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lunes, 12 de noviembre de 2012

'Joseph Anton', las memorias de Salman Rushdie


salman rushdie
Hay algo que me fascina en la persona de Salman Rushdie. Su capacidad fabuladora, su prosa esquiva, sus historias fantásticas, y, por supuesto, la propia aventura de su vida. Un autor que ha vivido escondido durante años porque su libro Los versos satánicos fue considerado un crimen contra el Islam, contra el Corán y contra el Profeta. Un hombre obligado a huir y a esconderse, que por primera vez se enfrenta a sus propias memorias y recuerdos. El resultado de varios años de trabajo ha sidoJoseph Anton, una autobiografía que en nuestro país publica Mondadori y que cuesta 24,90 euros.
En 1989 Rushdie era condenado a muerte y comenzaba la mayor aventura de su vida. Se le pidió que eligiera un alias para que la policía pudiera utilizarlo y él eligió la combinación de los nombres de dos de sus autores favoritos, Conrad y Chejov. Salman Rushdie y su familia se vieron obligados a vivir escondidos, protegidos constantemente por un equipo policial armado, y en este libro nos cuenta cómo fue ese proceso. Cómo vivir en la clandestinidad, cómo seguir escribiendo, cómo enamorarse y desenamorarse, cómo vivir, al fin y al cabo. Un testimonio vital, lleno de fuerza, humor y esperanza.
La historia de Salman Rushdie es de esas que te dejan sin palabras. Nacido en Bombai en 1947, tan sólo dos meses antes de que dejara de ser colonia británica, se crió en una acomodada familia musulmana. Estudió en Inglaterra en un internado donde el resto de alumnos se mofaba de él por su procedencia india y más tarde estudiaría historia en Cambridge. Interesado por la literatura, comenzó pronto a escribir y sus libros siempre se han caracterizado por un uso muy personal de la fantasía. En 1980 publicaría Hijos de la medianoche, considerada su mejor obra, por la que ganó el premioBooker. A este siguieron más libros y sería en 1989 cuando sellaría su destino con ‘Los versos satánicos’. A pesar de su vida singular, Rushdie nunca ha dejado de escribir y publicar.
No suelo leer biografías, pero en este caso podría hacer una excepción. Me gusta mucho Salman Rushdie, aunque su literatura no sea precisamente fácil en algunas ocasiones. Ahora mismo, tengo ‘Hijos de la medianoche’ esperándome en la estantería, y también tengo pendiente una relectura deHarún y el mar de las historias, un libro juvenil que me encanta, así como Luka y el fuego de la vida, también juvenil. Vamos, que tengo Salman Rushdie para rato…
En Papel en Blanco

sábado, 10 de noviembre de 2012



LEWIS CARROLL 
Alicia en el país de las maravillas

INDICE
El baile de la langosta
¿Quién robó las tartas?
La declaración de Alicia

Capítulo 10 - EL BAILE DE LA LANGOSTAEL BAILE DE LA LANGOSTA


La Falsa Tortuga suspiró profundamente y se enjugó una lágrima con la aleta. Antes de hablar, miró a Alicia durante bastante tiempo, mientras los sollozos casi la ahogaban.
--Se te ha atragantado un hueso, parece --dijo el Grifo poco respetuoso. Y se puso a darle golpes en la concha por la parte de la espalda.
Por fin la Tortuga recobró la voz y reanudó su narración, solo que las lágrimas resbalaban por su vieja cara arrugada.
--Tú acaso no hayas vivido mucho tiempo en el fondo del mar...
--Desde luego que no», dijo Alicia.
--Y quizá no hayas entrado nunca en contacto con una langosta.
Alicia empezó a decir: «Una vez comí...», pero se interrumpió a toda prisa por si alguien se sentía ofendido.
--No, nunca --respondió.
Pues entonces, ¡no puedes tener ni idea de lo agradable que resulta el Baile de la Langosta.
--No reconoció Alicia--. ¿Qué clase de baile es éste?
--Verás --dijo el Grifo--, primero se forma una línea a lo largo de la playa...
--¡Dos líneas! --gritó la Falsa Tortuga--. Focas, tortugas y demás. Entonces, cuando se han quitado todas las medusas de en medio...
--Cosa que por lo general lleva bastante tiempo --interrumpió el Grifo.
--... se dan dos pasos al frente...
--¡Cada uno con una langosta de pareja! --gritó el Grifo.
--Por supuesto --dijo la Falsa Tortuga--. Se dan dos pasos al frente, se forman parejas...
--... se cambia de langosta, y se retrocede en el mismo orden --siguió el Grifo.
--Entonces --siguió la Falsa Tortuga-- se lanzan las...
--¡Las langostas! --exclamó el Grifo con entusiasmo, dando un salto en el aire.
--...lo más lejos que se pueda en el mar...
--¡Y a nadar tras ellas! -chilló el Grifo.
--¡Se da un salto mortal en el mar! --gritó la Falsa Tortuga, dando palmadas de entusiasmo.
--¡Se cambia otra vez de langosta! --aulló el Grifo.
--Se vuelve a la playa, y... aquí termina la primera figura --dijo la Falsa Tortuga, mientras bajaba repentinamente la voz.

