua!
¡Gua!
Cuando
comenzó la segunda estrofa, la Duquesa lanzó al niño al aire, recogiéndolo
luego al caer, con tal violencia que la criatura gritaba a voz en cuello.
Alicia apenas podía distinguir las palabras:
A mi hijo le
grito,
y si
estornuda, ¡menuda paliza!
Porque, ¿es
que acaso no le gusta
la pimienta
cuando le da la gana?
CORO
¡Gua! ¡Gua!
¡Gua!
--¡Ea! ¡Ahora
puedes mecerlo un poco tú, si quieres! --dijo la Duquesa al concluir la
canción, mientras le arrojaba el bebé por el aire--. Yo tengo que ir a
arreglarme para jugar al croquet con la Reina.
Y la Duquesa
salió apresuradamente de la habitación. La cocinera le tiró una sartén en el
último instante, pero no la alcanzó.
Alicia cogió
al niño en brazos con cierta dificultad, pues se trataba de una criaturita de
forma extraña y que forcejeaba con brazos y piernas en todas direcciones, «como
una estrella de mar», pensó Alicia. El pobre pequeño resoplaba como una maquina
de vapor cuando ella lo cogió, y se encogía y se estiraba con tal furia que
durante los primeros minutos Alicia se las vio y deseó para evitar que se le
escabullera de los brazos.
En cuanto
encontró el modo de tener el niño en brazos (modo que consistió en retorcerlo
en una especie de nudo, la oreja izquierda y el pie derecho bien sujetos para
impedir que se deshiciera), Alicia lo sacó al aire libre. «Si no me llevo a
este niño conmigo», pensó, «seguro que lo matan en un día o dos.
¿Acaso no
sería un crimen dejarlo en esta casa?» Dijo estas últimas palabras en alta voz,
y el pequeño le respondió con un gruñido (para entonces había dejado ya de
estornudar).
--No gruñas
--le riñó Alicia--. Ésa no es forma de expresarse.
El bebé
volvió a gruñir, y Alicia le miró la cara con ansiedad, para ver si le pasaba
algo. No había duda de que tenía una nariz muy respingona, mucho más parecida a
un hocico que a una verdadera nariz. Además los ojos se le estaban poniendo
demasiado pequeños para ser ojos de bebé. A Alicia no le gustaba ni pizca el aspecto
que estaba tomando aquello. «A lo mejor es porque ha estado llorando», pensó, y
le miró de nuevo los ojos, para ver si había alguna lágrima. No, no había
lágrimas.
--Si piensas
convertirte en un cerdito, cariño --dijo Alicia muy seria--, yo no querré saber
nada contigo. ¡Conque ándate con cuidado!
La pobre
criaturita volvió a soltar un quejido (¿o un gruñido? era imposible
asegurarlo), y los dos anduvieron en silencio durante un rato.
Alicia estaba
empezando a preguntarse a sí misma: «Y ahora, ¿qué voy a hacer yo con este
chiquillo al volver a mi casa?», cuando el bebé soltó otro gruñido, con tanta
violencia que volvió a mirarlo alarmada. Esta vez no cabía la menor duda: no
era ni más ni menos que un cerdito, y a Alicia le pareció que sería absurdo seguir
llevándolo en brazos.
Así pues, lo
dejó en el suelo, y sintió un gran alivio al ver que echaba a trotar y se
adentraba en el bosque.
«Si hubiera
crecido», se dijo a sí misma, «hubiera sido un niño terriblemente feo, pero
como cerdito me parece precioso». Y empezó a pensar en otros niños que ella
conocía y a los que les sentaría muy bien convertirse en cerditos.
«¡Si
supiéramos la manera de transformarlos!», se estaba diciendo, cuando tuvo un
ligero sobresalto al ver que el Gato de Cheshire estaba sentado en la rama de
un árbol muy próximo a ella.
El Gato,
cuando vio a Alicia, se limitó a sonreír. Parecía tener buen carácter, pero
también tenía unas uñas muy largas Y muchísimos dientes, de modo que sería
mejor tratarlo con respeto.
--Minino de
Cheshire --empezó Alicia tímidamente, pues no estaba del todo segura de si le
gustaría este tratamiento: pero el Gato no hizo más que ensanchar su sonrisa,
por lo que Alicia decidió que sí le gustaba--.
Minino de
Cheshire, ¿podrías decirme, por favor, qué camino debo seguir para salir de
aquí?
--Esto
depende en gran parte del sitio al que quieras llegar --dijo el
Gato.
--No me
importa mucho el sitio... --dijo Alicia.
--Entonces
tampoco importa mucho el camino que tomes --dijo el Gato.
--... siempre
que llegue a alguna parte --añadió Alicia como explicación.
--¡Oh,
siempre llegarás a alguna parte --aseguró el Gato--, si caminas lo suficiente!
A Alicia le
pareció que esto no tenía vuelta de hoja, y decidió hacer otra pregunta:
¿Qué clase de
gente vive por aquí?
--En esta
dirección --dijo el Gato, haciendo un gesto con la pata derecha-- vive un
Sombrerero. Y en esta dirección --e hizo un gesto con la otra pata-- vive una
Liebre de Marzo. Visita al que quieras: los dos están locos.
--Pero es que
a mí no me gusta tratar a gente loca --protestó Alicia.
--Oh, eso no
lo puedes evitar --repuso el Gato--. Aquí todos estamos locos. Yo estoy loco.
Tú estás loca.
--¿Cómo sabes
que yo estoy loca? --preguntó Alicia.
--Tienes que
estarlo afirmó el Gato--, o no habrías venido aquí.
Alicia pensó
que esto no demostraba nada. Sin embargo, continuó con sus preguntas:
--¿Y cómo
sabes que tú estás loco?
--Para
empezar -repuso el Gato--, los perros no están locos. ¿De acuerdo?
--Supongo que
sí --concedió Alicia.
--Muy bien.
Pues en tal caso --siguió su razonamiento el Gato--, ya sabes que los perros
gruñen cuando están enfadados, y mueven la cola cuando están contentos. Pues
bien, yo gruño cuando estoy contento, y muevo la cola cuando estoy enfadado.
Por lo tanto, estoy loco.
--A eso yo le
llamo ronronear, no gruñir --dijo Alicia.
--Llámalo
como quieras --dijo el Gato--. ¿Vas a jugar hoy al croquet con la Reina?
--Me gustaría
mucho --dijo Alicia--, pero por ahora no me han invitado.
--Allí nos
volveremos a ver --aseguró el Gato, y se desvaneció.
A Alicia esto
no la sorprendió demasiado, tan acostumbrada estaba ya a que sucedieran cosas
raras. Estaba todavía mirando hacia el lugar donde el Gato había estado, cuando
éste reapareció de golpe.
--A
propósito, ¿qué ha pasado con el bebé? --preguntó--. Me olvidaba de
preguntarlo.
--Se
convirtió en un cerdito --contestó Alicia sin inmutarse, como si el Gato
hubiera vuelto de la forma más natural del mundo.
--Ya sabía
que acabaría así --dijo el Gato, y desapareció de nuevo.
Alicia esperó
un ratito, con la idea de que quizás aparecería una vez más, pero no fue así,
y, pasados uno o dos minutos, la niña se puso en marcha hacia la dirección en
que le había dicho que vivía la Liebre de Marzo.
