La declaración de Alicia
Capítulo 10 -
EL BAILE DE LA LANGOSTAEL BAILE DE LA LANGOSTA
La Falsa
Tortuga suspiró profundamente y se enjugó una lágrima con la aleta. Antes de
hablar, miró a Alicia durante bastante tiempo, mientras los sollozos casi la
ahogaban.
--Se te ha
atragantado un hueso, parece --dijo el Grifo poco respetuoso. Y se puso a darle
golpes en la concha por la parte de la espalda.
Por fin la
Tortuga recobró la voz y reanudó su narración, solo que las lágrimas resbalaban
por su vieja cara arrugada.
--Tú acaso no
hayas vivido mucho tiempo en el fondo del mar...
--Desde luego
que no», dijo Alicia.
--Y quizá no
hayas entrado nunca en contacto con una langosta.
Alicia empezó
a decir: «Una vez comí...», pero se interrumpió a toda prisa por si alguien se
sentía ofendido.
--No, nunca
--respondió.
Pues
entonces, ¡no puedes tener ni idea de lo agradable que resulta el Baile de la
Langosta.
--No
reconoció Alicia--. ¿Qué clase de baile es éste?
--Verás
--dijo el Grifo--, primero se forma una línea a lo largo de la playa...
--¡Dos
líneas! --gritó la Falsa Tortuga--. Focas, tortugas y demás. Entonces, cuando
se han quitado todas las medusas de en medio...
--Cosa que
por lo general lleva bastante tiempo --interrumpió el Grifo.
--... se dan
dos pasos al frente...
--¡Cada uno
con una langosta de pareja! --gritó el Grifo.
--Por
supuesto --dijo la Falsa Tortuga--. Se dan dos pasos al frente, se forman
parejas...
--... se
cambia de langosta, y se retrocede en el mismo orden --siguió el Grifo.
--Entonces
--siguió la Falsa Tortuga-- se lanzan las...
--¡Las
langostas! --exclamó el Grifo con entusiasmo, dando un salto en el aire.
--...lo más
lejos que se pueda en el mar...
--¡Y a nadar
tras ellas! -chilló el Grifo.
--¡Se da un
salto mortal en el mar! --gritó la Falsa Tortuga, dando palmadas de entusiasmo.
--¡Se cambia
otra vez de langosta! --aulló el Grifo.
--Se vuelve a
la playa, y... aquí termina la primera figura --dijo la Falsa Tortuga, mientras
bajaba repentinamente la voz.
Y las dos
criaturas, que habían estado dando saltos y haciendo cabriolas durante toda la
explicación, se volvieron a sentar muy tristes y tranquilas, y miraron a
Alicia.
--Debe de ser
un baile precioso --dijo Alicia con timidez.
--¿Te gustaría
ver un poquito cómo se baila? --propuso la Falsa Tortuga.
--Claro, me
gustaría muchísimo -dijo Alicia.
--¡Ea, vamos
a intentar la primera figura! --le dijo la Falsa Tortuga al Grifo--. Podemos
hacerlo sin langostas, sabes. ¿Quién va a cantar?
--Cantarás tú
--dijo el Grifo--. Yo he olvidado la letra.
Empezaron
pues a bailar solemnemente alrededor de Alicia, dándole un pisotón cada vez que
se acercaban demasiado y llevando el compás con las patas delanteras, mientras
la Falsa Tortuga entonaba lentamente y con melancolía:
"¿Porqué
no te mueves más aprisa? le pregunto una pescadilla a un caracol.
Porque tengo
tras mí un delfín pisoteándome el talón.
¡Mira lo
contentas que se ponen las langostas y tortugas al andar!
Nos esperan
en la playa --¡Venga! ¡Baila y déjate llevar!
¡Venga,
baila, venga, baila, venga, baila y déjate llevar!
¡Baila,
venga, baila, venga, baila, venga y déjate llevar!"
"¡No te
puedes imaginar qué agradable es el baile cuando nos arrojan con las langostas
hacia el mar!
Pero el
caracol respondía siempre: "¡Demasiado lejos, demasiado lejos!" y ni
siquiera se preocupaba de mirar.
"No
quería bailar, no quería bailar, no quería bailar..."
--Muchas
gracias. Es un baile muy interesante --dijo Alicia, cuando vio con alivio que
el baile había terminado--. ¡Y me ha gustado mucho esta canción de la
pescadilla!
--Oh,
respecto a la pescadilla... --dijo la Falsa Tortuga--. Las pescadillas son...
Bueno, supongo que tú ya habrás visto alguna.
--Sí
-respondió Alicia--, las he visto a menudo en la cen...
Pero se
contuvo a tiempo y guardó silencio.
--No sé qué
es eso de cen --dijo la Falsa Tortuga--, pero, si las has visto tan a menudo,
sabrás naturalmente cómo son.
--Creo que sí
--respondió Alicia pensativa. Llevan la cola dentro de la boca y van cubiertas
de pan rallado.
--Te
equivocas en lo del pan --dijo la Falsa Tortuga--. En el mar el pan rallado
desaparecería en seguida. Pero es verdad que llevan la cola dentro de la boca,
y la razón es... --Al llegar a este punto la Falsa Tortuga bostezó y cerró los
ojos--. Cuéntale tú la razón de todo esto -añadió, dirigiéndose al Grifo.
