LEWIS CARROLL
Alicia en el país de las maravillas
INDICE
En la madriguera del conejo
El charco de lágrimas
Una carrera loca y una larga historia
La casa del conejo
A través de la tarde color de oro
el agua nos lleva sin esfuerzo
por nuestra parte,
pues los que empujan los remos
son unos brazos infantiles
que intentan, con sus manitas
guiar el curso de nuestra barca.
Pero, ¡las tres son muy crueles!
ya que sin fijarse en el apacible
tiempo
ni en el ensueño de la hora
presente,
¡exigen una historia de una voz
que apenas tiene aliento,
tanto que ni a una pluma podría
soplar!
Mas, ¿qué podría una voz tan
débil
contra la voluntad de las tres?
La primera, imperiosamente, dicta
su decreto:
"¡Comience el cuento!"
La segunda, un poco más amable,
pide
que el cuento no sea tonto,
mientras que la tercera
interrumpe la historia
nada más que una vez por minuto.
Conseguido al fin el silencio,
con la imaginación las lleva,
siguiendo a esa niña soñada,
por un mundo nuevo, de hermosas
maravillas
en el que hasta los pájaros y las
bestias hablan
con voz humana, y ellas casi se creen
estar allí.
Y cada vez que el narrador
intentaba,
seca ya la fuente de su
inspiración
dejar la narración para el día
siguiente,
y decía: "El resto para la
próxima vez",
las tres, al tiempo, decían:
"¡Ya es la próxima vez!"
Y así fue surgiendo el "País
de las Maravillas",
poquito a poco, y una a una,
el mosaico de sus extrañas
aventuras.
Y ahora, que el relato toca a su
fin,
También el timón de la barca nos
vuelve al hogar,
¡una alegre tripulación, bajo el
sol que ya se oculta!
Alicia, para tí este cuento
infantil.
Ponlo con tu mano pequeña y
amable
donde descansan los cuentos
infantiles,
entrelazados, como las flores ya
marchitas
en la guirnalda de la Memoria.
Es la ofrenda de un peregrino
que las recogió en países
lejanos.
Capítulo 1 - EN LA MADRIGUERA DEL
CONEJO
Alicia empezaba ya a cansarse de
estar sentada con su hermana a la orilla del río, sin tener nada que hacer:
había echado un par de ojeadas al libro que su hermana estaba leyendo, pero no
tenía dibujos ni diálogos. «¿Y de qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos?»,
se preguntaba Alicia.
Así pues, estaba pensando (y
pensar le costaba cierto esfuerzo, porque el calor del día la había dejado
soñolienta y atontada) si el placer de tejer una guirnalda de margaritas la
compensaría del trabajo de levantarse y coger las margaritas, cuando de pronto
saltó cerca de ella un Conejo Blanco de ojos rosados.
No había nada muy extraordinario
en esto, ni tampoco le pareció a Alicia muy extraño oír que el conejo se decía
a sí mismo: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!» (Cuando pensó en ello
después, decidió que, desde luego, hubiera debido sorprenderla mucho, pero en
aquel momento le pareció lo más natural del mundo). Pero cuando el conejo se
sacó un reloj de bolsillo del chaleco, lo miró y echó a correr, Alicia se
levantó de un salto, porque comprendió de golpe que ella nunca había visto un
conejo con chaleco, ni con reloj que sacarse de él, y, ardiendo de curiosidad,
se puso a correr tras el conejo por la pradera, y llegó justo a tiempo para ver
cómo se precipitaba en una madriguera que se abría al pie del seto.
Un momento más tarde, Alicia se
metía también en la madriguera, sin pararse a considerar cómo se las arreglaría
después para salir.
Al principio, la madriguera del
conejo se extendía en línea recta como un túnel, y después torció bruscamente
hacia abajo, tan bruscamente que Alicia no tuvo siquiera tiempo de pensar en
detenerse y se encontró cayendo por lo que parecía un pozo muy profundo.