Y las dos criaturas, que habían estado dando saltos y haciendo cabriolas durante toda la explicación, se volvieron a sentar muy tristes y tranquilas, y miraron a Alicia.
--Debe de ser un baile precioso --dijo Alicia con timidez.
--¿Te gustaría ver un poquito cómo se baila? --propuso la Falsa Tortuga.
--Claro, me gustaría muchísimo -dijo Alicia.
--¡Ea, vamos a intentar la primera figura! --le dijo la Falsa Tortuga al Grifo--. Podemos hacerlo sin langostas, sabes. ¿Quién va a cantar?
--Cantarás tú --dijo el Grifo--. Yo he olvidado la letra.
Empezaron pues a bailar solemnemente alrededor de Alicia, dándole un pisotón cada vez que se acercaban demasiado y llevando el compás con las patas delanteras, mientras la Falsa Tortuga entonaba lentamente y con melancolía:
"¿Porqué no te mueves más aprisa? le pregunto una pescadilla a un caracol.
Porque tengo tras mí un delfín pisoteándome el talón.
¡Mira lo contentas que se ponen las langostas y tortugas al andar!
Nos esperan en la playa --¡Venga! ¡Baila y déjate llevar!

¡Venga, baila, venga, baila, venga, baila y déjate llevar!
¡Baila, venga, baila, venga, baila, venga y déjate llevar!"

"¡No te puedes imaginar qué agradable es el baile cuando nos arrojan con las langostas hacia el mar!
Pero el caracol respondía siempre: "¡Demasiado lejos, demasiado lejos!" y ni siquiera se preocupaba de mirar.

"No quería bailar, no quería bailar, no quería bailar..."


--Muchas gracias. Es un baile muy interesante --dijo Alicia, cuando vio con alivio que el baile había terminado--. ¡Y me ha gustado mucho esta canción de la pescadilla!

--Oh, respecto a la pescadilla... --dijo la Falsa Tortuga--. Las pescadillas son... Bueno, supongo que tú ya habrás visto alguna.
--Sí -respondió Alicia--, las he visto a menudo en la cen...
Pero se contuvo a tiempo y guardó silencio.
--No sé qué es eso de cen --dijo la Falsa Tortuga--, pero, si las has visto tan a menudo, sabrás naturalmente cómo son.
--Creo que sí --respondió Alicia pensativa. Llevan la cola dentro de la boca y van cubiertas de pan rallado.
--Te equivocas en lo del pan --dijo la Falsa Tortuga--. En el mar el pan rallado desaparecería en seguida. Pero es verdad que llevan la cola dentro de la boca, y la razón es... --Al llegar a este punto la Falsa Tortuga bostezó y cerró los ojos--. Cuéntale tú la razón de todo esto -añadió, dirigiéndose al Grifo.
--La razón es --dijo el Grifo-- que las pescadillas quieren participar con las langostas en el baile. Y por lo tanto las arrojan al mar. Y por lo tanto tienen que ir a caer lo más lejos posible. Y por lo tanto se cogen bien las colas con la boca. Y por lo tanto no pueden después volver a sacarlas. Eso es todo.
--Gracias --dijo Alicia--. Es muy interesante. Nunca había sabido tantas cosas sobre las pescadillas.
--Pues aún puedo contarte más cosas sobre ellas-- dijo el Grifo.-- ¿A que no sabes por qué las pescadillas son blancas?
--No, y jamás me lo he preguntado, la verdad ¿Por qué son blancas? --Pues porque sirven para darle brillo a los zapatos y las botas, por eso, por lo blancas que son-- respondió el Grifo muy satisfecho.
Alicia permaneció asombrada, con la boca abierta.
--Para sacar brillo-- repetía estupefacta--. No me lo explico.
--Pero, claro. ¿A ver? ¿Cómo se limpian los zapatos? Vamos, ¿cómo se les saca brillo?
Alicia se miró los pies, pensativa, y vaciló antes de dar una explicación lógica.
--Con betún negro, creo.
--Pues bajo el mar, a los zapatos se les da blanco de pescadilla-- respondió el Grifo sentenciosamente.-- Ahora ya lo sabes.
--¿Y de que están hechos?
--De mero y otros peces, vamos hombre, si cualquier gamba sabría responder a esa pregunta-- respondió el Grifo con impaciencia.
--Si yo hubiera sido una pescadilla, le hubiera dicho al delfín: "Haga el favor de marcharse, porque no deseamos estar con usted".-- dijo Alicia pensando en una estrofa de la canción.
--No-- respondió la Falsa Tortuga.-- No tenían más remedio que estar con él, ya que no hay ningún pez que se respete que no quiera ir acompañado de un delfín.
--¿Eso es así? --preguntó Alicia muy sorprendida.
--¡Claro que no!-- replicó la Falsa Tortuga.-- Si a mí se me acercase un pez y me dijera que marchaba de viaje, le preguntaría primeramente: "¿Y con qué delfín vas?
Alicia se quedó pensativa. Luego aventuró:
--No sería en realidad lo que le dijera ¿con que fin?
--¡Digo lo que digo!-- aseguró la Tortuga ofendida.
--Y ahora --dijo el Grifo, dirigiéndose a Alicia--, cuéntanos tú alguna de tus aventuras.
--Puedo contaros mis aventuras... a partir de esta mañana --dijo Alicia con cierta timidez--. Pero no serviría de nada retroceder hasta ayer, porque ayer yo era otra persona.
--¡Es un galimatías! Explica todo esto --dijo la Falsa Tortuga.
--¡No, no! Las aventuras primero --exclamó el Grifo con impaciencia--, las explicaciones ocupan demasiado tiempo.
Así pues, Alicia empezó a contar sus aventuras a partir del momento en que vio por primera vez al Conejo Blanco. Al principio estaba un poco nerviosa, porque las dos criaturas se pegaron a ella, una a cada lado, con ojos y bocas abiertos como naranjas, pero fue cobrando valor a medida que avanzaba en su relato. Sus oyentes guardaron un silencio completo hasta que llegó el momento en que le había recitado a la Oruga el poema aquél de "Has envejecido, Padre Guillermo..." que en realidad le había salido muy distinto de lo que era. Al llegar a este punto, la Falsa Tortuga dio un profundo suspiro y dijo:
--Todo eso me parece muy curioso.
--No puede ser más curioso- remachó el Grifo.
--Te salió tan diferente... --repitió la Tortuga--, que me gustaría que nos recitases algo ahora.
Se volvió al Grifo.
--Dile que empiece.
El Grifo indicó:
--Ponte en pie y recita eso de "Es la voz del perezoso..."
--Pero, ¡cuántas órdenes me dan estas criaturas! --dijo Alicia en voz baja--.
Parece como si me estuvieran haciendo repetir las lecciones. Para esto lo mismo me daría estar en la escuela.
Pero se puso en pie y comenzó obedientemente a recitar el poema. Mientras tanto, no dejaba de darle vueltas en su cabeza a la danza de las langostas y en realidad apenas sabía lo que estaba diciendo. Y así le resultó lo que recitaba:
La voz de la Langosta
he oído declarar:
Me han tostado demasiado
y ahora tendré que ponerme azúcar.
Lo mismo que el pato hace con los párpados
hace la langosta con su nariz:
ajustarse el cinturón y abotonarse
mientras tuerce los tobillos.