--La razón es
--dijo el Grifo-- que las pescadillas quieren participar con las langostas en
el baile. Y por lo tanto las arrojan al mar. Y por lo tanto tienen que ir a
caer lo más lejos posible. Y por lo tanto se cogen bien las colas con la boca.
Y por lo tanto no pueden después volver a sacarlas. Eso es todo.
--Gracias
--dijo Alicia--. Es muy interesante. Nunca había sabido tantas cosas sobre las
pescadillas.
--Pues aún
puedo contarte más cosas sobre ellas-- dijo el Grifo.-- ¿A que no sabes por qué
las pescadillas son blancas?
--No, y jamás
me lo he preguntado, la verdad ¿Por qué son blancas? --Pues porque sirven para
darle brillo a los zapatos y las botas, por eso, por lo blancas que son--
respondió el Grifo muy satisfecho.
Alicia
permaneció asombrada, con la boca abierta.
--Para sacar
brillo-- repetía estupefacta--. No me lo explico.
--Pero,
claro. ¿A ver? ¿Cómo se limpian los zapatos? Vamos, ¿cómo se les saca brillo?
Alicia se miró
los pies, pensativa, y vaciló antes de dar una explicación lógica.
--Con betún
negro, creo.
--Pues bajo
el mar, a los zapatos se les da blanco de pescadilla-- respondió el Grifo
sentenciosamente.-- Ahora ya lo sabes.
--¿Y de que
están hechos?
--De mero y
otros peces, vamos hombre, si cualquier gamba sabría responder a esa pregunta--
respondió el Grifo con impaciencia.
--Si yo
hubiera sido una pescadilla, le hubiera dicho al delfín: "Haga el favor de
marcharse, porque no deseamos estar con usted".-- dijo Alicia pensando en
una estrofa de la canción.
--No--
respondió la Falsa Tortuga.-- No tenían más remedio que estar con él, ya que no
hay ningún pez que se respete que no quiera ir acompañado de un delfín.
--¿Eso es
así? --preguntó Alicia muy sorprendida.
--¡Claro que
no!-- replicó la Falsa Tortuga.-- Si a mí se me acercase un pez y me dijera que
marchaba de viaje, le preguntaría primeramente: "¿Y con qué delfín vas?
Alicia se
quedó pensativa. Luego aventuró:
--No sería en
realidad lo que le dijera ¿con que fin?
--¡Digo lo
que digo!-- aseguró la Tortuga ofendida.
--Y ahora
--dijo el Grifo, dirigiéndose a Alicia--, cuéntanos tú alguna de tus aventuras.
--Puedo
contaros mis aventuras... a partir de esta mañana --dijo Alicia con cierta
timidez--. Pero no serviría de nada retroceder hasta ayer, porque ayer yo era
otra persona.
--¡Es un
galimatías! Explica todo esto --dijo la Falsa Tortuga.
--¡No, no!
Las aventuras primero --exclamó el Grifo con impaciencia--, las explicaciones
ocupan demasiado tiempo.
Así pues, Alicia
empezó a contar sus aventuras a partir del momento en que vio por primera vez
al Conejo Blanco. Al principio estaba un poco nerviosa, porque las dos
criaturas se pegaron a ella, una a cada lado, con ojos y bocas abiertos como
naranjas, pero fue cobrando valor a medida que avanzaba en su relato. Sus
oyentes guardaron un silencio completo hasta que llegó el momento en que le
había recitado a la Oruga el poema aquél de "Has envejecido, Padre
Guillermo..." que en realidad le había salido muy distinto de lo que era.
Al llegar a este punto, la Falsa Tortuga dio un profundo suspiro y dijo:
--Todo eso me
parece muy curioso.
--No puede
ser más curioso- remachó el Grifo.
--Te salió
tan diferente... --repitió la Tortuga--, que me gustaría que nos recitases algo
ahora.
Se volvió al
Grifo.
--Dile que
empiece.
El Grifo
indicó:
--Ponte en
pie y recita eso de "Es la voz del perezoso..."
--Pero,
¡cuántas órdenes me dan estas criaturas! --dijo Alicia en voz baja--.
Parece como
si me estuvieran haciendo repetir las lecciones. Para esto lo mismo me daría
estar en la escuela.
Pero se puso
en pie y comenzó obedientemente a recitar el poema. Mientras tanto, no dejaba
de darle vueltas en su cabeza a la danza de las langostas y en realidad apenas
sabía lo que estaba diciendo. Y así le resultó lo que recitaba:
La voz de la
Langosta
he oído
declarar:
Me han
tostado demasiado
y ahora
tendré que ponerme azúcar.
Lo mismo que
el pato hace con los párpados
hace la
langosta con su nariz:
ajustarse el
cinturón y abotonarse
mientras
tuerce los tobillos.
Cuando la
arena está seca
Está feliz,
tanto como una perdiz,
y habla con
desprecio del tiburón.
Pero cuando
la marea sube
y los
tiburones la cercan,
se le quiebra
la voz
Y sólo sabe
balbucear.
El Grifo
dijo:
--No lo oía
así yo cuando era niño. Resulta distinto.
--Puede ser,
aunque lo cierto es que yo jamás he oído ese poema-- dijo la Falsa Tortuga--,
pero el caso es que me suena a disparates.