--Sombrereros
ya he visto algunos --se dijo para sí--. La Liebre de Marzo será mucho más
interesante. Y además, como estamos en mayo, quizá ya no esté loca... o al
menos quizá no esté tan loca como en marzo.
Mientras
decía estas palabras, miró hacia arriba, y allí estaba el Gato una vez más,
sentado en la rama de un árbol.
--¿Dijiste
cerdito o cardito? --preguntó el Gato.
--Dije
cerdito --contestó Alicia--. ¡Y a ver si dejas de andar apareciendo y
desapareciendo tan de golpe! ¡Me da mareo!
--De acuerdo
--dijo el Gato.
Y esta vez
desapareció despacito, con mucha suavidad, empezando por la punta de la cola y
terminando por la sonrisa, que permaneció un rato allí, cuando el resto del
Gato ya había desaparecido.
--¡Vaya! --se
dijo Alicia--. He visto muchísimas veces un gato sin sonrisa, ¡pero una sonrisa
sin gato! ¡Es la cosa más rara que he visto en toda mi vida!
No tardó
mucho en llegar a la casa de la Liebre de Marzo. Pensó que tenía que ser
forzosamente aquella casa, porque las chimeneas tenían forma de largas orejas y
el techo estaba recubierto de piel. Era una casa tan grande, que no se atrevió
a acercarse sin dar antes un mordisquito al pedazo de seta de la mano
izquierda, con lo que creció hasta una altura de unos dos palmos. Aún así, se
acercó con cierto recelo, mientras se decía a sí misma:
--¿Y si
estuviera loca de verdad? ¡Empiezo a pensar que tal vez hubiera sido mejor ir a
ver al Sombrerero!
Capítulo 7 -
UNA MERIENDA DE LOCOSUNA MERIENDA DE LOCOS
Habían puesto
la mesa debajo de un árbol, delante de la casa, y la Liebre de Marzo y el
Sombrerero estaban tomando el té. Sentado entre ellos había un Lirón, que
dormía profundamente, y los otros dos lo hacían servir de almohada, apoyando
los codos sobre él, y hablando por encima de su cabeza. «Muy incómodo para el
Lirón», pensó Alicia. «Pero como está dormido, supongo que no le importa».
La mesa era
muy grande, pero los tres se apretujaban muy juntos en uno de los extremos.
--¡No hay
sitio! --se pusieron a gritar, cuando vieron que se acercaba Alicia.
--¡Hay un
montón de sitio! --protestó Alicia indignada, y se sentó en un gran sillón a un
extremo de la mesa.
--Toma un
poco de vino --la animó la Liebre de Marzo.
Alicia miró
por toda la mesa, pero allí sólo había té.
--No veo ni
rastro de vino --observó.
--Claro. No
lo hay --dijo la Liebre de Marzo.
--En tal
caso, no es muy correcto por su parte andar ofreciéndolo --dijo Alicia
enfadada.
--Tampoco es
muy correcto por tu parte sentarte con nosotros sin haber sido invitada --dijo
la Liebre de Marzo.
--No sabía
que la mesa era suya --dijo Alicia--. Está puesta para muchas más de tres
personas.
--Necesitas
un buen corte de pelo --dijo el Sombrerero.
Había estado
observando a Alicia con mucha curiosidad, y estas eran sus primeras palabras.
--Debería
aprender usted a no hacer observaciones tan personales --dijo Alicia con acritud--.
Es de muy mala educación.
Al oír esto,
el Sombrerero abrió unos ojos como naranjas, pero lo único que dijo fue:
--¿En qué se
parece un cuervo a un escritorio?
«¡Vaya,
parece que nos vamos a divertir!», pensó Alicia. «Me encanta que hayan empezado
a jugar a las adivinanzas.» Y añadió en voz alta:
--Creo que sé
la solución.
--¿Quieres
decir que crees que puedes encontrar la solución? --preguntó la Liebre de
Marzo.
--Exactamente
--contestó Alicia.
--Entonces
debes decir lo que piensas --siguió la Liebre de Marzo.
--Ya lo hago
--se apresuró a replicar Alicia-. O al menos... al menos pienso lo que digo...
Viene a ser lo mismo, ¿no?
--¿Lo mismo?
¡De ninguna manera! --dijo el Sombrerero-. ¡En tal caso, sería lo mismo decir
«veo lo que como» que «como lo que veo»!
--¡Y sería lo
mismo decir --añadió la Liebre de Marzo- «me gusta lo que tengo» que «tengo lo
que me gusta»!
--¡Y sería lo
mismo decir --añadió el Lirón, que parecía hablar en medio de sus sueños-
«respiro cuando duermo» que «duermo cuando respiro»!
--Es lo mismo
en tu caso --dijo el Sombrerero.
Y aquí la
conversación se interrumpió, y el pequeño grupo se mantuvo en silencio unos
instantes, mientras Alicia intentaba recordar todo lo que sabía de cuervos y de
escritorios, que no era demasiado.
El Sombrerero
fue el primero en romper el silencio.
--¿Qué día
del mes es hoy? --preguntó, dirigiéndose a Alicia.
Se había
sacado el reloj del bolsillo, y lo miraba con ansiedad, propinándole violentas
sacudidas y llevándoselo una y otra vez al oído.
Alicia
reflexionó unos instantes.
--Es día
cuatro dijo por fin.
--¡Dos días
de error! --se lamentó el Sombrerero, y, dirigiéndose amargamente a la Liebre
de Marzo, añadió--: ¡Ya te dije que la mantequilla no le sentaría bien a la
maquinaria!
--Era
mantequilla de la mejor --replicó la Liebre muy compungida.
--Sí, pero se
habrán metido también algunas migajas --gruñó el Sombrerero--.
No debiste
utilizar el cuchillo del pan.
La Liebre de
Marzo cogió el reloj y lo miró con aire melancólico: después lo sumergió en su
taza de té, y lo miró de nuevo. Pero no se le ocurrió nada mejor que decir y
repitió su primera observación:
--Era
mantequilla de la mejor, sabes.
Alicia había
estado mirando por encima del hombro de la Liebre con bastante curiosidad.
--¡Qué reloj
más raro! --exclamó--. ¡Señala el día del mes, y no señala la hora que es!
--¿Y por qué
habría de hacerlo? --rezongó el Sombrerero--. ¿Señala tu reloj el año en que
estamos?
--Claro que
no --reconoció Alicia con prontitud--. Pero esto es porque está tanto tiempo
dentro del mismo año.
--Que es
precisamente lo que le pasa al mío --dijo el Sombrerero.
Alicia quedó
completamente desconcertada. Las palabras del Sombrerero no parecían tener el
menor sentido.
--No acabo de
comprender --dijo, tan amablemente como pudo.
--El Lirón se
ha vuelto a dormir -dijo el Sombrerero, y le echó un poco de té caliente en el
hocico.
El Lirón
sacudió la cabeza con impaciencia, y dijo, sin abrir los ojos:
--Claro que
sí, claro que sí. Es justamente lo que yo iba a decir.
--¿Has
encontrado la solución a la adivinanza? --preguntó el Sombrerero, dirigiéndose
de nuevo a Alicia.
--No. Me doy
por vencida. ¿Cuál es la solución?
--No tengo la
menor idea -dijo el Sombrerero.
--Ni yo
--dijo la Liebre de Marzo.
Alicia
suspiró fastidiada.
--Creo que
ustedes podrían encontrar mejor manera de matar el tiempo --dijo-- que ir
proponiendo adivinanzas sin solución.