Cuando la arena está seca
Está feliz, tanto como una perdiz,
y habla con desprecio del tiburón.
Pero cuando la marea sube
y los tiburones la cercan,
se le quiebra la voz
Y sólo sabe balbucear.


El Grifo dijo:
--No lo oía así yo cuando era niño. Resulta distinto.
--Puede ser, aunque lo cierto es que yo jamás he oído ese poema-- dijo la Falsa Tortuga--, pero el caso es que me suena a disparates.
Alicia no contestó. Se cubrió la cara con las manos, tras de sentarse de nuevo y se preguntó si sería posible que nada pudiera suceder allí de una manera natural.
--Veamos, me gustaría escuchar una explicación lógica-- dijo la Falsa Tortuga.
--No sabe explicarlo-- intervino el Grifo.-- Pero, bueno, prosigue con la siguiente estrofa.
--Pero-- insistió la Tortuga--, ¿qué hay de los tobillos! ¿Cómo podía torcérselos con la nariz?
--Se trata de la primera posición de todo el baile-- aclaró Alicia, que, sin embargo, no comprendía nada de lo que estaba sucediendo, y deseaba cambiar el tema de la conversación.
--¡Prosigue con la siguiente estrofa!-- reclamó el Grifo.-- Si no me equivoco es la que comienza diciendo: "Pasé por su jardín...".
Alicia obedeció, aunque estaba segura de que todo iba a seguir saliendo tergiversado. Con voz temblorosa dijo:
Pasé por su jardín
y con un solo ojo
pude observar muy bien
cómo el búho y la pantera
estaban repartiéndose un pastel.
La pantera se llevó la pasta,
la carne y el relleno,
mientras que al búho le tocaba
sólo la fuente que contenía el pastel.
Cuando terminaron de comérselo,
al búho le tocaba
sólo la fuente que contenía el pastel.
Cuando terminaron de comérselo,
el búho como regalo,
se llevó en el bolsillo la cucharilla,
en tanto la pantera, con el cuchillo y el tenedor,
terminaba el singular banquete.


--Lo que digo yo-- dijo la Tortuga, --es ¿de qué nos sirve tanto recitar y recitar? ¿Si no explicas el significado de los que estás diciendo! ¡Bueno! ¡Esto es lo más confuso que he oído en mi vida!
--Desde luego --asintió el Grifo--. Creo que lo mejor será que lo dejes.
Y Alicia se alegró muchísimo. --¿Intentamos otra figura del Baile de la Langosta? --siguió el Grifo--. ¿O te gustaría que la Falsa Tortuga te cantara otra canción?
--¡Otra canción, por favor, si la Falsa Tortuga fuese tan amable! --exclamó Alicia, con tantas prisas que el Grifo se sintió ofendido.
--¡Vaya! --murmuró en tono dolido--. ¡Sobre gustos no hay nada escrito! ¿Quieres cantarle Sopa de Tortuga, amiga mía?
La Falsa Tortuga dio un profundo suspiro y empezó a cantar con voz ahogada por los sollozos:
Hermosa sopa, en la sopera,
tan verde y rica, nos espera.
Es exquisita, es deliciosa.
¡Sopa de noche, hermosa sopa!
¡Hermoooo-sa soooo-pa!
¡Hermooo~-sa soooo-pa!
¡Soooo-pa de la noooo-che!
¡Hermosa, hermosa sopa!


--¡Canta la segunda estrofa! --exclamó el Grifo.
Y la Falsa Tortuga acababa de empezarla, cuando se oyó a lo lejos un grito de «¡Se abre el juicio!»
--¡Vamos! --gritó el Grifo.
Y, cogiendo a Alicia de la mano, echó a correr, sin esperar el final de la canción.
--¿Qué juicio es éste? --jadeó Alicia mientras corrían.
Pero el Grifo se limitó a contestar: «¡Vamos! », y se puso a correr aún más aprisa, mientras, cada vez más débiles, arrastradas por la brisa que les seguía, les llegaban las melancólicas palabras:
¡Soooo-pa de la noooo-che!
¡Hermosa, hermosa sopa!