Alicia no
contestó. Se cubrió la cara con las manos, tras de sentarse de nuevo y se
preguntó si sería posible que nada pudiera suceder allí de una manera natural.
--Veamos, me
gustaría escuchar una explicación lógica-- dijo la Falsa Tortuga.
--No sabe
explicarlo-- intervino el Grifo.-- Pero, bueno, prosigue con la siguiente
estrofa.
--Pero--
insistió la Tortuga--, ¿qué hay de los tobillos! ¿Cómo podía torcérselos con la
nariz?
--Se trata de
la primera posición de todo el baile-- aclaró Alicia, que, sin embargo, no
comprendía nada de lo que estaba sucediendo, y deseaba cambiar el tema de la
conversación.
--¡Prosigue
con la siguiente estrofa!-- reclamó el Grifo.-- Si no me equivoco es la que
comienza diciendo: "Pasé por su jardín...".
Alicia
obedeció, aunque estaba segura de que todo iba a seguir saliendo tergiversado.
Con voz temblorosa dijo:
Pasé por su
jardín
y con un solo
ojo
pude observar
muy bien
cómo el búho
y la pantera
estaban
repartiéndose un pastel.
La pantera se
llevó la pasta,
la carne y el
relleno,
mientras que
al búho le tocaba
sólo la
fuente que contenía el pastel.
Cuando
terminaron de comérselo,
al búho le
tocaba
sólo la
fuente que contenía el pastel.
Cuando
terminaron de comérselo,
el búho como
regalo,
se llevó en
el bolsillo la cucharilla,
en tanto la
pantera, con el cuchillo y el tenedor,
terminaba el
singular banquete.
--Lo que digo
yo-- dijo la Tortuga, --es ¿de qué nos sirve tanto recitar y recitar? ¿Si no
explicas el significado de los que estás diciendo! ¡Bueno! ¡Esto es lo más
confuso que he oído en mi vida!
--Desde luego
--asintió el Grifo--. Creo que lo mejor será que lo dejes.
Y Alicia se
alegró muchísimo. --¿Intentamos otra figura del Baile de la Langosta? --siguió
el Grifo--. ¿O te gustaría que la Falsa Tortuga te cantara otra canción?
--¡Otra
canción, por favor, si la Falsa Tortuga fuese tan amable! --exclamó Alicia, con
tantas prisas que el Grifo se sintió ofendido.
--¡Vaya!
--murmuró en tono dolido--. ¡Sobre gustos no hay nada escrito! ¿Quieres
cantarle Sopa de Tortuga, amiga mía?
La Falsa
Tortuga dio un profundo suspiro y empezó a cantar con voz ahogada por los
sollozos:
Hermosa sopa,
en la sopera,
tan verde y
rica, nos espera.
Es exquisita,
es deliciosa.
¡Sopa de
noche, hermosa sopa!
¡Hermoooo-sa
soooo-pa!
¡Hermooo~-sa
soooo-pa!
¡Soooo-pa de
la noooo-che!
¡Hermosa,
hermosa sopa!
--¡Canta la
segunda estrofa! --exclamó el Grifo.
Y la Falsa
Tortuga acababa de empezarla, cuando se oyó a lo lejos un grito de «¡Se abre el
juicio!»
--¡Vamos!
--gritó el Grifo.
Y, cogiendo a
Alicia de la mano, echó a correr, sin esperar el final de la canción.
--¿Qué juicio
es éste? --jadeó Alicia mientras corrían.
Pero el Grifo
se limitó a contestar: «¡Vamos! », y se puso a correr aún más aprisa, mientras,
cada vez más débiles, arrastradas por la brisa que les seguía, les llegaban las
melancólicas palabras:
¡Soooo-pa de
la noooo-che!
¡Hermosa,
hermosa sopa!
Capítulo 11 -
¿QUIEN ROBO LAS TARTAS?
Cuando
llegaron, el Rey y la Reina de Corazones estaban sentados en sus tronos, y
había una gran multitud congregada a su alrededor: toda clase de pajarillos y
animalitos, así como la baraja de cartas completa. El Valet estaba de pie ante
ellos, encadenado, con un soldado a cada lado para vigilarlo. Y cerca del Rey
estaba el Conejo Blanco, con una trompeta en una mano y un rollo de pergamino
en la otra. Justo en el centro de la sala había una mesa y encima de ella una
gran bandeja de tartas: tenían tan buen aspecto que a Alicia se le hizo la boca
agua al verlas. «¡Ojalá el juicio termine pronto», pensó, «y repartan la
merienda!» Pero no parecía haber muchas posibilidades de que así fuera, y
Alicia se puso a mirar lo que ocurría a su alrededor, para matar el tiempo.
No había
estado nunca en una corte de justicia, pero había leído cosas sobre ellas en
los libros, y se sintió muy satisfecha al ver que sabía el nombre de casi todo
lo que allí había.
--Aquél es el
juez --se dijo a sí misma--, porque lleva esa gran peluca.
El Juez, por
cierto, era el Rey; y como llevaba la corona encima de la peluca, no parecía
sentirse muy cómodo, y desde luego no tenía buen aspecto.
--Y aquello
es el estrado del jurado --pensó Alicia--, y esas doce criaturas (se vio
obligada a decir «criaturas», sabéis, porque algunos eran animales de pelo y
otros eran pájaros) supongo que son los miembros del jurado.