O el pozo era en verdad profundo,
o ella caía muy despacio, porque Alicia, mientras descendía, tuvo tiempo
sobrado para mirar a su alrededor y para preguntarse qué iba a suceder después.
Primero, intentó mirar hacia abajo y ver a dónde iría a parar, pero estaba todo
demasiado oscuro para distinguir nada. Después miró hacia las paredes del pozo
y observó que estaban cubiertas de armarios y estantes para libros: aquí y allá
vio mapas y cuadros, colgados de clavos. Cogió, a su paso, un jarro de los
estantes. Llevaba una etiqueta que decía: MERMELADA DE NARANJA, pero vio, con
desencanto, que estaba vacío.
No le pareció bien tirarlo al
fondo, por miedo a matar a alguien que anduviera por abajo, y se las arregló
para dejarlo en otro de los estantes mientras seguía descendiendo.
«¡Vaya! », pensó Alicia.
«¡Después de una caída como ésta, rodar por las escaleras me parecerá algo sin
importancia! ¡Qué valiente me encontrarán todos! ¡Ni siquiera lloraría, aunque
me cayera del tejado!» (Y era verdad.)Abajo, abajo, abajo. ¿No acabaría nunca
de caer?
--Me gustaría saber cuántas
millas he descendido ya --dijo en voz alta--.
Tengo que estar bastante cerca
del centro de la tierra. Veamos: creo que está a cuatro mil millas de
profundidad...
Como veis, Alicia había aprendido
algunas cosas de éstas en las clases de la escuela, y aunque no era un momento
muy oportuno para presumir de sus conocimientos, ya que no había nadie allí que
pudiera escucharla, le pareció que repetirlo le servía de repaso.
--Sí, está debe de ser la
distancia... pero me pregunto a qué latitud o longitud habré llegado.
Alicia no tenía la menor idea de
lo que era la latitud, ni tampoco la longitud, pero le pareció bien decir unas
palabras tan bonitas e impresionantes. Enseguida volvió a empezar.
--¡A lo mejor caigo a través de
toda la tierra! ¡Qué divertido sería salir donde vive esta gente que anda
cabeza abajo! Los antipáticos, creo... (Ahora Alicia se alegró de que no
hubiera nadie escuchando, porque esta palabra no le sonaba del todo bien.) Pero
entonces tendré que preguntarles el nombre del país. Por favor, señora,
¿estamos en Nueva Zelanda o en Australia?
Y mientras decía estas palabras,
ensayó una reverencia. ¡Reverencias mientras caía por el aire! ¿Creéis que esto
es posible?
--¡Y qué criaja tan ignorante voy
a parecerle! No, mejor será no preguntar nada. Ya lo veré escrito en alguna
parte.
Abajo, abajo, abajo. No había
otra cosa que hacer y Alicia empezó enseguida a hablar otra vez.
--¡Temo que Dina me echará mucho
de menos esta noche ! (Dina era la gata.) Espero que se acuerden de su platito
de leche a la hora del té. ¡Dina, guapa, me gustaría tenerte conmigo aquí
abajo! En el aire no hay ratones, claro, pero podrías cazar algún murciélago, y
se parecen mucho a los ratones, sabes. Pero me pregunto: ¿comerán murciélagos
los gatos?
Al llegar a este punto, Alicia
empezó a sentirse medio dormida y siguió diciéndose como en sueños: «¿Comen
murciélagos los gatos? ¿Comen murciélagos los gatos?» Y a veces: «¿Comen gatos
los murciélagos?» Porque, como no sabía contestar a ninguna de las dos
preguntas, no importaba mucho cual de las dos se formulara. Se estaba durmiendo
de veras y empezaba a soñar que paseaba con Dina de la mano y que le preguntaba
con mucha ansiedad: «Ahora Dina, dime la verdad, ¿te has comido alguna vez un
murciélago?», cuando de pronto, ¡cataplum!, fue a dar sobre un montón de ramas
y hojas secas. La caída había terminado.