Capítulo 11 - ¿QUIEN ROBO LAS TARTAS?


Cuando llegaron, el Rey y la Reina de Corazones estaban sentados en sus tronos, y había una gran multitud congregada a su alrededor: toda clase de pajarillos y animalitos, así como la baraja de cartas completa. El Valet estaba de pie ante ellos, encadenado, con un soldado a cada lado para vigilarlo. Y cerca del Rey estaba el Conejo Blanco, con una trompeta en una mano y un rollo de pergamino en la otra. Justo en el centro de la sala había una mesa y encima de ella una gran bandeja de tartas: tenían tan buen aspecto que a Alicia se le hizo la boca agua al verlas. «¡Ojalá el juicio termine pronto», pensó, «y repartan la merienda!» Pero no parecía haber muchas posibilidades de que así fuera, y Alicia se puso a mirar lo que ocurría a su alrededor, para matar el tiempo.
No había estado nunca en una corte de justicia, pero había leído cosas sobre ellas en los libros, y se sintió muy satisfecha al ver que sabía el nombre de casi todo lo que allí había.
--Aquél es el juez --se dijo a sí misma--, porque lleva esa gran peluca.
El Juez, por cierto, era el Rey; y como llevaba la corona encima de la peluca, no parecía sentirse muy cómodo, y desde luego no tenía buen aspecto.

--Y aquello es el estrado del jurado --pensó Alicia--, y esas doce criaturas (se vio obligada a decir «criaturas», sabéis, porque algunos eran animales de pelo y otros eran pájaros) supongo que son los miembros del jurado.
Repitió esta última palabra dos o tres veces para sí, sintiéndose orgullosa de ella: Alicia pensaba, y con razón, que muy pocas niñas de su edad podían saber su significado.
Los doce jurados estaban escribiendo afanosamente en unas pizarras.
--¿Qué están haciendo? --le susurró Alicia al Grifo--. No pueden tener nada que anotar ahora, antes de que el juicio haya empezado.
--Están anotando sus nombres --susurró el Grifo como respuesta--, no vaya a ser que se les olviden antes de que termine el juicio.
--¡Bichejos estúpidos! --empezó a decir Alicia en voz alta e indignada.
Pero se detuvo rápidamente al oír que el Conejo Blanco gritaba: «¡Silencio en la sala!», y al ver que el Rey se calaba los anteojos y miraba severamente a su alrededor para descubrir quién era el que había hablado.
Alicia pudo ver, tan bien como si estuviera mirando por encima de sus hombros, que todos los miembros del jurado estaban escribiendo «¡bichejos estúpidos!» en sus pizarras, e incluso pudo darse cuenta de que uno de ellos no sabía cómo se escribía «bichejo» y tuvo que preguntarlo a su vecino. «¡Menudo lío habrán armado en sus pizarras antes de que el juicio termine!», pensó Alicia.
Uno de los miembros del jurado tenía una tiza que chirriaba. Naturalmente esto era algo que Alicia no podía soportar, así pues dio la vuelta a la sala, se colocó a sus espaldas, y encontró muy pronto oportunidad de arrebatarle la tiza. Lo hizo con tanta habilidad que el pobrecillo jurado (era Bill, la Lagartija) no se dio cuenta en absoluto de lo que había sucedido con su tiza; y así, después de buscarla por todas partes, se vio obligado a escribir con un dedo el resto de la jornada; y esto no servía de gran cosa, pues no dejaba marca alguna en la pizarra.
--¡Heraldo, lee la acusación! -dijo el Rey.
Y entonces el Conejo Blanco dio tres toques de trompeta, y desenrolló el pergamino, y leyó lo que sigue:
La Reina cocinó varias tartas
un día de verano azul,
el Valet se apoderó de esas tartas
Y se las llevó a Estambul.



--¡Considerad vuestro veredicto! --dijo el Rey al jurado.
--¡Todavía no! ¡Todavía no! le interrumpió apresuradamente el Conejo--. ¡Hay muchas otras cosas antes de esto!
--Llama al primer testigo --dijo el Rey.
Y el Conejo dio tres toques de trompeta y gritó:
--¡Primer testigo!
El primer testigo era el Sombrerero. Compareció con una taza de té en una mano y un pedazo de pan con mantequilla en la otra.
--Os ruego me perdonéis, Majestad --empezó--, por traer aquí estas cosas, pero no había terminado de tomar el té, cuando fui convocado a este juicio.
--Debías haber terminado --dijo el Rey--. ¿Cuándo empezaste?
El Sombrerero miró a la Liebre de Marzo, que, del brazo del Lirón, lo había seguido hasta allí.