Repitió esta
última palabra dos o tres veces para sí, sintiéndose orgullosa de ella: Alicia
pensaba, y con razón, que muy pocas niñas de su edad podían saber su
significado.
Los doce
jurados estaban escribiendo afanosamente en unas pizarras.
--¿Qué están
haciendo? --le susurró Alicia al Grifo--. No pueden tener nada que anotar
ahora, antes de que el juicio haya empezado.
--Están
anotando sus nombres --susurró el Grifo como respuesta--, no vaya a ser que se
les olviden antes de que termine el juicio.
--¡Bichejos
estúpidos! --empezó a decir Alicia en voz alta e indignada.
Pero se
detuvo rápidamente al oír que el Conejo Blanco gritaba: «¡Silencio en la
sala!», y al ver que el Rey se calaba los anteojos y miraba severamente a su
alrededor para descubrir quién era el que había hablado.
Alicia pudo
ver, tan bien como si estuviera mirando por encima de sus hombros, que todos
los miembros del jurado estaban escribiendo «¡bichejos estúpidos!» en sus
pizarras, e incluso pudo darse cuenta de que uno de ellos no sabía cómo se
escribía «bichejo» y tuvo que preguntarlo a su vecino. «¡Menudo lío habrán armado
en sus pizarras antes de que el juicio termine!», pensó Alicia.
Uno de los
miembros del jurado tenía una tiza que chirriaba. Naturalmente esto era algo
que Alicia no podía soportar, así pues dio la vuelta a la sala, se colocó a sus
espaldas, y encontró muy pronto oportunidad de arrebatarle la tiza. Lo hizo con
tanta habilidad que el pobrecillo jurado (era Bill, la Lagartija) no se dio
cuenta en absoluto de lo que había sucedido con su tiza; y así, después de
buscarla por todas partes, se vio obligado a escribir con un dedo el resto de
la jornada; y esto no servía de gran cosa, pues no dejaba marca alguna en la
pizarra.
--¡Heraldo,
lee la acusación! -dijo el Rey.
Y entonces el
Conejo Blanco dio tres toques de trompeta, y desenrolló el pergamino, y leyó lo
que sigue:
La Reina
cocinó varias tartas
un día de
verano azul,
el Valet se
apoderó de esas tartas
Y se las
llevó a Estambul.
--¡Considerad
vuestro veredicto! --dijo el Rey al jurado.
--¡Todavía
no! ¡Todavía no! le interrumpió apresuradamente el Conejo--. ¡Hay muchas otras
cosas antes de esto!
--Llama al
primer testigo --dijo el Rey.
Y el Conejo
dio tres toques de trompeta y gritó:
--¡Primer
testigo!
El primer
testigo era el Sombrerero. Compareció con una taza de té en una mano y un
pedazo de pan con mantequilla en la otra.
--Os ruego me
perdonéis, Majestad --empezó--, por traer aquí estas cosas, pero no había
terminado de tomar el té, cuando fui convocado a este juicio.
--Debías
haber terminado --dijo el Rey--. ¿Cuándo empezaste?
El Sombrerero
miró a la Liebre de Marzo, que, del brazo del Lirón, lo había seguido hasta
allí.
--Me parece
que fue el catorce de marzo.
--El quince
--dijo la Liebre de Marzo.
--El
dieciséis --dijo el Lirón.
--Anotad todo
esto --ordenó el Rey al jurado.
Y los
miembros del jurado se apresuraron a escribir las tres fechas en sus pizarras,
y después sumaron las tres cifras y redujeron el resultado a chelines y
peniques.
--Quítate tu
sombrero --ordenó el Rey al Sombrerero.
--No es mío,
Majestad --dijo el Sombrero.
--¡Sombrero
robado! --exclamó el Rey, volviéndose hacia los miembros del jurado, que
inmediatamente tomaron nota del hecho.
--Los tengo
para vender --añadió el Sombrerero como explicación--. Ninguno es mío. Soy
sombrerero.
Al llegar a
este punto, la Reina se caló los anteojos y empezó a examinar severamente al
Sombrerero, que se puso pálido y se echó a temblar.
--Di lo que
tengas que declarar --exigió el Rey--, y no te pongas nervioso, o te hago
ejecutar en el acto.
Esto no
pareció animar al testigo en absoluto: se apoyaba ora sobre un pie ora sobre el
otro, miraba inquieto a la Reina, y era tal su confusión que dio un tremendo
mordisco a la taza de té creyendo que se trataba del pan con mantequilla.
En este
preciso momento Alicia experimentó una sensación muy extraña, que la
desconcertó terriblemente hasta que comprendió lo que era: había vuelto a
empezar a crecer. Al principio pensó que debía levantarse y abandonar la sala,
pero lo pensó mejor y decidió quedarse donde estaba mientras su tamaño se lo
permitiera.
--Haz el favor
de no empujar tanto --dijo el Lirón, que estaba sentado a su lado--. Apenas
puedo respirar.
--No puedo
evitarlo --contestó humildemente Alicia--. Estoy creciendo.
--No tienes
ningún derecho a crecer aquí --dijo el Lirón.
--No digas
tonterías --replicó Alicia con más brío--. De sobra sabes que también tú
creces.
--Sí, pero yo
crezco a un ritmo razonable --dijo el Lirón--, y no de esta manera grotesca.
