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viernes, 12 de octubre de 2012

Nombre: Capítulo 1 - 22/11/1963 Autor: Stephen King Editorial: RHM


                                                                                                       CAPÍTULO 1
                                                                                                                  1
Harry Dunning se graduó de manera triunfal. Yo asistí a la peque-ña ceremonia en el gimnasio del instituto, por invitación suya. En realidad, él no tenía a nadie más, así que acepté con mucho gusto.Tras la bendición (pronunciada por el padre Bandy, quien raramente se perdía un acto del instituto), me abrí paso entre el remolino de amigos y familiares hasta donde, solitario, se encontraba Harry envuelto en su inflada toga negra, sosteniendo el diploma en una mano y el birrete alquilado en la otra. Le cogí el gorro para poder estrecharle la mano. Sonrió, exponiendo una dentadura con muchos agujeros y varias piezas torcidas. Aun así, esgrimía una sonrisa radiante y cautivadora.—Gracias por venir, señor Epping. Muchas gracias.—Ha sido un placer. Y puedes llamarme Jake. Es un pequeño privilegio que concedo a los estudiantes que tienen edad suficiente para ser mi padre.Por un momento pareció confundido, entonces se echó a reír.—Sí, supongo que es así, ¿no? ¡Ostras! Yo también me eché a reír. Un montón de gente reía a nuestro alrededor. Y corrían las lágrimas, por supuesto. Lo que para mí entraña tanta dificultad, resulta fácil para muchas personas.—¡Y ese sobresaliente alto! ¡Ostras! ¡Nunca en toda mi vida había sacado un sobresaliente alto! ¡Ni siquiera lo esperaba!—Te lo merecías, Harry. Y bueno, ¿qué es lo primero que vas a hacer como graduado de secundaria?
Su sonrisa desapareció por un segundo; era una perspectiva que no había contemplado.—Pues supongo que volveré a casa. Tengo una casita alquilada en Goddard Street, ¿sabe? —Alzó el diploma, sujetándolo cuidadosamente con las yemas de los dedos, como si la tinta pudiera correrse—. Le pondré un marco y lo colgaré en la pared. Después supongo que me serviré una copa de vino y me sentaré en el sofá y me quedaré admirándolo hasta la hora de dormir.—Parece un buen plan —dije—, pero antes, ¿te gustaría acompañarme a comer una hamburguesa con patatas fritas? Podríamos ir a Al’s.Esperaba una mueca como respuesta, aunque, por supuesto, estaba juzgando a Harry tomando como patrón a mis colegas. Por no mencionar a la mayoría de los chicos a los que enseñábamos; evitaban Al’s como la peste y solían frecuentar el Dairy Queen frente al instituto o el Hi-Hat en la 196, cerca de donde en otro tiempo estuvo el viejo autocine de Lisbon.—Sería estupendo, señor Epping. ¡Gracias!—Jake, ¿recuerdas?—Jake, claro.De modo que llevé a Harry a Al’s, donde yo era el único cliente asiduo de entre el profesorado y, aunque aquel verano había contratado a una camarera, nos sirvió el propio Al. Como de costumbre, un cigarrillo (ilegal en establecimientos públicos hosteleros, pero eso nunca fue un impedimento) ardía en la comisura de sus labios, y entornaba el ojo del mismo lado a causa del humo. Cuando vio la toga de graduación doblada y comprendió el motivo de la celebración, insistió en correr con la cuenta (si podía llamarse así; las comidas en Al’s eran extraordinariamente baratas, lo cual había suscitado rumores acerca del destino de ciertos animales callejeros de la vecindad). Además, nos sacó una foto, que más tarde colgó en lo que él denominaba Muro Local de los Famosos. Entre los «famosos» representados se incluía al difunto Albert Dunton, fundador de la Joyería Dunton; a Earl Higgins, un antiguo director del instituto; a John Crafts, fundador de Automóviles John Crafts, y, por supuesto, al padre Bandy, de la iglesia de San Cirilo. (El sacerdote estaba emparejado con el papa Juan XXIII; este último no por ser lugareño, sino por la veneración de Al Templeton, quien sedefinía como «un buen católico».) La foto que Al sacó aquel día muestra a Harry Dunning con una gran sonrisa. Yo posaba a su lado, y ambos sujetábamos el diploma. Su corbata estaba ligeramente torcida. Lo recuerdo porque me hizo pensar en aquellos garabatos que trazaba al final de las y minúsculas. Lo recuerdo todo. Lo recuerdo muy bien.