--Si
conocieras al Tiempo tan bien como lo conozco yo --dijo el Sombrerero--, no
hablarías de matarlo. ¡El Tiempo es todo un personaje!
--No sé lo
que usted quiere decir --protestó Alicia.
--¡Claro que
no lo sabes! --dijo el Sombrerero, arrugando la nariz en un gesto de
desprecio--. ¡Estoy seguro de que ni siquiera has hablado nunca con el Tiempo!
--Creo que no
--respondió Alicia con cautela--. Pero en la clase de música tengo que marcar
el tiempo con palmadas.
--¡Ah, eso lo
explica todo! --dijo el Sombrerero--. El Tiempo no tolera que le den palmadas.
En cambio, si estuvieras en buenas relaciones con él, haría todo lo que tú
quisieras con el reloj. Por ejemplo, supón que son las nueve de la mañana,
justo la hora de empezar las clases, pues no tendrías más que susurrarle al
Tiempo tu deseo y el Tiempo en un abrir y cerrar de ojos haría girar las agujas
de tu reloj. ¡La una y media! ¡Hora de comer!
(«¡Cómo me gustaría
que lo fuera ahora!», se dijo la Liebre de Marzo para sí en un susurro).
--Sería
estupendo, desde luego --admitió Alicia, pensativa--. Pero entonces todavía no
tendría hambre, ¿no le parece?
--Quizá no
tuvieras hambre al principio --dijo el Sombrerero--. Pero es que podrías hacer
que siguiera siendo la una y media todo el rato que tú quisieras.
--¿Es esto lo
que ustedes hacen con el Tiempo? --preguntó Alicia.
El Sombrerero
movió la cabeza con pesar.
--¡Yo no!
--contestó--. Nos peleamos el pasado marzo, justo antes de que ésta se volviera
loca, sabes (y señaló con la cucharilla hacia la Liebre de Marzo).
--¿Ah, si?--
preguntó Alicia interesada.
--Si. Sucedió
durante el gran concierto que ofreció la Reina de Corazones, y en el que me
tocó cantar a mí.
--¿Y que
cantaste?-- preguntó Alicia.
--Pues canté:
"Brilla,
brilla, ratita alada,
¿En que estás
tan atareada"?
--Porque esa
canción la conocerás, ¿no?
--Quizá me
suene de algo, pero no estoy segura-- dijo Alicia.
--Tiene más
estrofas --siguió el Sombrerero--. Por ejemplo:
"Por
sobre el Universo vas volando,
con una
bandeja de teteras llevando.
Brilla,
brilla..."
Al llegar a
este punto, el Lirón se estremeció y empezó a canturrear en sueños: «brilla,
brilla, brilla, brilla... », y estuvo así tanto rato que tuvieron que darle un
buen pellizco para que se callara.
--Bueno
--siguió contando su historia el Sombrerero--. Lo cierto es que apenas había
terminado yo la primera estrofa, cuando la Reina se puso a gritar:
«¡Vaya forma
estúpida de matar el tiempo! ¡Que le corten la cabeza!»
--¡Qué
barbaridad! ¡Vaya fiera! --exclamó Alicia.
--Y desde
entonces --añadió el Sombrerero con una voz tristísima--, el Tiempo cree que
quise matarlo y no quiere hacer nada por mí. Ahora son siempre las seis de la
tarde.
Alicia comprendió
de repente todo lo que allí ocurría.
--¿Es ésta la
razón de que haya tantos servicios de té encima de la mesa? --preguntó.
--Sí, ésta es
la razón --dijo el Sombrerero con un suspiro--. Siempre es la hora del té, y no
tenemos tiempo de lavar la vajilla entre té y té.
--¿Y lo que
hacen es ir dando la vuelta? a la mesa, verdad? --preguntó Alicia.
--Exactamente
--admitió el Sombrerero--, a medida que vamos ensuciando las tazas.
--Pero, ¿qué
pasa cuando llegan de nuevo al principio de la mesa? --se atrevió a preguntar
Alicia.
--¿Y si
cambiáramos de conversación? --los interrumpió la Liebre de Marzo con un
bostezo--. Estoy harta de todo este asunto. Propongo que esta señorita nos
cuente un cuento.
--Mucho me
temo que no sé ninguno --se apresuró a decir Alicia, muy alarmada ante esta
proposición.
--¡Pues que
lo haga el Lirón! --exclamaron el Sombrerero y la Liebre de Marzo--.
¡Despierta, Lirón!
Y empezaron a
darle pellizcos uno por cada lado.
El Lirón
abrió lentamente los ojos.
--No estaba
dormido --aseguró con voz ronca y débil--. He estado escuchando todo lo que
decíais, amigos.
--¡Cuéntanos
un cuento! --dijo la Liebre de Marzo.
--¡Sí, por
favor! --imploró Alicia.
--Y date
prisa --añadió el Sombrerero--. No vayas a dormirte otra vez antes de terminar.
--Había una
vez tres hermanitas empezó apresuradamente el Lirón--, y se llamaban Elsie,
Lacie y Tilie, y vivían en el fondo de un pozo...
--¿Y de qué
se alimentaban? --preguntó Alicia, que siempre se interesaba mucho por todo lo
que fuera comer y beber.
--Se alimentaban
de melaza --contestó el Lirón, después de reflexionar unos segundos.
--No pueden
haberse alimentado de melaza, sabe --observó Alicia con amabilidad--. Se
habrían puesto enfermísimas.
--Y así fue
--dijo el Lirón--. Se pusieron de lo más enfermísimas.
Alicia hizo
un esfuerzo por imaginar lo que sería vivir de una forma tan extraordinaria,
pero no lo veía ni pizca claro, de modo que siguió preguntando:
--Pero, ¿por
qué vivían en el fondo de un pozo?
--Toma un
poco más de té --ofreció solícita la Liebre de Marzo.
--Hasta ahora
no he tomado nada --protestó Alicia en tono ofendido--, de modo que no puedo
tomar más.
--Quieres
decir que no puedes tomar menos --puntualizó el Sombrerero--. Es mucho más
fácil tomar más que nada.
--Nadie le
pedía su opinión --dijo Alicia.
--¿Quién está
haciendo ahora observaciones personales? --preguntó el Sombrerero en tono
triunfal.
Alicia no
supo qué contestar a esto. Así pues, optó por servirse un poco de té y pan con
mantequilla. Y después, se volvió hacia el Lirón y le repitió la misma
pregunta: --¿Por qué vivían en el fondo de un pozo?
El Lirón se
puso a cavilar de nuevo durante uno o dos minutos, y entonces dijo:
--Era un pozo
de melaza.
--¡No existe
tal cosa!
Alicia había
hablado con energía, pero el Sombrerero y la Liebre de Marzo la hicieron callar
con sus «¡Chst! ¡Chst!», mientras el Lirón rezongaba indignado:
--Si no sabes
comportarte con educación, mejor será que termines tú el cuento.
--No, por
favor, ¡continúe! --dijo Alicia en tono humilde--. No volveré a interrumpirle.
Puede que en efecto exista uno de estos pozos.
--¡Claro que
existe uno! -exclamó el Lirón indignado. Pero, sin embargo, estuvo dispuesto a
seguir con el cuento--. Así pues, nuestras tres hermanitas... estaban
aprendiendo a dibujar, sacando...
--¿Qué
sacaban? --preguntó Alicia, que ya había olvidado su promesa.