Se levantó
con aire digno y fue a situarse al otro extremo de la sala.
Durante todo
este tiempo, la Reina no le había quitado los ojos de encima al Sombrerero, y,
justo en el momento en que el Lirón cruzaba la sala, ordenó a uno de los
ujieres de la corte:
--¡Tráeme la
lista de los cantantes del último concierto!
Lo que
produjo en el Sombrerero tal ataque de temblor que las botas se le salieron de
los pies.
--Di lo que
tengas que declarar --repitió el Rey muy enfadado--, o te hago ejecutar ahora
mismo, estés nervioso o no lo estés.
--Soy un
pobre hombre, Majestad --empezó a decir el Sombrerero en voz temblorosa--... y
no había empezado aún a tomar el té... no debe hacer siquiera una semana... y
las rebanadas de pan con mantequilla se hacían cada vez más delgadas... y el
titileo del té...
--¿El titileo
de qué? --preguntó el Rey.
--El titileo
empezó con el té --contestó el Sombrerero.
--¡Querrás
decir que titileo empieza con la T! --replicó el Rey con aspereza--. ¿Crees que
no sé ortografía? ¡Sigue!
--Soy un
pobre hombre --siguió el Sombrerero-... y otras cosas empezaron a titilear
después de aquello... pero la Liebre de Marzo dijo...
--¡Yo no dije
eso! --se apresuró a interrumpirle la Liebre de Marzo.
--¡Lo
dijiste! --gritó el Sombrerero.
--¡Lo niego!
--dijo la Liebre de Marzo.
--Ella lo
niega --dijo el Rey--. Tachad esta parte.
--Bueno, en
cualquier caso, el Lirón dijo... --siguió el Sombrerero, y miró ansioso a su
alrededor, para ver si el Lirón también lo negaba, pero el Lirón no negó nada,
porque estaba profundamente dormido--. Después de esto --continuó el
Sombrerero--, cogí un poco más de pan con mantequilla...
--¿Pero qué
fue lo que dijo el Lirón? --preguntó uno de los miembros del jurado.
--De esto no
puedo acordarme --dijo el Sombrerero.
--Tienes que
acordarte --subrayó el Rey--, o haré que te ejecuten.
El
desgraciado Sombrerero dejó caer la taza de té y el pan con mantequilla, y cayó
de rodillas.
--Soy un
pobre hombre, Majestad --empezó.
--Lo que eres
es un pobre orador --dijo sarcástico el Rey.
Al llegar a
este punto uno de los conejillos de indias empezó a aplaudir, y fue
inmediatamente reprimido por los ujieres de la corte. (Como eso de «reprimir»
puede resultar difícil de entender, voy a explicar con exactitud lo que pasó.
Los ujieres tenían un gran saco de lona, cuya boca se cerraba con una cuerda:
dentro de este saco metieron al conejillo de indias, la cabeza por delante, y
después se sentaron encima).
--Me alegro
muchísimo de haber visto esto --se dijo Alicia--. Estoy harta de leer en los
periódicos que, al final de un juicio, «estalló una salva de aplausos, que fue
inmediatamente reprimida por los ujieres de la sala», y nunca comprendí hasta
ahora lo que querían decir.
--Si esto es
todo lo que sabes del caso, ya puedes bajar del estrado --siguió diciendo el
Rey.
--No puedo
bajar más abajo --dijo el Sombrerero--, porque ya estoy en el mismísimo suelo.
--Entonces
puedes sentarte --replicó el Rey.
Al llegar a
este punto el otro conejillo de indias empezó a aplaudir, y fue también
reprimido.
--¡Vaya, con
eso acaban los conejillos de indias! --se dijo Alicia--. Me parece que todo irá
mejor sin ellos.
--Preferiría
terminar de tomar el té --dijo el Sombrerero, lanzando una mirada inquieta
hacia la Reina, que estaba leyendo la lista de cantantes.
--Puedes irte
--dijo el Rey. Y el Sombrerero salió volando de la sala, sin esperar siquiera
el tiempo suficiente para ponerse los zapatos.
--Y al salir
que le corten la cabeza -añadió la Reina, dirigiéndose a uno de los ujieres.
Pero el
Sombrerero se había perdido de vista, antes de que el ujier pudiera llegar a la
puerta de la sala.
--¡Llama al
siguiente testigo! --dijo el Rey.
El siguiente
testigo era la cocinera de la Duquesa. Llevaba el pote de pimienta en la mano,
y Alicia supo que era ella, incluso antes de que entrara en la sala, por el
modo en que la gente que estaba cerca de la puerta empezó a estornudar.
--Di lo que
tengas que declarar --ordenó el Rey.
--De eso nada
--dijo la cocinera.
El Rey miró
con ansiedad al Conejo Blanco, y el Conejo Blanco dijo en voz baja:
--Su Majestad
debe examinar detenidamente a este testigo.
--Bueno, si
debo hacerlo, lo haré --dijo el Rey con resignación, y, tras cruzarse de brazos
y mirar de hito en hito a la cocinera con aire amenazador, preguntó en voz
profunda--: ¿De qué se hacen las tartas?
--Sobre todo
de pimienta --respondió la cocinera.
--Melaza
-dijo a sus espaldas una voz soñolienta.