                                                                                                             2
Dos años más tarde, el último día de curso, me encontraba sentado en la misma sala de profesores leyendo una hornada de trabajos finales que mis alumnos de la clase avanzada de poesía americana habían escrito. Los chicos ya se habían marchado, libres y despreocupados ante un nuevo verano, y pronto yo seguiría su ejemplo. Por el momento, me alegraba de estar donde estaba, disfrutando de ese silencio poco frecuente. Pensé que antes de irme incluso tendría que limpiar el armario donde guardábamos comida. Alguien tenía que hacerlo, pensé.Más temprano, ese mismo día, Harry Dunning se me había acercado cojeando después de las tutorías (que habían sido especialmente bulliciosas, como suele ocurrir en todas las aulas y salas de estudio el último día de curso) y me había tendido la mano.—Quería darle las gracias por todo —dijo.Sonreí abiertamente.—Ya lo hiciste, según recuerdo.—Sí, pero este es mi último día. Me jubilo, así que quería estar seguro y darle las gracias otra vez.Mientras le estrechaba la mano, un chaval que pasaba a nuestro lado —seguramente del segundo curso, a juzgar por la cosecha fresca de espinillas y el tragicómico rastrojo que aspiraba a ser perilla en el mentón— susurró:—Harry el Sapo, brincando calle a-ba-jo.Hice ademán de agarrarle con la intención de obligarle a que se disculpara, pero Harry me detuvo. Su sonrisa era natural y no parecía ofendido.—Bah, no se preocupe, estoy acostumbrado. Son solo niños.—Correcto —asentí—. Y nuestro trabajo es educarlos.
—Lo sé, y a usted se le da bien. Pero no es mi trabajo ser… cómo se dice, el «momento enseñable» de nadie. Y hoy menos aún. Espero que se cuide, señor Epping. —Quizá tuviera edad suficiente para ser mi padre, pero por lo visto Jake siempre iba a estar fuera de su alcance.—Tú también, Harry.—Nunca olvidaré ese sobresaliente alto. También le puse un marco. Lo tengo junto a mi diploma.—Bien hecho.Y era cierto. Era perfecto. Su redacción había sido arte primitivista, pero en todos los aspectos tan poderoso y auténtico como cualquier pintura de la abuela Moses. Desde luego, era mejor que el material que leía en ese momento. Esos trabajos estaban redactados con una ortografía en su mayor parte correcta y un lenguaje claro (aunque mis precavidos alumnos «no corredores de riesgos» destinados a la universidad tenían una irritante tendencia a caer en la voz pasiva), pero el mensaje era pálido. Aburrido. Mis chicos de la clase avanzada pertenecían a los primeros cursos —Mac Steadman, el director del departamento, se adjudicaba los del último año—, pero escribían como ancianitos y ancianitas, todo con un estilo amanerado y «oooh, no resbales en ese suelo helado, Mildred». A pe sar de sus lapsus gramaticales y su concienzuda cursiva, Harry Dunning había escrito como un héroe. En una ocasión, al menos.Mientras cavilaba sobre la diferencia entre la literatura ofensiva y defensiva, el interfono de la pared carraspeó.—¿Está el señor Epping en la sala de profesores del ala oeste? ¿Por casualidad sigues ahí, Jake?Me levanté, apreté el botón con el pulgar y dije:—Sigo aquí, Gloria. Por mis pecados. ¿En qué puedo ayudarte?—Tienes una llamada. Un tipo llamado Al Templeton. Puedo pasártela si quieres. O decirle que ya te has ido.Al Templeton, dueño y operario de Al’s Diner, del que renegaba todo el cuerpo docente del instituto, excepto un servidor. Incluso mi estimado director del departamento —que intentaba hablar como un catedrático de Cambridge y que también se aproximaba a la edad de jubilación— era conocido por referirse a la especialidad de la casa como la Famosa Gatoburguesa de Al en lugar de la Famosa Granburguesa de Al.