--Melaza
--contestó el Lirón, sin tomarse esta vez tiempo para reflexionar.
--Quiero una
taza limpia --les interrumpió el Sombrerero--. Corrámonos todos un sitio.
Se cambió de
silla mientras hablaba, y el Lirón le siguió: la Liebre de Marzo pasó a ocupar
el sitio del Lirón, y Alicia ocupó a regañadientes el asiento de la Liebre de
Marzo. El Sombrerero era el único que salía ganando con el cambio, y Alicia
estaba bastante peor que antes, porque la Liebre de Marzo acababa de derramar
la leche dentro de su plato.
Alicia no
quería ofender otra vez al Lirón, de modo que empezó a hablar con mucha
prudencia:
--Pero es que
no lo entiendo. ¿De donde sacaban la melaza?
--Uno puede
sacar agua de un pozo de agua --dijo el Sombrerero--, ¿por qué no va a poder
sacar melaza de un pozo de melaza? ¡No seas estúpida!
--Pero es que
ellas estaban dentro, bien adentro --le dijo Alicia al Lirón, no queriéndose
dar por enterada de las últimas palabras del Sombrerero.
--Claro que
lo estaban --dijo el Lirón--. Estaban de lo más requetebién.
Alicia quedó
tan confundida al ver que el Lirón había entendido algo distinto a lo que ella
quería decir, que no volvió a interrumpirle durante un ratito.
--Nuestras
tres hermanitas estaban aprendiendo, pues, a dibujar --siguió el Lirón,
bostezando y frotándose los ojos, porque le estaba entrando un sueño
terrible--, y dibujaban todo tipo de cosas... todo lo que empieza con la letra
M...
--¿Por qué
con la M? --preguntó Alicia.
--¿Y por qué
no? --preguntó la Liebre de Marzo.
Alicia guardó
silencio.
Para
entonces, el Lirón había cerrado los ojos y empezaba a cabecear. Pero, con los
pellizcos del Sombrerero, se despertó de nuevo, soltó un gritito y siguió la
narración: --... lo que empieza con la letra M, como matarratas, mundo, memoria
y mucho... muy, en fin todas esas cosas. Mucho, digo, porque ya sabes, como
cuando se dice "un mucho más que un menos". ¿Habéis visto alguna vez
el dibujo de un «mucho»?
--Ahora que
usted me lo pregunta --dijo Alicia, que se sentía terriblemente confusa--, debo
reconocer que yo no pienso...
--¡Pues si no
piensas, cállate! --la interrumpió el Sombrerero.
Esta última
grosería era más de lo que Alicia podía soportar: se levantó muy disgustada y
se alejó de allí. El Lirón cayó dormido en el acto, y ninguno de los otros dio
la menor muestra de haber advertido su marcha, aunque Alicia miró una o dos
veces hacia atrás, casi esperando que la llamaran. La última vez que los vio
estaban intentando meter al Lirón dentro de la tetera.
--¡Por nada
del mundo volveré a poner los pies en ese lugar! --se dijo Alicia, mientras se
adentraba en el bosque--. ¡Es la merienda más estúpida a la que he asistido en
toda mi vida!
Mientras
decía estas palabras, descubrió que uno de los árboles tenía una puerta en el
tronco.
--¡Qué
extraño! --pensó--. Pero todo es extraño hoy. Creo que lo mejor será que entre
en seguida.
Y entró en el
árbol.
Una vez más
se encontró en el gran vestíbulo, muy cerca de la mesita de cristal. «Esta vez
haré las cosas mucho mejor», se dijo a sí misma. Y empezó por coger la
llavecita de oro y abrir la puerta que daba al jardín. Entonces se puso a
mordisquear cuidadosamente la seta (se había guardado un pedazo en el
bolsillo), hasta que midió poco más de un palmo. Entonces se adentró por el
estrecho pasadizo. Y entonces... entonces estuvo por fin en el maravilloso
jardín, entre las flores multicolores y las frescas fuentes.
Capítulo 8 -
EL CROQUET DE LA REINAEL CROQUET DE LA REINA
Un gran rosal
se alzaba cerca de la entrada del jardín: sus rosas eran blancas, pero había
allí tres jardineros ocupados en pintarlas de rojo. A Alicia le pareció muy
extraño, y se acercó para averiguar lo que pasaba, y al acercarse a ellos oyó
que uno de los jardineros decía:
--¡Ten
cuidado, Cinco! ¡No me salpiques así de pintura!
--No es culpa
mía --dijo Cinco, en tono dolido--. Siete me ha dado un golpe en el codo.
Ante lo cual,
Siete levantó los ojos dijo:
--¡Muy
bonito, Cinco! ¡Échale siempre la culpa a los demás!
--¡Mejor será
que calles esa boca! --dijo Cinco--. ¡Ayer mismo oí decir a la Reina que debían
cortarte la cabeza!
--¿Por qué?
--preguntó el que había hablado en primer lugar.
--¡Eso no es
asunto tuyo, Dos! --dijo Siete.
--¡Sí es
asunto suyo! --protestó Cinco--. Y voy a decírselo: fue por llevarle a la
cocinera bulbos de tulipán en vez de cebollas.
Siete tiró la
brocha al suelo y estaba empezando a decir: «¡Vaya! De todas las
injusticias...», cuando sus ojos se fijaron casualmente en Alicia, que estaba
allí observándolos, y se calló en el acto. Los otros dos se volvieron también
hacia ella, y los tres hicieron una profunda reverencia.
--¿Querrían
hacer el favor de decirme --empezó Alicia con cierta timidez-- por qué están
pintando estas rosas?
Cinco y Siete
no dijeron nada, pero miraron a Dos. Dos empezó en una vocecita temblorosa:
--Pues, verá
usted, señorita, el hecho es que esto tenía que haber sido un rosal rojo, y
nosotros plantamos uno blanco por equivocación, y, si la Reina lo descubre, nos
cortarán a todos la cabeza, sabe. Así que, ya ve, señorita, estamos haciendo lo
posible, antes de que ella llegue, para...
En este
momento, Cinco, que había estado mirando ansiosamente por el jardín, gritó:
«¡La Reina! ¡La Reina!», y los tres jardineros se arrojaron inmediatamente de
bruces en el suelo. Se oía un ruido de muchos pasos, y Alicia miró a su
alrededor, ansiosa por ver a la Reina.
Primero
aparecieron diez soldados, enarbolando tréboles. Tenían la misma forma que los
tres jardineros, oblonga y plana, con las manos y los pies en las esquinas.
Después seguían diez cortesanos, adornados enteramente con diamantes, y
formados, como los soldados, de dos en dos. A continuación venían los infantes
reales; eran también diez, y avanzaban saltando, cogidos de la mano de dos en
dos, adornados con corazones. Después seguían los invitados, casi todos reyes y
reinas, y entre ellos Alicia reconoció al Conejo Blanco: hablaba
atropelladamente, muy nervioso, sonriendo sin ton ni son, y no advirtió la
presencia de la niña. A continuación venía el Valet de Corazones, que llevaba
la corona del Rey sobre un cojín de terciopelo carmesí. Y al final de este
espléndido cortejo avanzaban EL REY Y LA REINA DE CORAZONES.
Alicia estaba
dudando si debería o no echarse de bruces como los tres jardineros, pero no
recordaba haber oído nunca que tuviera uno que hacer algo así cuando pasaba un
desfile. «Y además», pensó, «¿de qué serviría un desfile, si todo el mundo
tuviera que echarse de bruces, de modo que no pudiera ver nada?» Así pues, se
quedó quieta donde estaba, y esperó.
