Tomás González
LaLuzDificil
Empieza a leer... La luz difícil
Si las puertas de la percepción se depurasen, todo aparecería infinito al ser humano. Tal cual es.
El matrimonio del cielo y el infierno william blake (1827 d. C.) El mundo es inestable como casa en llamas.
lin-chi (866 d. C.) Esa noche pasé mucho tiempo despierto. A mi lado, Sara tampoco dormía. Miraba yo sus hombros morenos, su espalda aún esbelta a sus cincuenta y nueve años, y encontraba consuelo en su belleza. A ratos nos tomábamos de la mano. En el apartamento nadie dormía, nadie hablaba; de vez en cuando alguno tosía o iba a orinar y volvía a acostarse. Nuestros amigos Debrah y James habían venido a acompañarnos y se habían acomodado en un colchón en la sala. Venus, la novia de Jacobo, se había acostado en el cuarto de él. Mis hijos Jacobo y Pablo habían salido dos días antes en una van de Rent-a-Car con rumbo a Chicago, desde donde habían tomado un avión para Portland. En algún momento me pareció oír el débil rumor de la guitarra de Arturo, el tercero de mis hijos, en su cuarto. En la calle sonaban los gritos nocturnos del Lower East Side, las botellas quebradas de siempre. A las tres de la mañana, o algo así, pasaron, cavernosas, dos o tres motocicletas de los Hell’s Angels, que tenían su sede a dos cuadras de nuestro apartamento. Dormí casi cuatro horas seguidas, sin soñar, hasta que a las siete me despertó la punzada de angustia en el vientre por la muerte de mi hijo Jacobo, que habíamos programado para las siete de la noche, hora de Portland, diez de la noche en Nueva York.
Besé a Sara, me levanté, hice café. Sin darme cuenta, me puse a mirar la pintura en la que estaba trabajando. Era demasiado temprano para llamar a los muchachos, que se habían quedado a pasar la noche en un motel cerca del aeropuerto de Portland. El tema de mi pintura era la espuma que forma la hélice del ferry cuando, al dejar el muelle, acelera el motor en el agua verde de la que borbota. El color esmeralda del agua me había quedado pálido, superficial, pensé, como caramelo de menta vitrificado. Aún no lograba que, sin verse, sin hacerlo evidente, se sintiera la profundidad abisal, la muerte. La espuma aparecía bella, incomprensible, caótica, separada e inseparable del agua. La espuma estaba bien. Por la época de ese trabajo, que había empezado hacía ya un año —en el verano del 98—, pasaba yo días enteros en el ferry, yendo y viniendo de Manhattan a Staten Island, una y otra vez, a veces tomando cerveza, siempre mirando el agua. Incluso me hice amigo de algunos de los músicos ambulantes de los barcos, y de un Louis Larrota (Luis Bancarrota, le decía yo para tomarle del pelo, aunque él no entendiera el chiste, pues no hablaba español ni italiano), el único lustrabotas que quedaba en el ferry. Ahora mismo lo oigo pregonar, Shine! Shine!, por los corredores del barco. Este lustrabotas cada vez tenía menos clientes, pues la mayoría de
la gente había empezado a usar tenis. Al apagarse el atardecer, que había ardido detrás de las grúas de Nueva Jersey y estaba recruzado de gaviotas, regresaba yo al apartamento.
Me casé con Sara cuando los dos teníamos veintiséis años. Vivimos juntos cincuenta, hasta que se murió
del corazón hace apenas dos. No conocí otras mujeres: ella fueron todas. Es difícil de explicar y de entender, pues las mujeres que deseé y no eran ella, las que nunca tuve, tanto como las muy pocas con quienes llegué a acostarme —sin que Sara se enterara, claro, pues hubiera sido el fin—, fueron ella. Aquellas infidelidades ocurrieron sólo durante nuestros dos primeros años juntos, cuando a la relación, que sufría aún de vacíos y malentendidos serios, le faltaba afianzarse. Después mi fidelidad se hizo total y sin esfuerzos.