Alicia no sufrió el menor daño, y
se levantó de un salto. Miró hacia arriba, pero todo estaba oscuro. Ante ella
se abría otro largo pasadizo, y alcanzó a ver en él al Conejo Blanco, que se
alejaba a toda prisa. No había momento que perder, y Alicia, sin vacilar, echó
a correr como el viento, y llego justo a tiempo para oírle decir, mientras
doblaba un recodo:
--¡Válganme mis orejas y bigotes,
qué tarde se me está haciendo!
Iba casi pisándole los talones,
pero, cuando dobló a su vez el recodo, no vio al Conejo por ninguna parte. Se
encontró en un vestíbulo amplio y bajo, iluminado por una hilera de lámparas
que colgaban del techo.
Había puertas alrededor de todo
el vestíbulo, pero todas estaban cerradas con llave, y cuando Alicia hubo dado
la vuelta, bajando por un lado y subiendo por el otro, probando puerta a
puerta, se dirigió tristemente al centro de la habitación, y se preguntó cómo
se las arreglaría para salir de allí.
De repente se encontró ante una
mesita de tres patas, toda de cristal macizo.
No había nada sobre ella, salvo
una diminuta llave de oro, y lo primero que se le ocurrió a Alicia fue que
debía corresponder a una de las puertas del vestíbulo. Pero, ¡ay!, o las cerraduras
eran demasiado grandes, o la llave era demasiado pequeña, lo cierto es que no
pudo abrir ninguna puerta. Sin embargo, al dar la vuelta por segunda vez,
descubrió una cortinilla que no había visto antes, y detrás había una
puertecita de unos dos palmos de altura. Probó la llave de oro en la cerradura,
y vio con alegría que ajustaba bien.
Alicia abrió la puerta y se
encontró con que daba a un estrecho pasadizo, no más ancho que una ratonera. Se
arrodilló y al otro lado del pasadizo vio el jardín más maravilloso que podáis
imaginar. ¡Qué ganas tenía de salir de aquella oscura sala y de pasear entre
aquellos macizos de flores multicolores y aquellas frescas fuentes! Pero ni
siquiera podía pasar la cabeza por la abertura. «Y aunque pudiera pasar la
cabeza», pensó la pobre Alicia, «de poco iba a servirme sin los hombros. ¡Cómo
me gustaría poderme encoger como un telescopio! Creo que podría hacerlo, sólo
con saber por dónde empezar.» Y es que, como veis, a Alicia le habían pasado
tantas cosas extraordinarias aquel día, que había empezado a pensar que casi
nada era en realidad imposible.
De nada servía quedarse esperando
junto a la puertecita, así que volvió a la mesa, casi con la esperanza de
encontrar sobre ella otra llave, o, en todo caso, un libro de instrucciones
para encoger a la gente como si fueran telescopios. Esta vez encontró en la
mesa una botellita («que desde luego no estaba aquí antes», dijo Alicia), y
alrededor del cuello de la botella había una etiqueta de papel con la palabra
«BEBEME» hermosamente impresa en grandes caracteres.
Está muy bien eso de decir
«BEBEME», pero la pequeña Alicia era muy prudente y no iba a beber aquello por
las buenas. «No, primero voy a mirar», se dijo, «para ver si lleva o no la
indicación de veneno.» Porque Alicia había leído preciosos cuentos de niños que
se habían quemado, o habían sido devorados por bestias feroces, u otras cosas
desagradables, sólo por no haber querido recordar las sencillas normas que las
personas que buscaban su bien les habían inculcado: como que un hierro al rojo
te quema si no lo sueltas en seguida, o que si te cortas muy hondo en un dedo
con un cuchillo suele salir sangre. Y Alicia no olvidaba nunca que, si bebes
mucho de una botella que lleva la indicación «veneno», terminará, a la corta o
a la larga, por hacerte daño.