Cuando el
cortejo llegó a la altura de Alicia, todos se detuvieron y la miraron, y la
Reina preguntó severamente:
--¿Quién es
ésta?
La pregunta
iba dirigida al Valet de Corazones, pero el Valet no hizo más que inclinarse y
sonreír por toda respuesta.
--¡Idiota!
--dijo la Reina, agitando la cabeza con impaciencia, y, volviéndose hacia
Alicia, le preguntó--: ¿Cómo te llamas, niña?
--Me llamo
Alicia, para servir a Su Majestad --contestó Alicia en un tono de lo más
cortés, pero añadió para sus adentros: «Bueno, a fin de cuentas, no son más que
una baraja de cartas. ¡No tengo por qué sentirme asustada!»
--¿Y quiénes
son éstos? --siguió preguntando la Reina, mientras señalaba a los tres
jardineros que yacían en torno al rosal.
Porque,
claro, al estar de bruces sólo se les veía la parte de atrás, que era igual en
todas las cartas de la baraja, y la Reina no podía saber si eran jardineros, o
soldados, o cortesanos, o tres de sus propios hijos.
--¿Cómo voy a
saberlo yo? --replicó Alicia, asombrada de su propia audacia--.
¡No es asunto
mío!
La Reina se
puso roja de furia, y, tras dirigirle una mirada fulminante y feroz, empezó a
gritar:
--¡Que le
corten la cabeza! ¡Que le corten...!
--¡Tonterías!
--exclamó Alicia, en voz muy alta y decidida.
Y la Reina se
calló.
El Rey le
puso la mano en el brazo, y dijo con timidez:
Considera,
cariño, que sólo se trata de una niña!
La Reina se
desprendió furiosa de él, y dijo al Valet:
--¡Dales la
vuelta a éstos!
Y así lo hizo
el Valet, muy cuidadosamente, con un pie.
--¡Arriba!
--gritó la Reina, en voz fuerte y detonante.
Y los tres
jardineros se pusieron en pie de un salto, y empezaron a hacer profundas
reverencias al Rey, a la Reina, a los infantes reales, al Valet y a todo el
mundo.
--¡Basta ya!
--gritó la Reina--. ¡Me estáis poniendo nerviosa! --Y después, volviéndose
hacia el rosal, continuó--: ¡Qué diablos habéis estado haciendo aquí?
--Con la
venia de Su Majestad --empezó a explicar Dos, en tono muy humilde, e hincando
en el suelo una rodilla mientras hablaba--, estábamos intentando...
--¡Ya lo veo!
--estalló la Reina, que había estado examinando las rosas ¡Que les corten la
cabeza!
Y el cortejo
se puso de nuevo en marcha, aunque tres soldados se quedaron allí para ejecutar
a los desgraciados jardineros, que corrieron a refugiarse junto a Alicia.
--¡No os
cortarán la cabeza! --dijo Alicia, y los metió en una gran maceta que había
allí cerca.
Los tres
soldados estuvieron algunos minutos dando vueltas por allí, buscando a los
jardineros, y después se marcharon tranquilamente tras el cortejo.
--¿Han
perdido sus cabezas? --gritó la Reina.
--Sí, sus
cabezas se han perdido, con la venia de Su Majestad --gritaron los soldados
como respuesta.
--¡Muy bien!
--gritó la Reina--. ¿Sabes jugar al croquet?
Los soldados
guardaron silencio, y volvieron la mirada hacia Alicia, porque era evidente que
la pregunta iba dirigida a ella.
--¡Sí!
--gritó Alicia.
--¡Pues
andando! --vociferó la Reina.
Y Alicia se
unió al cortejo, preguntándose con gran curiosidad qué iba a suceder a
continuación.
--Hace...
¡hace un día espléndido! --murmuró a su lado una tímida vocecilla.
Alicia estaba
andando al lado del Conejo Blanco, que la miraba con ansiedad.
--Mucho
--dijo Alicia--. ¿Dónde está la Duquesa?
--¡Chitón!
¡Chit6n! --dijo el Conejo en voz baja y apremiante. Miraba ansiosamente a sus
espaldas mientras hablaba, y después se puso de puntillas, acercó el hocico a
la oreja de Alicia y susurró--: Ha sido condenada a muerte.
--¿Por qué
motivo? --quiso saber Alicia.
--¿Has dicho
«pobrecilla»? --preguntó el Conejo.
--No, no he
dicho eso. No creo que sea ninguna «pobrecilla». He dicho: ¿Por qué motivo?»
--Le dio un
sopapo a la Reina... --empezó a decir el Conejo, y a Alicia le dio un ataque de
risa--. ¡Chitón! ¡Chitón! --suplicó el Conejo con una vocecilla aterrada--. ¡Va
a oírte la Reina! Lo ocurrido fue que la Duquesa llegó bastante tarde, y la
Reina dijo...
--¡Todos a
sus sitios! --gritó la Reina con voz de trueno.
Y todos se
pusieron a correr en todas direcciones, tropezando unos con otros.
Sin embargo,
unos minutos después ocupaban sus sitios, y empezó el partido.
Alicia pensó
que no había visto un campo de croquet tan raro como aquél en toda su vida.
Estaba lleno de montículos y de surcos. as bolas eran erizos vivos, los mazos
eran flamencos vivos, y los soldados tenían que doblarse y ponerse a cuatro
patas para formar los aros.
La dificultad
más grave con que Alicia se encontró al principio fue manejar a su flamenco.
Logró dominar al pajarraco metiéndoselo debajo del brazo, con las patas
colgando detrás, pero casi siempre, cuando había logrado enderezarle el largo
cuello y estaba a punto de darle un buen golpe al erizo con la cabeza del
flamenco, éste torcía el cuello y la miraba derechamente a los ojos con tanta
extrañeza, que Alicia no podía contener la risa. Y cuando le había vuelto a
bajar la cabeza y estaba dispuesta a empezar de nuevo, era muy irritante
descubrir que el erizo se había desenroscado y se alejaba arrastrándose. Por si
todo esto no bastara, siempre había un montículo o un surco en la dirección en
que ella quería lanzar al erizo, y, como además los soldados doblados en forma
de aro no paraban de incorporarse y largarse a otros puntos del campo, Alicia
llegó pronto a la conclusión de que se trataba de una partida realmente
difícil.
Los jugadores
jugaban todos a la vez, sin esperar su turno, discutiendo sin cesar y
disputándose los erizos. Y al poco rato la Reina había caído en un paroxismo de
furor y andaba de un lado a otro dando patadas en el suelo y gritando a cada
momento «¡Que le corten a éste la cabeza!» o «¡Que le corten a ésta la
cabeza!».
Alicia empezó
a sentirse incómoda: a decir verdad ella no había tenido todavía ninguna
disputa con la Reina, pero sabía que podía suceder en cualquier instante. «Y
entonces», pensaba, «¿qué será de mí? Aquí todo lo arreglan cortando cabezas.
Lo extraño es que quede todavía alguien con vida!»Estaba buscando pues alguna
forma de escapar, Y preguntándose si podría irse de allí sin que la vieran,
cuando advirtió una extraña aparición en el aire.
Al principio
quedó muy desconcertada, pero, después de observarla unos minutos, descubrió
que se trataba de una sonrisa, y se dijo:
--Es el Gato
de Cheshire. Ahora tendré alguien con quien poder hablar.