--Prended a
ese Lirón --chilló la Reina--. ¡Decapitad a ese Lirón! ¡Arrojad a ese Lirón de
la sala! ¡Reprimidle! ¡Pellizcadle! ¡Dejadle sin bigotes!
Durante unos
minutos reinó gran confusión en la sala, para arrojar de ella al Lirón, y,
cuando todos volvieron a ocupar sus puestos, la cocinera había desaparecido.
--¡No
importa! --dijo el Rey, con aire de alivio--. Llama al siguiente testigo. --Y
añadió a media voz dirigiéndose a la Reina-: Realmente, cariño, debieras
interrogar tú al próximo testigo. ¡Estas cosas me dan dolor de cabeza!
Alicia
observó al Conejo Blanco, que examinaba la lista, y se preguntó con curiosidad
quién sería el próximo testigo. «Porque hasta ahora poco ha sido lo que han
sacado en limpio», se dijo para sí. Imaginad su sorpresa cuando el Conejo
Blanco, elevando al máximo volumen su vocecilla, leyó el nombre de:
--¡Alicia!
Capítulo 12 -
LA DECLARACION DE ALICIALA DECLARACION DE ALICIA
--¡Estoy
aquí! --gritó Alicia.
Y olvidando,
en la emoción del momento, lo mucho que había crecido en los últimos minutos,
se puso en pie con tal precipitación que golpeó con el borde de su falda el
estrado de los jurados, y todos los miembros del jurado cayeron de cabeza
encima de la gente que había debajo, y quedaron allí pataleando y agitándose, y
esto le recordó a Alicia intensamente la pecera de peces de colores que ella
había volcado sin querer la semana pasada.
--¡Oh, les
ruego me perdonen! --exclamó Alicia en tono consternado.
Y empezó a
levantarlos a toda prisa, pues no podía apartar de su mente el accidente de la
pecera, y tenía la vaga sensación de que era preciso recogerlas cuanto antes y
devolverlos al estrado, o de lo contrario morirían.
--El juicio
no puede seguir --dijo el Rey con voz muy grave-- hasta que todos los miembros
del jurado hayan ocupado debidamente sus puestos... todos los miembros del
jurado --repitió con mucho énfasis, mirando severamente a Alicia mientras decía
estas palabras.
Alicia miró
hacia el estrado del jurado, y vio que, con las prisas, había colocado a la
Lagartija cabeza abajo, y el pobre animalito, incapaz de incorporarse, no podía
hacer otra cosa que agitar melancólicamente la cola.
Alicia lo
cogió inmediatamente y lo colocó en la postura adecuada.
«Aunque no
creo que sirva de gran cosa», se dijo para sí. «Me parece que el juicio no va a
cambiar en nada por el hecho de que este animalito esté de pies o de cabeza».
Tan pronto
como el jurado se hubo recobrado un poco del shock que había sufrido, y hubo
encontrado y enarbolado de nuevo sus tizas y pizarras, se pusieron todos a
escribir con gran diligencia para consignar la historia del accidente. Todos
menos la Lagartija, que parecía haber quedado demasiado impresionada para hacer
otra cosa que estar sentada allí, con la boca abierta, los ojos fijos en el techo
de la sala.
--¿Qué sabes
tú de este asunto? --le dijo el Rey a Alicia.
--Nada --dijo
Alicia.
--¿Nada de
nada? --insistió el Rey.
--Nada de
nada --dijo Alicia.
--Esto es
algo realmente trascendente --dijo el Rey, dirigiéndose al jurado.
Y los
miembros del jurado estaban empezando a anotar esto en sus pizarras, cuando
intervino a toda prisa el Conejo Blanco:
--Naturalmente,
Su Majestad ha querido decir intrascendente --dijo en tono muy respetuoso, pero
frunciendo el ceño y haciéndole signos de inteligencia al Rey mientras hablaba.
Intrascendente
es lo que he querido decir, naturalmente --se apresuró a decir el Rey.
Y empezó a
mascullar para sí: «Trascendente... intrascendente...
trascendente...
intrascendente...», como si estuviera intentando decidir qué palabra sonaba
mejor.
Parte del
jurado escribió «trascendente», y otra parte escribió «intrascendente». Alicia
pudo verlo, pues estaba lo suficiente cerca de los miembros del jurado para
leer sus pizarras. «Pero esto no tiene la menor importancia», se dijo para sí.
En este
momento el Rey, que había estado muy ocupado escribiendo algo en su libreta de
notas, gritó: «¡Silencio!», y leyó en su libreta:
--Artículo
Cuarenta y Dos. Toda persona que mida más de un kilómetro tendrá que abandonar
la sala.
Todos miraron
a Alicia.
--Yo no mido
un kilómetro --protestó Alicia.
--Sí lo mides
--dijo el Rey.
--Mides casi
dos kilómetros añadió la Reina.
--Bueno, pues
no pienso moverme de aquí, de todos modos --aseguró Alicia--. Y además este
artículo no vale: usted lo acaba de inventar.
--Es el
artículo más viejo de todo el libro --dijo el Rey.
--En tal
caso, debería llevar el Número Uno --dijo Alicia.
El Rey
palideció, y cerró a toda prisa su libro de notas.
--¡Considerad
vuestro veredicto! --ordenó al jurado, en voz débil y temblorosa.