Sin embargo, aquella botella no
llevaba la indicación «veneno», así que Alicia se atrevió a probar el
contenido, y, encontrándolo muy agradable (tenía, de hecho, una mezcla de
sabores a tarta de cerezas, almíbar, piña, pavo asado, caramelo y tostadas
calientes con mantequilla), se lo acabó en un santiamén.
* *
* * *
* *
* *
* * *
*
* *
* * *
* *
--¡Qué sensación más extraña!
--dijo Alicia--. Me debo estar encogiendo como un telescopio.
Y así era, en efecto: ahora medía
sólo veinticinco centímetros, y su cara se iluminó de alegría al pensar que
tenía la talla adecuada para pasar por la puertecita y meterse en el
maravilloso jardín. Primero, no obstante, esperó unos minutos para ver si
seguía todavía disminuyendo de tamaño, y esta posibilidad la puso un poco
nerviosa. «No vaya consumirme del todo, como una vela», se dijo para sus
adentros. «¿Qué sería de mí entonces?» E intentó imaginar qué ocurría con la
llama de una vela, cuando la vela estaba apagada, pues no podía recordar haber
visto nunca una cosa así.
Después de un rato, viendo que no
pasaba nada más, decidió salir en seguida al jardín. Pero, ¡pobre Alicia!,
cuando llegó a la puerta, se encontró con que había olvidado la llavecita de
oro, y, cuando volvió a la mesa para recogerla, descubrió que no le era posible
alcanzarla. Podía verla claramente a través del cristal, e intentó con ahínco
trepar por una de las patas de la mesa, pero era demasiado resbaladiza. Y
cuando se cansó de intentarlo, la pobre niña se sentó en el suelo y se echó a
llorar.
«¡Vamos! ¡De nada sirve llorar de
esta manera!», se dijo Alicia a sí misma, con bastante firmeza. «¡Te aconsejo
que dejes de llorar ahora mismo!» Alicia se daba por lo general muy buenos
consejos a sí misma (aunque rara vez los seguía), y algunas veces se reñía con
tanta dureza que se le saltaban las lágrimas. Se acordaba incluso de haber
intentado una vez tirarse de las orejas por haberse hecho trampas en un partido
de croquet que jugaba consigo misma, pues a esta curiosa criatura le gustaba
mucho comportarse como si fuera dos personas a la vez. «¡Pero de nada me
serviría ahora comportarme como si fuera dos personas!», pensó la pobre Alicia.
«¡Cuando ya se me hace bastante difícil ser una sola persona como Dios
manda!»Poco después, su mirada se posó en una cajita de cristal que había
debajo de la mesa. La abrió y encontró dentro un diminuto pastelillo, en que se
leía la palabra «COMEME», deliciosamente escrita con grosella. «Bueno, me lo
comeré», se dijo Alicia, «y si me hace crecer, podré coger la llave, y, si me
hace todavía más pequeña, podré deslizarme por debajo de la puerta. De un modo
o de otro entraré en el jardín, y eso es lo que importa.»Dio un mordisquito y
se preguntó nerviosísima a sí misma: «¿Hacia dónde? ¿Hacia dónde?» Al mismo
tiempo, se llevó una mano a la cabeza para notar en qué dirección se iniciaba
el cambio, y quedó muy sorprendida al advertir que seguía con el mismo tamaño.
En realidad, esto es lo que sucede normalmente cuando se da un mordisco a un
pastel, pero Alicia estaba ya tan acostumbrada a que todo lo que le sucedía
fuera extraordinario, que le pareció muy aburrido y muy tonto que la vida
discurriese por cauces normales.
Así pues pasó a la acción, y en
un santiamén dio buena cuenta del pastelito.
Capítulo 2 - EL CHARCO DE
LAGRIMASEL CHARCO DE LAGRIMAS
--¡Curiorífico y curiorífico!