--¿Qué tal
estás? --le dijo el Gato, en cuanto tuvo hocico suficiente para poder hablar.
Alicia esperó
hasta que aparecieron los ojos, y entonces le saludó con un gesto. «De nada
servirá que le hable», pensó, «hasta que tenga orejas, o al menos una de
ellas». Un minuto después había aparecido toda la cabeza, Y entonces Alicia
dejó en el suelo su flamenco y empezó a contar lo que, ocurría en el juego, muy
contenta de tener a alguien que la escuchara. El Gato creía sin duda que su
parte visible era ya suficiente, y no apareció nada más.
--Me parece
que no juegan ni un poco limpio --empezó Alicia en tono quejumbroso--, y se
pelean de un modo tan terrible que no hay quien se entienda, y no parece que
haya reglas ningunas... Y, si las hay, nadie hace caso de ellas... Y no puedes
imaginar qué lío es el que las cosas estén vivas.
Por ejemplo,
allí va el aro que me tocaba jugar ahora, ¡justo al otro lado del campo! ¡Y le
hubiera dado ahora mismo al erizo de la Reina, pero se largó cuando vio que se
acercaba el mío!
--¿Qué te
parece la Reina? --dijo el Gato en voz baja.
--No me gusta
nada --dijo Alicia . Es tan exagerada... --En este momento, Alicia advirtió que
la Reina estaba justo detrás de ella, escuchando lo que decía, de modo que
siguió--: ... tan exageradamente dada a ganar, que no merece la pena terminar
la partida.
La Reina
sonrió y reanudó su camino.
--¿Con quién
estás hablando? --preguntó el Rey, acercándose a Alicia y mirando la cabeza del
Gato con gran curiosidad.
--Es un amigo
mío... un Gato de Cheshire --dijo Alicia--. Permita que se lo presente.
--No me gusta
ni pizca su aspecto --aseguró el Rey--. Sin embargo, puede besar mi mano si así
lo desea.
--Prefiero no
hacerlo --confesó el Gato.
--No seas
impertinente --dijo el Rey--, ¡Y no me mires de esta manera!
Y se refugió
detrás de Alicia mientras hablaba.
--Un gato
puede mirar cara a cara a un rey --sentenció Alicia--. Lo he leído en un libro,
pero no recuerdo cuál.
--Bueno, pues
hay que eliminarlo --dijo el Rey con decisión, y llamó a la Reina, que
precisamente pasaba por allí--. ¡Querida! ¡Me gustaría que eliminaras a este
gato!
Para la Reina
sólo existía un modo de resolver los problemas, fueran grandes o pequeños.
--¡Que le
corten la cabeza! --ordenó, sin molestarse siquiera en echarles una ojeada.
--Yo mismo
iré a buscar al verdugo --dijo el Rey apresuradamente.
Y se alejó
corriendo de allí.
Alicia pensó
que sería mejor que ella volviese al juego y averiguase cómo iba la partida,
pues oyó a lo lejos la voz de la Reina, que aullaba de furor.
Acababa de
dictar sentencia de muerte contra tres de los jugadores, por no haber jugado
cuando les tocaba su turno. Y a Alicia no le gustaba ni pizca el aspecto que
estaba tomando todo aquello, porque la partida había llegado a tal punto de
confusión que le era imposible saber cuándo le tocaba jugar y cuándo no. Así
pues, se puso a buscar su erizo.
El erizo se
había enzarzado en una pelea con otro erizo, y esto le pareció a Alicia una
excelente ocasión para hacer una carambola: la única dificultad era que su
flamenco se había largado al otro extremo del jardín, y Alicia podía verlo
allí, aleteando torpemente en un intento de volar hasta las ramas de un árbol.
Cuando hubo
recuperado a su flamenco y volvió con el, la pelea había terminado, y no se
veía rastro de ninguno de los erizos. «Pero esto no tiene demasiada
importancia», pensó Alicia, «ya que todos los aros se han marchado de esta
parte del campo». Así pues, sujetó bien al flamenco debajo del brazo, para que
no volviera a escaparse, y se fue a charlar un poco más con su amigo.
Cuando volvió
junto al Gato de Cheshire, quedó sorprendida al ver que un gran grupo de gente
se había congregado a su alrededor. El verdugo, el Rey y la Reina discutían
acaloradamente, hablando los tres a la vez, mientras los demás guardaban
silencio y parecían sentirse muy incómodos.
En cuanto
Alicia entró en escena, los tres se dirigieron a ella para que decidiera la
cuestión, y le dieron sus argumentos. Pero, como hablaban todos a la vez, se le
hizo muy difícil entender exactamente lo que le decían.
La teoría del
verdugo era que resultaba imposible cortar una cabeza si no había cuerpo del
que cortarla; decía que nunca había tenido que hacer una cosa parecida en el
pasado y que no iba a empezar a hacerla a estas alturas de su vida.
La teoría del
Rey era que todo lo que tenía una cabeza podía ser decapitado, y que se dejara
de decir tonterías.
La teoría de
la Reina era que si no solucionaban el problema inmediatamente, haría cortar la
cabeza a cuantos la rodeaban. (Era esta última amenaza la que hacía que todos
tuvieran un aspecto grave y asustado.)A Alicia sólo se le ocurrió decir:
--El Gato es
de la Duquesa. Lo mejor será preguntarle a ella lo que debe hacerse con él.
--La Duquesa
está en la cárcel --dijo la Reina al verdugo--. Ve a buscarla.
Y el verdugo
partió como una flecha.
La cabeza del
Gato empezó a desvanecerse a partir del momento en que el verdugo se fue, y,
cuando éste volvió con la Duquesa, había desaparecido totalmente. Así pues, el
Rey y el verdugo empezaron a corretear de un lado a otro en busca del Gato,
mientras el resto del grupo volvía a la partida de croquet.
Capítulo 9 -
LA HISTORIA DE LA FALSA TORTUGALA HISTORIA DE LA FALSA TORTUGA
--¡No sabes
lo contenta que estoy de volver a verte, querida mía! --dijo la Duquesa,
mientras cogía a Alicia cariñosamente del brazo y se la llevaba a pasear con
ella.
Alicia se
alegró de encontrarla de tan buen humor, y pensó para sus adentros que quizá
fuera sólo la pimienta lo que la tenía hecha una furia cuando se conocieron en
la cocina. «Cuando yo sea Duquesa», se dijo (aunque no con demasiadas
esperanzas de llegar a serlo), «no tendré ni una pizca de pimienta en mi
cocina. La sopa está muy bien sin pimienta... A lo mejor es la pimienta lo que
pone a la gente de mal humor», siguió pensando, muy contenta de haber hecho un
nuevo descubrimiento, «y el vinagre lo que hace a las personas agrias.,. y la
manzanilla lo que las hace amargas... y... el regaliz y las golosinas lo que
hace que los niños sean dulces. ¡Ojalá la gente lo supiera! Entonces no serían
tan tacaños con los dulces...»
Entretanto, Alicia
casi se había olvidado de la Duquesa, y tuvo un pequeño sobresalto cuando oyó
su voz muy cerca de su oído.
--Estás
pensando en algo, querida, y eso hace que te olvides de hablar. No puedo
decirte en este instante la moraleja de esto, pero la recordaré en seguida.
--Quizá no
tenga moraleja --se atrevió a observar Alicia.