--Me parece que fue el catorce de marzo.
--El quince --dijo la Liebre de Marzo.
--El dieciséis --dijo el Lirón.
--Anotad todo esto --ordenó el Rey al jurado.
Y los miembros del jurado se apresuraron a escribir las tres fechas en sus pizarras, y después sumaron las tres cifras y redujeron el resultado a chelines y peniques.
--Quítate tu sombrero --ordenó el Rey al Sombrerero.
--No es mío, Majestad --dijo el Sombrero.
--¡Sombrero robado! --exclamó el Rey, volviéndose hacia los miembros del jurado, que inmediatamente tomaron nota del hecho.
--Los tengo para vender --añadió el Sombrerero como explicación--. Ninguno es mío. Soy sombrerero.
Al llegar a este punto, la Reina se caló los anteojos y empezó a examinar severamente al Sombrerero, que se puso pálido y se echó a temblar.
--Di lo que tengas que declarar --exigió el Rey--, y no te pongas nervioso, o te hago ejecutar en el acto.
Esto no pareció animar al testigo en absoluto: se apoyaba ora sobre un pie ora sobre el otro, miraba inquieto a la Reina, y era tal su confusión que dio un tremendo mordisco a la taza de té creyendo que se trataba del pan con mantequilla.
En este preciso momento Alicia experimentó una sensación muy extraña, que la desconcertó terriblemente hasta que comprendió lo que era: había vuelto a empezar a crecer. Al principio pensó que debía levantarse y abandonar la sala, pero lo pensó mejor y decidió quedarse donde estaba mientras su tamaño se lo permitiera.
--Haz el favor de no empujar tanto --dijo el Lirón, que estaba sentado a su lado--. Apenas puedo respirar.
--No puedo evitarlo --contestó humildemente Alicia--. Estoy creciendo.
--No tienes ningún derecho a crecer aquí --dijo el Lirón.
--No digas tonterías --replicó Alicia con más brío--. De sobra sabes que también tú creces.
--Sí, pero yo crezco a un ritmo razonable --dijo el Lirón--, y no de esta manera grotesca.
Se levantó con aire digno y fue a situarse al otro extremo de la sala.
Durante todo este tiempo, la Reina no le había quitado los ojos de encima al Sombrerero, y, justo en el momento en que el Lirón cruzaba la sala, ordenó a uno de los ujieres de la corte:
--¡Tráeme la lista de los cantantes del último concierto!
Lo que produjo en el Sombrerero tal ataque de temblor que las botas se le salieron de los pies.
--Di lo que tengas que declarar --repitió el Rey muy enfadado--, o te hago ejecutar ahora mismo, estés nervioso o no lo estés.
--Soy un pobre hombre, Majestad --empezó a decir el Sombrerero en voz temblorosa--... y no había empezado aún a tomar el té... no debe hacer siquiera una semana... y las rebanadas de pan con mantequilla se hacían cada vez más delgadas... y el titileo del té...
--¿El titileo de qué? --preguntó el Rey.
--El titileo empezó con el té --contestó el Sombrerero.
--¡Querrás decir que titileo empieza con la T! --replicó el Rey con aspereza--. ¿Crees que no sé ortografía? ¡Sigue!
--Soy un pobre hombre --siguió el Sombrerero-... y otras cosas empezaron a titilear después de aquello... pero la Liebre de Marzo dijo...
--¡Yo no dije eso! --se apresuró a interrumpirle la Liebre de Marzo.
--¡Lo dijiste! --gritó el Sombrerero.
--¡Lo niego! --dijo la Liebre de Marzo.
--Ella lo niega --dijo el Rey--. Tachad esta parte.
--Bueno, en cualquier caso, el Lirón dijo... --siguió el Sombrerero, y miró ansioso a su alrededor, para ver si el Lirón también lo negaba, pero el Lirón no negó nada, porque estaba profundamente dormido--. Después de esto --continuó el Sombrerero--, cogí un poco más de pan con mantequilla...
--¿Pero qué fue lo que dijo el Lirón? --preguntó uno de los miembros del jurado.
--De esto no puedo acordarme --dijo el Sombrerero.
--Tienes que acordarte --subrayó el Rey--, o haré que te ejecuten.
El desgraciado Sombrerero dejó caer la taza de té y el pan con mantequilla, y cayó de rodillas.
--Soy un pobre hombre, Majestad --empezó.
--Lo que eres es un pobre orador --dijo sarcástico el Rey.
Al llegar a este punto uno de los conejillos de indias empezó a aplaudir, y fue inmediatamente reprimido por los ujieres de la corte. (Como eso de «reprimir» puede resultar difícil de entender, voy a explicar con exactitud lo que pasó. Los ujieres tenían un gran saco de lona, cuya boca se cerraba con una cuerda: dentro de este saco metieron al conejillo de indias, la cabeza por delante, y después se sentaron encima).
--Me alegro muchísimo de haber visto esto --se dijo Alicia--. Estoy harta de leer en los periódicos que, al final de un juicio, «estalló una salva de aplausos, que fue inmediatamente reprimida por los ujieres de la sala», y nunca comprendí hasta ahora lo que querían decir.
--Si esto es todo lo que sabes del caso, ya puedes bajar del estrado --siguió diciendo el Rey.
--No puedo bajar más abajo --dijo el Sombrerero--, porque ya estoy en el mismísimo suelo.
--Entonces puedes sentarte --replicó el Rey.
Al llegar a este punto el otro conejillo de indias empezó a aplaudir, y fue también reprimido.
--¡Vaya, con eso acaban los conejillos de indias! --se dijo Alicia--. Me parece que todo irá mejor sin ellos.
--Preferiría terminar de tomar el té --dijo el Sombrerero, lanzando una mirada inquieta hacia la Reina, que estaba leyendo la lista de cantantes.
--Puedes irte --dijo el Rey. Y el Sombrerero salió volando de la sala, sin esperar siquiera el tiempo suficiente para ponerse los zapatos.