Hubo también infidelidades de parte de ella, creo, pero las que ocurrieron, si es que ocurrieron, se
darían muchos años después. Una tarde, ya en Nueva York, la vi en una cafetería, tomada de la mano con una compañera de trabajo. Se lo pregunté esa noche y ella ni lo negó ni lo aceptó; sólo dijo que las relaciones entre mujeres siempre iban a ser un misterio para los hombres. Lo cual no me dejó tranquilo, pues hay maneras y maneras de estar tomado de la mano con otra persona, pero lo fui olvidando hasta cierto punto con los años. La segunda vez fue cuando estuvo en Jamaica con James y Debrah. Por algún motivo yo no pude o no quise ir a ese viaje, y a James se le escapó una anécdota en la que se insinuaba que Sara había tenido una aventura con un muchacho de la isla. También se lo pregunté, pero esta vez me dijo que estaba loco, que cómo se me pasaba eso por la cabeza. Sin embargo, hasta hoy algo me dice que la aventura ocurrió. Sara no era cohibida ni mucho menos, especialmente si se había tomado algunas copas. Aquello me dolió mucho tiempo, haya sido cierto o no, y me produjo gran tristeza, pero también terminé por superarlo.
Celos, tal vez.En cualquier caso, sólo la vejez ya avanzada disminuyó el deseo que sentimos siempre el uno por el otro. Nunca he sido capaz de diferenciar demasiado entre amor y deseo, así que puedo decir que nos tuvimos mucho amor toda la vida. Y siempre me alegraba de volver a verla, así la separación hubiera sido de apenas unas horas. Cuando llegaba a la casa, de regreso del ferry, ya también ella había vuelto del hospital donde trabajaba, y conversábamos un poco echados en la cama; yo le contaba sobre lo que había visto en el mar, y luego iba a ver cómo estaban Jacobo y los muchachos.
Habíamos llegado a Nueva York en 1986. En el 83 habíamos salido de Bogotá para Miami, donde alcanzamos a estar tres años largos, de los cuales no me arrepiento para nada, pues no fueron malos. Yo había conocido Miami y los Cayos en un viaje anterior, y quería trabajarlos en mi pintura. Se puede decir que me fui para Miami en busca del agua y de la luz. Los dos disfrutamos
mucho del mar durante aquellos tres años, aunque padecimos la estrechez espiritual de la Miami de esos días. Y al final resolvimos irnos con los tres niños para Nueva York.
En Miami pinté una serie de paisajes al óleo, estudios de la luz y el agua, quince cuadros de dos metros
por dos, con los cuales hice una exposición en Cayo Hueso, y que se vendieron rápido y relativamente bien.
Algunos eran paisajes abstractos del mar que se ve desde la carretera a los Cayos; otros, del mar de Miami: de El Farito, de Crandon Park y del downtown. Casi recién llegados, Sara y los niños se compraron un catamarancito todo destartalado y con él navegaban los fines de semana, sin alejarse mucho de la costa, casi tocando la arena, mejor dicho, pero gozando como si estuvieran atravesando el Atlántico.
En Miami cumplí cuarenta y tres años. Nos dijeron después, los pocos y buenos amigos que allá tuvimos, que la ciudad estaba cambiando mucho, que se había hecho menos provinciana, que los rednecks se habían ido, que la llegada de gente de otros países había mejorado el ambiente y que incluso la nueva generación de cubanos era un poco menos obtusa y asfixiante. Bien podía ser. Así y todo, ni Sara ni yo habríamos regresado. Tampoco hubieran querido regresar los niños, que después de dos años en Nueva York ya no
eran tan niños: Jacobo tenía dieciocho y se estaba preparando para estudiar Medicina en NYU; Pablo, de dieciséis, estaba en un colegio de secundaria alternativa en la Veintitrés y la Ocho, con muchachos con aretes en nariz y orejas, y miraba ya folletos de universidades, y Arturo tenía catorce y se había empeñado en matricularse en La Salle —cuya sede quedaba en la calle Segunda con Segunda—, por la sola razón de que estaba a media cuadra del que fue nuestro apartamento después del de la 101, y así le quedaba más tiempo para dormir. Acostarse tarde, levantarse tarde, tocar guitarra y dibujar sin parar era lo que le gustaba en esos días. En fin. Fue bueno mientras duró, lo de la Florida, pero también suficiente. Alcancé a trabajar bastante; incluso el ambiente crudo e inculto que reinaba en la Miami de esos días me ayudó en cierto modo, pues pude sumergirme a fondo en la burbuja que al fin de cuentas es mi trabajo (o era mi trabajo, mejor dicho, pues hace ya como año y medio, pasados los setenta y seis, se me empezó a dañar demasiado la vista, dejé de pintar y me puse más bien a escribir con la ayuda de una lupa).