Bueno, claro que no es realmente de gato, diría la gente, o probablemente no es de gato, pero si cuesta uno con diecinueve, tampoco puede ser de ternera.—¿Jake? ¿Te me has quedado dormido?—No, no, estoy bien despierto. —Además, sentía curiosidad por saber por qué Al me llamaba al instituto. Y, si vamos al caso, por qué me llamaba siquiera. La nuestra siempre había sido una relación estrictamente cocinero-cliente. Yo apreciaba su comida, y Al apreciaba mi patrocinio—. Adelante, pásamelo.—De todas formas, ¿por qué sigues aquí?—Me estoy flagelando.—¡Oooh! —exclamó Gloria, y pude imaginarla aleteando sus largas pestañas—. Me encanta cuando dices guarrerías. No cuelgues y espera hasta que oigas el ring-ring.Cortó la comunicación. La extensión sonó y levanté el auricular.—¿Jake? ¿Estás ahí, socio?Al principio pensé que Gloria debía de haber entendido mal el nombre. Aquella voz no podía pertenecer a Al. Ni siquiera el peor resfriado del mundo podría haber producido semejante graznido.—¿Quién es?—Al Templeton, ¿no te lo han dicho? Jesús, ese tono de espera es un asco. ¿Qué pasó con Connie Francis?Empezó a toser, emitiendo un ruido de trinquetes tan fuerte que me obligó a apartar el teléfono de la oreja.—Parece que tengas la gripe.Se echó a reír, pero a la vez seguía tosiendo. La combinación resultaba verdaderamente truculenta.—He pillado algo, sí.—Ha debido de pegarte rápido. —Había estado allí el día anterior tomando una cena temprana. Una Granburguesa, patatas fritas y un batido de fresa. En mi opinión, es fundamental que un tipo que vive solo les dé a todos los grupos alimenticios importantes.—Podrías decirlo así. Aunque también podrías decir que tardó su tiempo. Acertarías de cualquiera de las dos formas.No supe qué responder a eso. Había mantenido muchas conversaciones con Al en los seis o siete años que llevaba frecuentando el Diner, y él podía ser raro —insistía en referirse a los Patriots de Nueva Inglaterra como los Patriots de Boston, por ejemplo, y hablaba de Ted Williams como si le conociera igual que a un hermano—, pero nunca había tenido una conversación tan extraña como aquella.—Jake, necesito verte. Es importante.—¿Puedo preguntar…?—Ya cuento con que me harás muchas preguntas, y las responderé, pero no por teléfono.Ignoraba cuántas respuestas sería capaz de dar antes de que le fallara la voz, pero le prometí que iría aproximadamente en una hora.—Gracias. Ven antes si puedes. El tiempo es, como se suele decir, de vital importancia. —Y colgó, tal cual, sin despedirse siquiera.Terminé de leer dos trabajos más, y aunque solo me quedaban cuatro, eso no me sirvió de motivación. Había perdido el humor. Así que los deslicé en mi maletín y me marché. Me pasó por la cabeza la idea de subir a la oficina y desearle a Gloria un buen verano, pero no me molesté. Ella estaría allí toda la semana siguiente, cerrando los libros de otro año escolar, y yo iba a volver el lunes para limpiar el armarito; se trataba de una promesa que me había hecho a mí mismo. De otro modo, los profesores que usaran la sala del ala oeste durante el verano lo encontrarían infestado de bichos.Si hubiera sabido lo que me deparaba el futuro, ciertamente habría subido a verla. Quizá incluso le habría dado el beso que flirteaba en el aire entre nosotros desde el último par de meses. Pero, por supuesto, no lo sabía. La vida cambia en un instante.