--Faltan
todavía muchas pruebas, con la venia de Su Majestad --dijo el Conejo Blanco,
poniéndose apresuradamente de pie--. Acaba de encontrarse este papel.
--¿Qué dice
este papel? --preguntó la Reina.
--Todavía no
lo he abierto --contestó el Conejo Blanco--, pero parece ser una carta, escrita
por el prisionero a... a alguien.
--Así debe
ser --asintió el Rey--, porque de lo contrario hubiera sido escrita a nadie, lo
cual es poco frecuente.
--¿A quién va
dirigida? --preguntó uno de los miembros del jurado.
--No va
dirigida a nadie --dijo el Conejo Blanco--. No lleva nada escrito en la parte
exterior. --Desdobló el papel, mientras hablaba, y añadió--: Bueno, en realidad
no es una carta: es una serie de versos.
--¿Están en
la letra del acusado? --preguntó otro de los miembros del jurado.
--No, no lo
están --dijo el Conejo Blanco--, y esto es lo más extraño de todo este asunto.
(Todos los
miembros del jurado quedaron perplejos).
--Debe de
haber imitado la letra de otra persona --dijo el Rey.
(Todos los
miembros del jurado respiraron con alivio).
--Con la
venia de Su Majestad --dijo el Valet--, yo no he escrito este papel, y nadie
puede probar que lo haya hecho, porque no hay ninguna firma al final del
escrito.
--Si no lo
has firmado --dijo el Rey--, eso no hace más que agravar tu culpa.
Lo tienes que
haber escrito con mala intención, o de lo contrario habrías firmado con tu
nombre como cualquier persona honrada.
Un unánime
aplauso siguió a estas palabras: en realidad, era la primera cosa sensata que
el Rey había dicho en todo el día.
--Esto prueba
su culpabilidad, naturalmente --exclamó la Reina--. Por lo tanto, que le
corten...
--¡Esto no
prueba nada de nada! --protestó Alicia--. ¡Si ni siquiera sabemos lo que hay
escrito en el papel!
--Léelo --ordenó
el Rey al Conejo Blanco.
El Conejo
Blanco se puso las gafas. --¡Por dónde debo empezar, con la venia de Su
Majestad? --preguntó.
--Empieza por
el principio --dijo el Rey con gravedad-- y sigue hasta llegar al final; allí
te paras.
Se hizo un
silencio de muerte en la sala, mientras el Conejo Blanco leía los siguientes
versos:
Dijeron que
fuiste a verla
y que a él le
hablaste de mí:
ella aprobó
mi carácter
y yo a nadar
no aprendí.
Él dijo que
yo no era
(bien sabemos
que es verdad):
pero si ella
insistiera
¿qué te
podría pasar?
Yo di una,
ellos dos,
tú nos diste
tres o más,
todas
volvieron a ti, y eran
mías tiempo
atrás.
Si ella o yo
tal vez nos vemos
mezclados en
este lío,
él espera tú
los libres
y sean como
al principio.
Me parece que
tú fuiste
(antes del
ataque de ella),
entre él, y
yo y aquello
un motivo de
querella.
No dejes que
él sepa nunca
que ella los
quería más,
pues debe ser
un secreto
y entre tú y
yo ha de quedar.
--¡Ésta es la
prueba más importante que hemos obtenido hasta ahora! --dijo el Rey, frotándose
las manos--. Así pues, que el jurado proceda a...
--Si alguno
de vosotros es capaz de explicarme este galimatías --dijo Alicia (había crecido
tanto en los últimos minutos que no le daba ningún miedo interrumpir al Rey)--,
le doy seis peniques.
Yo estoy
convencida de que estos versos no tienen pies ni cabeza.
Todos los
miembros del jurado escribieron en sus pizarras: «Ella está convencida de que
estos versos no tienen pies ni cabeza», pero ninguno de ellos se atrevió a
explicar el contenido del escrito.
--Si el poema
no tiene sentido --dijo el Rey--, eso nos evitará muchas complicaciones, porque
no tendremos que buscárselo. Y, sin embargo --siguió, apoyando el papel sobre
sus rodillas y mirándolo con ojos entornados--, me parece que yo veo algún
significado... Y yo a nadar no aprendí... Tú no sabes nadar, ¿o sí sabes?
--añadió, dirigiéndose al Valet.
El Valet
sacudió tristemente la cabeza.
--¿Tengo yo
aspecto de saber nadar? --dijo.
(Desde luego
no lo tenía, ya que estaba hecho enteramente de cartón.)--Hasta aquí todo
encaja --observó el Rey, y siguió murmurando para sí mientras examinaba los
versos--: Bien sabemos que es verdad... Evidentemente se refiere al jurado...
Pero si ella insistiera... Tiene que ser la Reina...
¿Qué te
podría pasar?... ¿Qué, en efecto? Yo di una, ellos dos... Vaya, esto debe ser
lo que él hizo con las tartas...
--Pero
después sigue todas volvieron a ti --observó Alicia.
--¡Claro, y
aquí están! --exclamó triunfalmente el Rey, señalando las tartas que había
sobre la mesa . Está más claro que el agua. Y más adelante... Antes del ataque
de ella... ¿Tú nunca tienes ataques, verdad, querida? --le dijo a la Reina.
--¡Nunca!
--rugió la Reina furiosa, arrojando un tintero contra la pobre Lagartija.