En Nueva York primero vivimos en un apartamento muy pequeño de la 101 West, a una cuadra del Central Park. El parque era lo único bueno del sitio, que quedaba en la frontera con un ghetto de latinos pobres
y había mucha bulla por las noches, botellas quebradas, insultos a voz de cuello en inglés y en español, una bruma humana densa que no me dejaba dormir, especialmente porque acababa de llegar de Miami —que parecía construida toda al lado de canchas de golf—. De pintar, ni soñar. Fueron difíciles los primeros meses en Nueva York, bien difíciles, no para Sara y los niños, para mí, que tenía tanto requisito de luz, espacio, silencio y demás tonterías que uno se inventa a esa edad para complicarse la vida.Por esos días yo no quería estar en Miami ni en Bogotá ni en Medellín ni allí en la 101 ni en ninguna parte. Salía temprano a caminar por el parque durante horas y a repetirme que me tenía que despabilar, empezar a trabajar, ponerles cara más alegre a Sara y a los muchachos, que estaban felices en Nueva York, aunque se preocupaban por mi abatimiento. Ella, que había conseguido empleo de consejera en un hospital —en Colombia se había graduado de socióloga—, se dio cuenta de que el barrio donde estábamos era lo que me estaba
afectando el ánimo, su ambiente de ghetto tal vez, y sin duda la falta de espacio del apartamento. En la sala, la pata del caballete casi pegaba contra el hombro de Arturo, tirado en el piso con su dichoso Nintendo; y cuando los tres muchachos estaban en la casa hacían mucho ruido, que, sumado al de la calle, lograba que yo renunciara a caballete y pintura y saliera para el parque a mirar los árboles.
Me gustaban los árboles del Central Park, aunque me producían nostalgia por los de mi país, por las selvas de Urabá, que yo conocía tan bien, pues uno de mis hermanos había tenido una finca por esos lados y en ella había muerto. Estos eran bellos, sin duda, olmos o robles muy antiguos, por ejemplo, pero casi como de juguete, comparados con las ceibas y los caracolíes de Urabá, y me daban un poco de tristeza. En resumen, cuando no estaba en el parque me había ido para Coney Island, a una hora más o menos en subway, que descubrí muy pronto y me deslumbró, como a todo el mundo. (Existe una foto de Freud, deslumbrado también, creo, en el entablado.) Después, ya en el apartamento de la calle Segunda, empecé la serie de paisajes marinos de la bahía de Nueva York, entre ellos los del mar de Brighton Beach y Coney Island.
Sara llegó una tarde del trabajo y me dijo:
—¿Querés ver un apartamento que me alquilan? Es abajo, cerca de Houston. Segunda con Segunda. Grande. Destartalado. Caro. Las ventanas dan a un cementerio bellísimo. Marble Cemetery, se llama.Le pregunté que si tenía buena luz y me dijo que sí, y nos fuimos a verlo con los muchachos. Demasiado caro no me pareció, para el tamaño, pero sí destartalado.
Mejor dicho, mugroso. Era cuestión de lavarlo, pintarlo y fumigar las cucarachas. Ventanas grandes, luz excelente. Sala muy espaciosa donde íbamos a caber sin problemas los muchachos con sus apéndices electrónicos, un sofá, dos sillones y mi taller.Y quedó muy bien. Fumigamos las cucarachas y algunas se murieron, pero la mayoría se quedó viviendo con nosotros. Uno encendía la luz por la noche y allí estaban siempre, pequeñas, numerosas, veloces, buscando rendijas para ocultarse. La limpieza era estricta y yo las
volvía a fumigar cada cierto tiempo, les ponía bórax, las aplastaba con el zapato, y nada: cuando encendía la
luz, allí estaban todas. En los apartamentos viejos estos insectos son tan inextinguibles como la vida. Para
acabarlos habría que demoler el edificio y ponerles gasolina o napalm a los escombros... Me gustan las matas y tengo buena mano, así que conseguí helechos y palmas, y muy pronto el sitio estaba ya agarrando un aire selvático. En un almacén de animales en Bleecker compramos por doscientos dólares una lora, a la que los niños pusieron Sparky; chillaba como loca, pues nunca se dejó domesticar, y volaba por todo el apartamento. Años después conseguimos a Cristóbal, el gato, que un día la asustó, y Sparky se escapó por una de las ventanas que daban al cementerio. La lorita se quedó una semana viviendo y chillando en los árboles; nunca quiso regresar, a pesar de lo mucho que la llamábamos por las ventanas. Hasta que se fue.