--¡Calla,
calla, criatura! -dijo la Duquesa--. Todo tiene una moraleja, sólo falta saber
encontrarla.
Y se apretujó
más estrechamente contra Alicia mientras hablaba. A Alicia no le gustaba mucho
tenerla tan cerca: primero, porque la Duquesa era muy fea; y, segundo, porque
tenía exactamente la estatura precisa para apoyar la barbilla en el hombro de
Alicia, y era una barbilla puntiaguda de lo más desagradable.
Sin embargo,
como no le gustaba ser grosera, lo soportó lo mejor que pudo.
--La partida
va ahora un poco mejor --dijo, en un intento de reanudar la conversación.
--Así es
--afirmó la Duquesa--, y la moraleja de esto es... «Oh, el amor, el amor. El
amor hace girar el mundo.»
--Cierta
persona dijo --rezongó Alicia-- que el mundo giraría mejor si cada uno se
ocupara de sus propios asuntos.
--Bueno,
bueno. En el fondo viene a ser lo mismo --dijo la Duquesa, y hundió un poco más
la puntiaguda barbilla en el hombro de Alicia al añadir--: Y la moraleja de
esto es...
«¡Qué manía
en buscarle a todo una moraleja!», pensó Alicia.
--Me parece
que estás sorprendida de que no te pase el brazo por la cintura --dijo la
Duquesa tras unos instantes de silencio--. La razón es que tengo mis dudas
sobre el carácter de tu flamenco. ¿Quieres que intente el experimento?
--A lo mejor
le da un picotazo --replicó prudentemente Alicia, que no tenía las menores
ganas de que se intentara el experimento.
--Es verdad
--reconoció la Duquesa--. Los flamencos y la mostaza pican. Y la moraleja de
esto es: «Pájaros de igual plumaje hacen buen maridaje».
--Sólo que la
mostaza no es un pájaro --observó Alicia.
--Tienes toda
la razón --dijo la Duquesa--. ¡Con qué claridad planteas las cuestiones!
--Es un
mineral, creo --dijo Alicia.
--Claro que
lo es --asintió la Duquesa, que parecía dispuesta a estar de acuerdo con todo
lo que decía Alicia--. Hay una gran mina de mostaza cerca de aquí. Y la
moraleja de esto es...
--¡Ah, ya me
acuerdo! --exclamó Alicia, que no había prestado atención a este último
comentario--. Es un vegetal. No tiene aspecto de serlo, pero lo es.
--Enteramente
de acuerdo --dijo la Duquesa--, y la moraleja de esto es: «Sé lo que quieres
parecer» o, si quieres que lo diga de un modo más simple: «Nunca imagines ser
diferente de lo que a los demás pudieras parecer o hubieses parecido ser si les
hubiera parecido que no fueses lo que eres».
--Me parece
que esto lo entendería mejor --dijo Alicia amablemente-- si lo viera escrito,
pero tal como usted lo dice no puedo seguir el hilo.
--¡Esto no es
nada comparado con lo que yo podría decir si quisiera! --afirmó la Duquesa con
orgullo.
--¡Por favor,
no se moleste en decirlo de una manera más larga! --imploró Alicia.
--¡Oh, no
hables de molestias! --dijo la Duquesa--. Te regalo con gusto todas las cosas
que he dicho hasta este momento.
«¡Vaya
regalito!», pensó Alicia. «¡Menos mal que no existen regalos de cumpleaños de
este tipo!» Pero no se atrevió a decirlo en voz alta.
--¿Otra vez
pensativa? --preguntó la Duquesa, hundiendo un poco más la afilada barbilla en
el hombro de Alicia.
--Tengo
derecho a pensar, ¿no? --replicó Alicia con acritud, porque empezaba a estar
harta de la Duquesa.
--Exactamente
el mismo derecho dijo la Duquesa-- que el que tienen los cerdos a volar, y la
mora...
Pero en este
punto, con gran sorpresa de Alicia, la voz de la Duquesa se perdió en un
susurro, precisamente en medio de su palabra favorita, «moraleja», y el brazo
con que tenía cogida a Alicia empezó a temblar. Alicia levantó los ojos, y vio
que la Reina estaba delante de ellas, con los brazos cruzados y el ceño
tempestuoso.
--¡Hermoso
día, Majestad! --empezó a decir la Duquesa en voz baja y temblorosa.
--Ahora vamos
a dejar las cosas bien claras rugió la Reina, dando una patada en el suelo
mientras hablaba--: ¡O tú o tu cabeza tenéis que desaparecer del mapa! ¡Y en
menos que canta un gallo! ¡Elige!
La Duquesa
eligió, y desapareció a toda prisa.
--Y ahora
volvamos al juego --le dijo la Reina a Alicia.
Alicia estaba
demasiado asustada para decir esta boca es mía, pero siguió dócilmente a la
Reina hacia el campo de croquet.
Los otros
invitados habían aprovechado la ausencia de la Reina, y se habían tumbado a la
sombra, pero, en cuanto la vieron, se apresuraron a volver al juego, mientras
la Reina se limitaba a señalar que un segundo de retraso les costaría la vida.
Todo el
tiempo que estuvieron jugando, la Reina no dejó de pelearse con los otros
jugadores, ni dejó de gritar «¡Que le corten a éste la cabeza!» o «¡Que le
corten a ésta la cabeza!» Aquellos a los que condenaba eran puestos bajo la
vigilancia de soldados, que naturalmente tenían que dejar de hacer de aros, de
modo que al cabo de una media hora no quedaba ni un solo aro, y todos los
jugadores, excepto el Rey, la Reina y Alicia, estaban arrestados y bajo
sentencia de muerte.
Entonces la
Reina abandonó la partida, casi sin aliento, y le preguntó a Alicia :
--¿Has visto
ya a la Falsa Tortuga?
--No --dijo
Alicia--. Ni siquiera sé lo que es una Falsa Tortuga.
--¿Nunca has
comido sopa de tortuga? --preguntó la Reina--. Pues hay otra sopa que parece de
tortuga pero no es de auténtica tortuga. La Falsa Tortuga sirve para hacer esta
sopa.
--Nunca he
visto ninguna, ni he oído hablar de ella --dijo Alicia.
--¡Andando,
pues! --ordenó la Reina--. Y la Falsa Tortuga te contará su historia.
Mientras se
alejaban juntas, Alicia oyó que el Rey decía en voz baja a todo el grupo:
«Quedáis todos perdonados.» «¡Vaya, eso sí que está bien!», se dijo Alicia, que
se sentía muy inquieta por el gran número de ejecuciones que la Reina había
ordenado.
Al poco rato
llegaron junto a un Grifo, que yacía profundamente dormido al sol. (Si no
sabéis lo que es un grifo, mirad el dibujo).
--¡Arriba,
perezoso! --ordenó la Reina--. Y acompaña a esta señorita a ver a la Falsa
Tortuga y a que oiga su historia. Yo tengo que volver para vigilar unas cuantas
ejecuciones que he ordenado.
Y se alejó de
allí, dejando a Alicia sola con el Grifo. A Alicia no le gustaba nada el
aspecto de aquel bicho, pero pensó que, a fin de cuentas, quizás estuviera más
segura si se quedaba con él que si volvía atrás con el basilisco de la Reina.
Así pues, esperó.
El Grifo se
incorporó y se frotó los ojos; después estuvo mirando a la Reina hasta que se
perdió de vista; después soltó una carcajada burlona.