(La infeliz
Lagartija había renunciado ya a escribir en su pizarra con el dedo, porque se
dio cuenta de que no dejaba marca, pero ahora se apresuró a empezar de nuevo,
aprovechando la tinta que le caía chorreando por la cara, todo el rato que
pudo).
--Entonces
las palabras del verso no pueden atacarte a ti --dijo el Rey, mirando a su
alrededor con una sonrisa.
Había un
silencio de muerte.
--¡Es un
juego de palabras! --tuvo que explicar el Rey con acritud.
Y ahora todos
rieron.
--¡Que el
jurado considere su veredicto! --ordenó el Rey, por centésima vez aquel día.
--¡No! ¡No!
--protestó la Reina--. Primero la sentencia... El veredicto después.
--¡Valiente
idiotez! --exclamó Alicia alzando la voz--. ¡Qué ocurrencia pedir la sentencia
primero!
--¡Cállate la
boca! --gritó la Reina, poniéndose color púrpura.
--¡No quiero!
--dijo Alicia.
--¡Que le
corten la cabeza! --chilló la Reina a grito pelado.
Nadie se
movió.
--¡Quién le
va a hacer caso? --dijo Alicia (al llegar a este momento ya había crecido hasta
su estatura normal)--. ¡No sois todos más que una baraja de cartas!
Al oír esto
la baraja se elevó por los aires y se precipitó en picada contra ella. Alicia
dio un pequeño grito, mitad de miedo y mitad de enfado, e intentó sacárselos de
encima... Y se encontró tumbada en la ribera, con la cabeza apoyada en la falda
de su hermana, que le estaba quitando cariñosamente de la cara unas hojas secas
que habían caído desde los árboles.
--¡Despierta
ya, Alicia! --le dijo su hermana--. ¡Cuánto rato has dormido!
--¡Oh, he
tenido un sueño tan extraño! --dijo Alicia.
Y le contó a
su hermana, tan bien como sus recuerdos lo permitían, todas las sorprendentes
aventuras que hemos estado leyendo. Y, cuando hubo terminado, su hermana le dio
un beso y le dijo:
--Realmente,
ha sido un sueño extraño, cariño. Pero ahora corre a merendar. Se está haciendo
tarde.
Así pues,
Alicia se levantó y se alejó corriendo de allí, y mientras corría no dejó de
pensar en el maravilloso sueño que había tenido.
Pero su
hermana siguió sentada allí, tal como Alicia la había dejado, la cabeza apoyada
en una mano, viendo cómo se ponía el sol y pensando en la pequeña Alicia y en
sus maravillosas aventuras. Hasta que también ella empezó a soñar a su vez, y
éste fue su sueño:
Primero, soñó
en la propia Alicia, y le pareció sentir de nuevo las manos de la niña apoyadas
en sus rodillas y ver sus ojos brillantes y curiosos fijos en ella. Oía todos
los tonos de su voz y veía el gesto con que apartaba los cabellos que siempre
le caían delante de los ojos. Y mientras los oía, o imaginaba que los oía, el
espacio que la rodeaba cobró vida y se pobló con los extraños personajes del
sueño de su hermana.
La alta
hierba se agitó a sus pies cuando pasó corriendo el Conejo Blanco; el asustado
Ratón chapoteó en un estanque cercano; pudo oír el tintineo de las tazas de
porcelana mientras la Liebre de Marzo y sus amigos proseguían aquella merienda
interminable, y la penetrante voz de la Reina ordenando que se cortara la
cabeza a sus invitados; de nuevo el bebé-cerdito estornudó en brazos de la
Duquesa, mientras platos y fuentes se estrellaban a su alrededor; de nuevo se
llenó el aire con los graznidos del Grifo, el chirriar de la tiza de la
Lagartija y los aplausos de los «reprimidos» conejillos de indias, mezclado
todo con el distante sollozar de la Falsa Tortuga.
La hermana de
Alicia estaba sentada allí, con los ojos cerrados, y casi creyó encontrarse
ella también en el País de las Maravillas. Pero sabía que le bastaba volver a
abrir los ojos para encontrarse de golpe en la aburrida realidad. La hierba
sería sólo agitada por el viento, y el chapoteo del estanque se debería al
temblor de las cañas que crecían en él. El tintineo de las tazas de té se
transformaría en el resonar de unos cencerros, y la penetrante voz de la Reina
en los gritos de un pastor. Y los estornudos del bebé, los graznidos del Grifo,
y todos los otros ruidos misteriosos, se transformarían (ella lo sabía) en el
confuso rumor que llegaba desde una granja vecina, mientras el lejano balar de
los rebaños sustituía los sollozos de la Falsa Tortuga.
Por último,
imaginó cómo sería, en el futuro, esta pequeña hermana suya, cómo sería Alicia
cuando se convirtiera en una mujer. Y pensó que Alicia conservaría, a lo largo
de los años, el mismo corazón sencillo y entusiasta de su niñez, y que reuniría
a su alrededor a otros chiquillos, y haría brillar los ojos de los pequeños al
contarles un cuento extraño, quizás este mismo sueño del País de las Maravillas
que había tenido años atrás; y que Alicia sentiría las pequeñas tristezas y se
alegraría con los ingenuos goces de los chiquillos, recordando su propia
infancia y los felices días del verano.
FIN