--Y al salir que le corten la cabeza -añadió la Reina, dirigiéndose a uno de los ujieres.
Pero el Sombrerero se había perdido de vista, antes de que el ujier pudiera llegar a la puerta de la sala.
--¡Llama al siguiente testigo! --dijo el Rey.
El siguiente testigo era la cocinera de la Duquesa. Llevaba el pote de pimienta en la mano, y Alicia supo que era ella, incluso antes de que entrara en la sala, por el modo en que la gente que estaba cerca de la puerta empezó a estornudar.
--Di lo que tengas que declarar --ordenó el Rey.
--De eso nada --dijo la cocinera.
El Rey miró con ansiedad al Conejo Blanco, y el Conejo Blanco dijo en voz baja:
--Su Majestad debe examinar detenidamente a este testigo.
--Bueno, si debo hacerlo, lo haré --dijo el Rey con resignación, y, tras cruzarse de brazos y mirar de hito en hito a la cocinera con aire amenazador, preguntó en voz profunda--: ¿De qué se hacen las tartas?
--Sobre todo de pimienta --respondió la cocinera.
--Melaza -dijo a sus espaldas una voz soñolienta.
--Prended a ese Lirón --chilló la Reina--. ¡Decapitad a ese Lirón! ¡Arrojad a ese Lirón de la sala! ¡Reprimidle! ¡Pellizcadle! ¡Dejadle sin bigotes!
Durante unos minutos reinó gran confusión en la sala, para arrojar de ella al Lirón, y, cuando todos volvieron a ocupar sus puestos, la cocinera había desaparecido.
--¡No importa! --dijo el Rey, con aire de alivio--. Llama al siguiente testigo. --Y añadió a media voz dirigiéndose a la Reina-: Realmente, cariño, debieras interrogar tú al próximo testigo. ¡Estas cosas me dan dolor de cabeza!
Alicia observó al Conejo Blanco, que examinaba la lista, y se preguntó con curiosidad quién sería el próximo testigo. «Porque hasta ahora poco ha sido lo que han sacado en limpio», se dijo para sí. Imaginad su sorpresa cuando el Conejo Blanco, elevando al máximo volumen su vocecilla, leyó el nombre de:
--¡Alicia!



Capítulo 12 - LA DECLARACION DE ALICIALA DECLARACION DE ALICIA


--¡Estoy aquí! --gritó Alicia.
Y olvidando, en la emoción del momento, lo mucho que había crecido en los últimos minutos, se puso en pie con tal precipitación que golpeó con el borde de su falda el estrado de los jurados, y todos los miembros del jurado cayeron de cabeza encima de la gente que había debajo, y quedaron allí pataleando y agitándose, y esto le recordó a Alicia intensamente la pecera de peces de colores que ella había volcado sin querer la semana pasada.

--¡Oh, les ruego me perdonen! --exclamó Alicia en tono consternado.
Y empezó a levantarlos a toda prisa, pues no podía apartar de su mente el accidente de la pecera, y tenía la vaga sensación de que era preciso recogerlas cuanto antes y devolverlos al estrado, o de lo contrario morirían.
--El juicio no puede seguir --dijo el Rey con voz muy grave-- hasta que todos los miembros del jurado hayan ocupado debidamente sus puestos... todos los miembros del jurado --repitió con mucho énfasis, mirando severamente a Alicia mientras decía estas palabras.
Alicia miró hacia el estrado del jurado, y vio que, con las prisas, había colocado a la Lagartija cabeza abajo, y el pobre animalito, incapaz de incorporarse, no podía hacer otra cosa que agitar melancólicamente la cola.
Alicia lo cogió inmediatamente y lo colocó en la postura adecuada.
«Aunque no creo que sirva de gran cosa», se dijo para sí. «Me parece que el juicio no va a cambiar en nada por el hecho de que este animalito esté de pies o de cabeza».
Tan pronto como el jurado se hubo recobrado un poco del shock que había sufrido, y hubo encontrado y enarbolado de nuevo sus tizas y pizarras, se pusieron todos a escribir con gran diligencia para consignar la historia del accidente. Todos menos la Lagartija, que parecía haber quedado demasiado impresionada para hacer otra cosa que estar sentada allí, con la boca abierta, los ojos fijos en el techo de la sala.
--¿Qué sabes tú de este asunto? --le dijo el Rey a Alicia.
--Nada --dijo Alicia.
--¿Nada de nada? --insistió el Rey.
--Nada de nada --dijo Alicia.
--Esto es algo realmente trascendente --dijo el Rey, dirigiéndose al jurado.
Y los miembros del jurado estaban empezando a anotar esto en sus pizarras, cuando intervino a toda prisa el Conejo Blanco:
--Naturalmente, Su Majestad ha querido decir intrascendente --dijo en tono muy respetuoso, pero frunciendo el ceño y haciéndole signos de inteligencia al Rey mientras hablaba.
Intrascendente es lo que he querido decir, naturalmente --se apresuró a decir el Rey.
Y empezó a mascullar para sí: «Trascendente... intrascendente...
trascendente... intrascendente...», como si estuviera intentando decidir qué palabra sonaba mejor.
Parte del jurado escribió «trascendente», y otra parte escribió «intrascendente». Alicia pudo verlo, pues estaba lo suficiente cerca de los miembros del jurado para leer sus pizarras. «Pero esto no tiene la menor importancia», se dijo para sí.
En este momento el Rey, que había estado muy ocupado escribiendo algo en su libreta de notas, gritó: «¡Silencio!», y leyó en su libreta:
--Artículo Cuarenta y Dos. Toda persona que mida más de un kilómetro tendrá que abandonar la sala.
Todos miraron a Alicia.
--Yo no mido un kilómetro --protestó Alicia.
--Sí lo mides --dijo el Rey.