—A Suramérica —les dije a los muchachos, para animarlos—. A comer chontaduros al Chocó.—Chontawho? —preguntó Arturo, que no conocía los frutos de esa palma y no perdía oportunidad para tomar del pelo, así fuera en momentos difíciles como aquel.En el apartamento de la calle Segunda me volvió
el ánimo. Empecé a recorrer las costas urbanas y semiurbanas de Brooklyn y Nueva Jersey y a tomarles fotos y pintarlas. Pinté una motocicleta que encontré medio sumergida en una playa y cubierta de algas. Me gusta cómo lo que el hombre abandona se deteriora y empieza a ser otra vez inhumano y bello. Me gusta esa frontera.
Esa especie de manglar. Pinté una serie de ocho trabajos con el tema de los cangrejos herradura, o horseshoe crabs, que llegan a las playas de Coney Island, se mueren, reposan en la arena y se vuelven concha vacía y después polvo, rápido, junto con las chancletas y pedazos de recipientes de plástico que durarán, ellos sí, siglos, antes de volverse también polvo. El tema de esas pinturas, aunque nunca lo dije, era obvio y grandioso y en todo caso muy pretencioso o ambicioso o como quiera llamarse, y tenía que ver con el tenebroso abismo del Tiempo. Los cangrejos herradura no son bonitos, ni mucho menos, y han atravesado millones de años sin modificarse, como dicen que pasó con las cucarachas y los cocodrilos. Alguna vez leí en Internet que tampoco son cangrejos. Se parecen a los crustáceos, pero en realidad están más emparentados con las arañas y los escorpiones. Los fósiles más viejos de cangrejos herradura son
de hace más o menos cuatrocientos cincuenta millones de años.
Las pinturas tenían sólo los toques de luz necesarios para que alcanzara a presentirse la forma del cadáver
del pobre cangrejo. Y se vendieron, sí, pero con enorme dificultad y por muy poco. Muchos años después empezarían a cambiar de manos por sumas impúdicas de dinero. Colgada en el estudio, todavía conservo una —la mejor, para mi gusto—, que cada vez se vuelve más imprecisa y abisal a medida que va decayendo mi vista y voy avanzando también hacia el polvo.—Un paso más allá en el tenebrismo, ¿no? Bueno, lo próximo será el cuadrito puro negro —dijo Sara, para tomarme del pelo—. No me creás, no me creás —agregó rápidamente—. Claro que me gustan.Fueron casi dos años de abundancia artística; de una felicidad que traía su toque de angustia, pues encontraba yo tesoros por todas partes, como alguien a quien las piedras de los caminos de pronto se le volvieran joyas. ¡Qué iba yo a presentir lo que venía! El infortunio es siempre como el viento: natural, imprevisible, fácil... Estaba pintando mejor que nunca, y era tal la intensidad de mi trabajo que a veces me olvidaba hasta de fumar y tomar café. Pinté la moto cubierta de algas, un poco tenebrista también, aunque ahora con toques de color. En Nueva Jersey encontré un triciclo oxidado de niño en un lote vacío al pie del mar, y también pinté eso, muy grande, pero esta vez con tanta luz que casi ni dejaba ver el triciclo. (Hace dos años vi el cuadro en un museo de Roma, adonde me invitaron para no sé
qué homenaje, pero ya me tocó mirarlo de reojo, pues me había empezado la enfermedad y tenía borroso el centro de la visión. Me gustó, el triciclo, cuando volví a verlo después de tantos años, pero hubiera querido
retocarle ciertas partes que habrían podido quedar mucho mejor.) También había empezado a tomarle fotos
a la montaña rusa en ruinas de Coney Island —la que después tumbaron—, cubierta de batatillas de flores moradas. Gloria de la mañana, o morning glory, se llama en inglés esa enredadera. Pensaba pintar una serie de cuadros grandes, con detalles de la estructura y las flores desde ángulos que sacudieran las jerarquías de tamaños y perspectivas, y me liberaran del yugo que impone el orden obligado de mirar hacia afuera o hacia adentro. Era como si yo buscara salir de un encierro y estuviera a punto de alcanzar la luz, para respirar mejor. Preparé los lienzos para la montaña rusa. Tendría que pintar bonitas las flores, eso sí, no fuera que los cuadros dieran demasiada guerra en el momento de venderse. De algo había que vivir.
Es triste que ahora escriba los chistes que hasta hace apenas dos años hacía cuando Sara seguía viva. «Especie de chistes», habría precisado ella en este caso. Justo entonces a un taxi en el que venía mi hijo mayor lo estrelló la camioneta de un junkie borracho, en la calle Seis con Primera Avenida, a menos de cuatro cuadras del apartamento, y yo, y Sara y todos, entramos en el más profundo de los infiernos.
fuente: Alfaguara
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