                                                                                                       3
Al’s Diner ocupaba una enorme caravana plateada frente a las vías de Main Street, a la sombra de la vieja fábrica textil Worumbo. Lugares como ese pueden parecer vulgares, pero Al había ocultado los bloques de cemento sobre los que se asentaba su establecimiento con frondosos parterres de flores. Tenía incluso un cuadrado de césped que él mismo recortaba con un antiguo cortacésped manual. El aparato estaba tan bien cuidado como las flores y el césped; ni rastro de herrumbre en las runruneantes hojas, pintadas de un color resplandeciente. Bien podría haberla comprado en la tienda local de Western Auto la semana anterior…, si aún hubiera un Western Auto en Las Falls, claro. En otro tiempo sí hubo uno, pero cayó víctima de las grandes superficies con el cambio de siglo.Avancé por el camino pavimentado, subí los escalones, y entonces me detuve con el ceño fruncido. El letrero en el que se leía ¡bienvenidos a al’s diner, el hogar de la granburguesa!ya no estaba. Lo sustituía un cuadrado de cartón que anunciaba cerrado por enfermedad. no reabriremos. gracias por elegirnos todos estos años & que dios os bendiga.Aún no me había internado en la niebla de irrealidad que pronto me engulliría, pero los primeros zarcillos ya se filtraban, rodeándome, y los sentía. No era un resfriado de verano lo que había causado la ronquera que oí en la voz de Al ni los graznidos de tos. Tampoco había sido la gripe. A juzgar por el letrero, se trataba de algo más serio. Pero ¿qué clase de enfermedad grave se contraía en veinticuatro horas? En menos, realmente. Eran las dos y media. Me había marchado de Al’s a las cinco cuarenta y cinco, y entonces se encontraba bien. Casi frenético, de hecho. Recuerdo que le pregunté si no habría estado bebiendo mucho café, y respondió que no, que solo estaba pensando en tomarse unas vacaciones. ¿Las personas que están enfermas (lo bastante enfermas como para cerrar el negocio que han regentado en solitario durante más de veinte años) hablan de tomarse unas vacaciones? Algunas, quizá, pero probablemente no sean muchas.La puerta se abrió antes de que mi mano alcanzara el picaporte, y allí estaba Al mirándome, sin sonreír. Eché una ojeada por encima del hombro, sintiendo que aquella niebla de irrealidad se espesaba a mi alrededor. El día era cálido; la niebla, fría. En aquel momento aún habría podido dar media vuelta y salir de ella, regresar al sol de junio, y una parte de mí deseó hacerlo. Sin embargo, más que nada, me quedé petrificado por el asombro y la consternación. También por el terror, debería admitirlo. Porque las enfermedades graves nos aterrorizan, ¿verdad?, y bastaba un simple vistazo para notar que Al se encontraba gravemente enfermo. Aunque puede que mortalmente sea la palabra más apropiada.No solo era que sus normalmente rubicundas mejillas se habían tornado flácidas y cetrinas. No solo era el velo que cubría sus ojos azules, que ahora parecían desvaídos y miopes. Ni siquiera era su pelo, antes casi todo negro y ahora casi todo blanco…, des pués de todo, tal vez se aplicaba uno de esos productos cosméticos por vanidad y decidió de improviso lavárselo y dejárselo al natural.Lo imposible del asunto era que, en las veintidós horas transcurridas desde la última vez que lo había visto, Al Templeton parecía haber perdido por lo menos quince kilos. Quizá veinte, lo cual representaría un cuarto de su anterior peso corporal. Nadie pierde quince o veinte kilos en menos de un día, nadie. Sin embargo, mis ojos no me engañaban. Y aquí, creo, fue donde la niebla de irrealidad me engulló de un bocado.Al sonrió, y advertí que, además de peso, había perdido varios dientes. Las encías presentaban un aspecto pálido y enfermizo.—¿Te gusta mi nuevo yo, Jake? —Y empezó a toser, espesos sonidos de cadenas que surgían desde sus entrañas.Abrí la boca. No brotó palabra alguna. La idea de huir se cernió de nuevo sobre cierta parte cobarde y asqueada de mi mente, pero incluso si dicha parte hubiera tenido el control, no habría podido hacerlo. Estaba clavado en el suelo.Al dominó la tos y sacó un pañuelo del bolsillo trasero. Se limpió primero la boca y luego la palma de la mano. Antes de que volviera a guardarlo, pude distinguir algunas vetas rojas.—Entra —me dijo—. Tengo mucho que contar, y creo que eres el único que me escuchará. ¿Me vas a escuchar? —Al. —Mi voz sonaba tan baja y débil que a duras penas me oía a mí mismo—. ¿Qué te ha pasado?—¿Me vas a escuchar?—Claro.—Tendrás preguntas, y responderé a tantas como pueda, pero procura que sean las mínimas. No me queda demasiada voz. Diablos, no me queda demasiada fuerza. Vamos dentro.Entré. El restaurante estaba oscuro y frío y vacío; la barra, bru-ñida y sin migas; el cromo de los taburetes relucía, la urna de la cafetera brillaba lustrosa; el cartel que decía si no te gusta nuestra ciudad, busca un horario seguía en su sitio de costumbre, junto a la caja registradora Sweda. Lo único que faltaba eran los clientes.Bueno, y el cocinero-propietario, por supuesto. Al Templeton había sido reemplazado por un fantasma anciano y renqueante.

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