--Mides casi dos kilómetros añadió la Reina.


--Bueno, pues no pienso moverme de aquí, de todos modos --aseguró Alicia--. Y además este artículo no vale: usted lo acaba de inventar.
--Es el artículo más viejo de todo el libro --dijo el Rey.


--En tal caso, debería llevar el Número Uno --dijo Alicia.
El Rey palideció, y cerró a toda prisa su libro de notas.
--¡Considerad vuestro veredicto! --ordenó al jurado, en voz débil y temblorosa.
--Faltan todavía muchas pruebas, con la venia de Su Majestad --dijo el Conejo Blanco, poniéndose apresuradamente de pie--. Acaba de encontrarse este papel.
--¿Qué dice este papel? --preguntó la Reina.
--Todavía no lo he abierto --contestó el Conejo Blanco--, pero parece ser una carta, escrita por el prisionero a... a alguien.
--Así debe ser --asintió el Rey--, porque de lo contrario hubiera sido escrita a nadie, lo cual es poco frecuente.
--¿A quién va dirigida? --preguntó uno de los miembros del jurado.
--No va dirigida a nadie --dijo el Conejo Blanco--. No lleva nada escrito en la parte exterior. --Desdobló el papel, mientras hablaba, y añadió--: Bueno, en realidad no es una carta: es una serie de versos.
--¿Están en la letra del acusado? --preguntó otro de los miembros del jurado.
--No, no lo están --dijo el Conejo Blanco--, y esto es lo más extraño de todo este asunto.
(Todos los miembros del jurado quedaron perplejos).
--Debe de haber imitado la letra de otra persona --dijo el Rey.
(Todos los miembros del jurado respiraron con alivio).
--Con la venia de Su Majestad --dijo el Valet--, yo no he escrito este papel, y nadie puede probar que lo haya hecho, porque no hay ninguna firma al final del escrito.
--Si no lo has firmado --dijo el Rey--, eso no hace más que agravar tu culpa.
Lo tienes que haber escrito con mala intención, o de lo contrario habrías firmado con tu nombre como cualquier persona honrada.
Un unánime aplauso siguió a estas palabras: en realidad, era la primera cosa sensata que el Rey había dicho en todo el día.
--Esto prueba su culpabilidad, naturalmente --exclamó la Reina--. Por lo tanto, que le corten...
--¡Esto no prueba nada de nada! --protestó Alicia--. ¡Si ni siquiera sabemos lo que hay escrito en el papel!
--Léelo --ordenó el Rey al Conejo Blanco.
El Conejo Blanco se puso las gafas. --¡Por dónde debo empezar, con la venia de Su Majestad? --preguntó.
--Empieza por el principio --dijo el Rey con gravedad-- y sigue hasta llegar al final; allí te paras.
Se hizo un silencio de muerte en la sala, mientras el Conejo Blanco leía los siguientes versos:
Dijeron que fuiste a verla
y que a él le hablaste de mí:
ella aprobó mi carácter
y yo a nadar no aprendí.

Él dijo que yo no era
(bien sabemos que es verdad):
pero si ella insistiera
¿qué te podría pasar?

Yo di una, ellos dos,
tú nos diste tres o más,
todas volvieron a ti, y eran
mías tiempo atrás.

Si ella o yo tal vez nos vemos
mezclados en este lío,
él espera tú los libres
y sean como al principio.

Me parece que tú fuiste
(antes del ataque de ella),
entre él, y yo y aquello
un motivo de querella.

No dejes que él sepa nunca
que ella los quería más,
pues debe ser un secreto
y entre tú y yo ha de quedar.


--¡Ésta es la prueba más importante que hemos obtenido hasta ahora! --dijo el Rey, frotándose las manos--. Así pues, que el jurado proceda a...
--Si alguno de vosotros es capaz de explicarme este galimatías --dijo Alicia (había crecido tanto en los últimos minutos que no le daba ningún miedo interrumpir al Rey)--, le doy seis peniques.
Yo estoy convencida de que estos versos no tienen pies ni cabeza.
Todos los miembros del jurado escribieron en sus pizarras: «Ella está convencida de que estos versos no tienen pies ni cabeza», pero ninguno de ellos se atrevió a explicar el contenido del escrito.
--Si el poema no tiene sentido --dijo el Rey--, eso nos evitará muchas complicaciones, porque no tendremos que buscárselo. Y, sin embargo --siguió, apoyando el papel sobre sus rodillas y mirándolo con ojos entornados--, me parece que yo veo algún significado... Y yo a nadar no aprendí... Tú no sabes nadar, ¿o sí sabes? --añadió, dirigiéndose al Valet.
El Valet sacudió tristemente la cabeza.
--¿Tengo yo aspecto de saber nadar? --dijo.
(Desde luego no lo tenía, ya que estaba hecho enteramente de cartón.)--Hasta aquí todo encaja --observó el Rey, y siguió murmurando para sí mientras examinaba los versos--: Bien sabemos que es verdad... Evidentemente se refiere al jurado... Pero si ella insistiera... Tiene que ser la Reina...
¿Qué te podría pasar?... ¿Qué, en efecto? Yo di una, ellos dos... Vaya, esto debe ser lo que él hizo con las tartas...
--Pero después sigue todas volvieron a ti --observó Alicia.
--¡Claro, y aquí están! --exclamó triunfalmente el Rey, señalando las tartas que había sobre la mesa . Está más claro que el agua. Y más adelante... Antes del ataque de ella... ¿Tú nunca tienes ataques, verdad, querida? --le dijo a la Reina.
--¡Nunca! --rugió la Reina furiosa, arrojando un tintero contra la pobre Lagartija.
(La infeliz Lagartija había renunciado ya a escribir en su pizarra con el dedo, porque se dio cuenta de que no dejaba marca, pero ahora se apresuró a empezar de nuevo, aprovechando la tinta que le caía chorreando por la cara, todo el rato que pudo).
--Entonces las palabras del verso no pueden atacarte a ti --dijo el Rey, mirando a su alrededor con una sonrisa.
Había un silencio de muerte.
--¡Es un juego de palabras! --tuvo que explicar el Rey con acritud.
Y ahora todos rieron.
--¡Que el jurado considere su veredicto! --ordenó el Rey, por centésima vez aquel día.
--¡No! ¡No! --protestó la Reina--. Primero la sentencia... El veredicto después.
--¡Valiente idiotez! --exclamó Alicia alzando la voz--. ¡Qué ocurrencia pedir la sentencia primero!
--¡Cállate la boca! --gritó la Reina, poniéndose color púrpura.
--¡No quiero! --dijo Alicia.
--¡Que le corten la cabeza! --chilló la Reina a grito pelado.
Nadie se movió.
--¡Quién le va a hacer caso? --dijo Alicia (al llegar a este momento ya había crecido hasta su estatura normal)--. ¡No sois todos más que una baraja de cartas!