--¡Tiene
gracia! --dijo el Grifo, medio para sí, medio dirigiéndose a Alicia.
--¿Qué es lo
que tiene gracia? --preguntó Alicia.
--Ella
--contestó el Grifo. Todo son fantasías suyas. Nunca ejecutan a nadie, sabes.
¡Vamos!
«Aquí todo el
mundo da órdenes», pensó Alicia, mientras lo seguía con desgana.
«¡No había
recibido tantas órdenes en toda mi vida! ¡Jamás!»No habían andado mucho cuando
vieron a la Falsa Tortuga a lo lejos, sentada triste y solitaria sobre una
roca, y, al acercarse, Alicia pudo oír que suspiraba como si se le partiera el
corazón. Le dio mucha pena.
--¿Qué
desgracia le ha ocurrido? --preguntó al Grifo.
Y el Grifo
contestó, casi con las mismas palabras de antes:
--Todo son
fantasías suyas. No le ha ocurrido ninguna desgracia, sabes.
¡Vamos!
Así pues,
llegaron junto a la Falsa Tortuga, que los miró con sus grandes ojos llenos de
lágrimas, pero no dijo nada.
--Aquí esta
señorita -explicó el Grifo-- quiere conocer tu historia.
--Voy a
contársela --dijo la Falsa Tortuga en voz grave y quejumbrosa--.
Sentaos los
dos, y no digáis ni una sola palabra hasta que yo haya terminado.
Se sentaron
pues, y durante unos minutos nadie habló. Alicia se dijo para sus adentros: «No
entiendo cómo va a poder terminar su historia, si no se decide a empezarla».
Pero esperó pacientemente.
--Hubo un
tiempo --dijo por fin la Falsa Tortuga, con un profundo suspiro-- en que yo era
una tortuga de verdad.
Estas
palabras fueron seguidas por un silencio muy largo, roto sólo por uno que otro
graznido del Grifo y por los constantes sollozos de la Falsa Tortuga.
Alicia estaba
a punto de levantarse y de decir: «Muchas gracias, señora, por su interesante
historia», pero no podía dejar de pensar que tenía forzosamente que seguir algo
más, conque siguió sentada y no dijo nada.
--Cuando
éramos pequeñas --siguió por fin la Falsa Tortuga, un poco más tranquila, pero
sin poder todavía contener algún sollozo--, íbamos a la escuela del mar. El
maestro era una vieja tortuga a la que llamábamos Galápago.
--¿Por qué lo
llamaban Galápago, si no era un galápago? --preguntó Alicia.
--Lo
llamábamos Galápago porque siempre estaba diciendo que tenía a «gala» enseñar
en una escuela de «pago» --explicó la Falsa Tortuga de mal humor--.
¡Realmente
eres una niña bastante tonta!
--Tendrías
que avergonzarte de ti misma por preguntar cosas tan evidentes --añadió el
Grifo.
Y el Grifo y
la Falsa Tortuga permanecieron sentados en silencio, mirando a la pobre Alicia,
que hubiera querido que se la tragara la tierra. Por fin el Grifo le dijo a la
Falsa Tortuga:
--Sigue con tu
historia, querida. ¡No vamos a pasarnos el día en esto!
Y la Falsa
Tortuga siguió con estas palabras:
--Sí, íbamos
a la escuela del mar, aunque tú no lo creas...
--¡Yo nunca
dije que no lo creyera! --la interrumpió Alicia.
--Sí lo
hiciste --dijo la Falsa Tortuga. --¡Cállate esa boca! --añadió el Grifo, antes
de que Alicia pudiera volver a hablar.
La Falsa
Tortuga siguió:
--Recibíamos
una educación perfecta... En realidad, íbamos a la escuela todos los días...
--También yo
voy a la escuela todos los días --dijo Alicia--. No hay motivo para presumir
tanto.
--¿Una
escuela con clases especiales? --preguntó la Falsa Tortuga con cierta ansiedad.
--Sí
--contestó Alicia. Tenemos clases especiales de francés y de música.
--¿Y lavado?
--preguntó la Falsa Tortuga.
--¡Claro que
no! --protestó Alicia indignada.
--¡Ah! En tal
caso no vas en realidad a una buena escuela --dijo la Falsa Tortuga en tono de
alivio--. En nuestra escuela había clases especiales de francés, música y
lavado.
-No han
debido servirle de gran cosa --observó Alicia--, viviendo en el fondo del mar.
--Yo no tuve
ocasión de aprender --dijo la Falsa Tortuga con un suspiro--.
Sólo asistí a
las clases normales.
--¿Y cuales
eran esos? --preguntó Alicia interesada.
--Nos
enseñaban a beber y a escupir, naturalmente. Y luego, las diversas materias de
la aritmética: a saber, fumar, reptar, feificar y sobre todo la dimisión.
--Jamás oí
hablar de feificar --respondió Alicia.
El Grifo se
alzó sobre dos patas, muy asombrado:
--¡Cómo!
¿Nunca aprendiste a feificar? Por lo menos sabrás lo que significa
"embellecer".
--Pues... eso
sí, quiere decir hacer algo más bello de lo que es.
--Pues
--respondió el Grifo triunfalmente-, si no sabes ahora lo que quiere decir
feificar es que estás completamente tonta.
Con lo cual
cerró la boca a Alicia, la que ya no se atrevió a seguir preguntando lo que
significaban las cosas. Dijo a la Falsa Tortuga:
--¿Qué otras
cosas aprendías allí?
--Pues
aprendía Histeria, histeria antigua y moderna. También Mareografía, y dibujo.
El profesor era un congrio que venía a darnos clase una vez por semana y que
nos enseñó eso, más otras cosas, como la tintura al boleo.
--¿Y eso qué
es? --preguntó Alicia.
--No puedo
hacerte una demostración, ya que ahora estoy muy baja de forma --respondió la
Falsa Tortuga. Y el Grifo, como él mismo podrá decirte, nunca aprendió a tintar
al boleo.
--Nunca tuve
tiempo suficiente --se excusó el Grifo. --Pero sí que iba a las clases de
Letras. Y teníamos un maestro que era un gran maestro, un viejo cangrejo.
--Nunca fui a sus clases --dijo la Falsa Tortuga lloriqueando--, dicen que
enseñaba patín y riego.
--Sí, sí que
lo hacía --respondió el Grifo. Y las dos se taparon la cabeza con las patas,
muy soliviantadas.
--¿Cuantas
horas al día duraban esas lecciones? --preguntó Alicia interesada, aunque no
lograba entender mucho qué eran aquellas asignaturas tan raras, o si es que no
sabían pronunciar. Tintura al bóleo debería ser pintura al óleo, y patín y
riego serían latín y griego, pero lo que es las otras, se le escapaban.
--Teníamos
diez horas al día el primer día. Luego, el segundo día, nueve y así
sucesivamente.
--Pues me
resulta un horario muy extraño --observó la niña.
--Por eso se
llamaban cursos, no entiendes nada. Se llamaban cursos porque se acortaban de
día en día.
Eso resultaba
nuevo para Alicia y antes de hacer una nueva pregunta le dio unas cuantas
vueltas al asunto.
Por fin
preguntó:
--Entonces,
el día once, sería fiesta, claro.
--Naturalmente
que sí --respondió la Falsa Tortuga.
--¿Y el
doceavo?
--Basta de
cursos ya --ordenó el Grifo autoritariamente. --Cuéntale ahora algo sobre los
juegos.
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