Al oír esto la baraja se elevó por los aires y se precipitó en picada contra ella. Alicia dio un pequeño grito, mitad de miedo y mitad de enfado, e intentó sacárselos de encima... Y se encontró tumbada en la ribera, con la cabeza apoyada en la falda de su hermana, que le estaba quitando cariñosamente de la cara unas hojas secas que habían caído desde los árboles.
--¡Despierta ya, Alicia! --le dijo su hermana--. ¡Cuánto rato has dormido!
--¡Oh, he tenido un sueño tan extraño! --dijo Alicia.
Y le contó a su hermana, tan bien como sus recuerdos lo permitían, todas las sorprendentes aventuras que hemos estado leyendo. Y, cuando hubo terminado, su hermana le dio un beso y le dijo:
--Realmente, ha sido un sueño extraño, cariño. Pero ahora corre a merendar. Se está haciendo tarde.
Así pues, Alicia se levantó y se alejó corriendo de allí, y mientras corría no dejó de pensar en el maravilloso sueño que había tenido.
Pero su hermana siguió sentada allí, tal como Alicia la había dejado, la cabeza apoyada en una mano, viendo cómo se ponía el sol y pensando en la pequeña Alicia y en sus maravillosas aventuras. Hasta que también ella empezó a soñar a su vez, y éste fue su sueño:
Primero, soñó en la propia Alicia, y le pareció sentir de nuevo las manos de la niña apoyadas en sus rodillas y ver sus ojos brillantes y curiosos fijos en ella. Oía todos los tonos de su voz y veía el gesto con que apartaba los cabellos que siempre le caían delante de los ojos. Y mientras los oía, o imaginaba que los oía, el espacio que la rodeaba cobró vida y se pobló con los extraños personajes del sueño de su hermana.
La alta hierba se agitó a sus pies cuando pasó corriendo el Conejo Blanco; el asustado Ratón chapoteó en un estanque cercano; pudo oír el tintineo de las tazas de porcelana mientras la Liebre de Marzo y sus amigos proseguían aquella merienda interminable, y la penetrante voz de la Reina ordenando que se cortara la cabeza a sus invitados; de nuevo el bebé-cerdito estornudó en brazos de la Duquesa, mientras platos y fuentes se estrellaban a su alrededor; de nuevo se llenó el aire con los graznidos del Grifo, el chirriar de la tiza de la Lagartija y los aplausos de los «reprimidos» conejillos de indias, mezclado todo con el distante sollozar de la Falsa Tortuga.
La hermana de Alicia estaba sentada allí, con los ojos cerrados, y casi creyó encontrarse ella también en el País de las Maravillas. Pero sabía que le bastaba volver a abrir los ojos para encontrarse de golpe en la aburrida realidad. La hierba sería sólo agitada por el viento, y el chapoteo del estanque se debería al temblor de las cañas que crecían en él. El tintineo de las tazas de té se transformaría en el resonar de unos cencerros, y la penetrante voz de la Reina en los gritos de un pastor. Y los estornudos del bebé, los graznidos del Grifo, y todos los otros ruidos misteriosos, se transformarían (ella lo sabía) en el confuso rumor que llegaba desde una granja vecina, mientras el lejano balar de los rebaños sustituía los sollozos de la Falsa Tortuga.
Por último, imaginó cómo sería, en el futuro, esta pequeña hermana suya, cómo sería Alicia cuando se convirtiera en una mujer. Y pensó que Alicia conservaría, a lo largo de los años, el mismo corazón sencillo y entusiasta de su niñez, y que reuniría a su alrededor a otros chiquillos, y haría brillar los ojos de los pequeños al contarles un cuento extraño, quizás este mismo sueño del País de las Maravillas que había tenido años atrás; y que Alicia sentiría las pequeñas tristezas y se alegraría con los ingenuos goces de los chiquillos, recordando su propia infancia y los felices días del verano.


FIN