--exclamó Alicia (estaba tan sorprendida, que por un momento se olvidó hasta de
hablar correctamente)--. ¡Ahora me estoy estirando como el telescopio más largo
que haya existido jamás! ¡Adiós, pies! --gritó, porque cuando miró hacia abajo
vio que sus pies quedaban ya tan lejos que parecía fuera a perderlos de
vista--. ¡Oh, mis pobrecitos pies! ¡Me pregunto quién os pondrá ahora vuestros
zapatos y vuestros calcetines! ¡Seguro que yo no podré hacerlo! Voy a estar
demasiado lejos para ocuparme personalmente de vosotros: tendréis que
arreglároslas como podáis... Pero voy a tener que ser amable con ellos --pensó
Alicia--, ¡o a lo mejor no querrán llevarme en la dirección en que yo quiera
ir! Veamos: les regalaré un par de zapatos nuevos todas las Navidades.
Y siguió planeando cómo iba a
llevarlo a cabo:
--Tendrán que ir por correo. ¡Y
qué gracioso será esto de mandarse regalos a los propios pies! ¡Y qué chocante
va a resultar la dirección!
Al Sr. Pie Derecho de Alicia
Alfombra de la Chimenea,
junto al Guardafuegos
(con un abrazo de Alicia).
¡Dios mío, qué tonterías tan
grandes estoy diciendo!
Justo en este momento, su cabeza
chocó con el techo de la sala: en efecto, ahora medía más de dos metros. Cogió
rápidamente la llavecita de oro y corrió hacia la puerta del jardín.
¡Pobre Alicia! Lo máximo que
podía hacer era echarse de lado en el suelo y mirar el jardín con un solo ojo;
entrar en él era ahora más difícil que nunca.
Se sentó en el suelo y volvió a
llorar.
--¡Debería darte vergüenza!
--dijo Alicia--. ¡Una niña tan grande como tú (ahora sí que podía decirlo) y
ponerse a llorar de este modo! ¡Para inmediatamente!
Pero siguió llorando como si tal
cosa, vertiendo litros de lágrimas, hasta que se formó un verdadero charco a su
alrededor, de unos diez centímetros de profundidad y que cubría la mitad del
suelo de la sala.
Al poco rato oyó un ruidito de
pisadas a lo lejos, y se secó rápidamente los ojos para ver quién llegaba. Era
el Conejo Blanco que volvía, espléndidamente vestido, con un par de guantes
blancos de cabritilla en una mano y un gran abanico en la otra. Se acercaba
trotando a toda prisa, mientras rezongaba para sí:
--¡Oh! ¡La Duquesa, la Duquesa!
¡Cómo se pondrá si la hago esperar!
Alicia se sentía tan desesperada
que estaba dispuesta a pedir socorro a cualquiera. Así pues, cuando el Conejo
estuvo cerca de ella, empezó a decirle tímidamente y en voz baja:
--Por favor, señor...
El Conejo se llevó un susto
tremendo, dejó caer los guantes blancos de cabritilla y el abanico, y escapó a
todo correr en la oscuridad.
Alicia recogió el abanico y los
guantes, Y, como en el vestíbulo hacía mucho calor, estuvo abanicándose todo el
tiempo mientras se decía:
--¡Dios mío! ¡Qué cosas tan
extrañas pasan hoy! Y ayer todo pasaba como de costumbre. Me pregunto si habré
cambiado durante la noche. Veamos: ¿era yo la misma al levantarme esta mañana? Me
parece que puedo recordar que me sentía un poco distinta. Pero, si no soy la
misma, la siguiente pregunta es ¿quién demonios soy? ¡Ah, este es el gran
enigma!
Y se puso a pensar en todas las
niñas que conocía y que tenían su misma edad, para ver si podía haberse
transformado en una de ellas.
--Estoy segura de no ser Ada
--dijo--, porque su pelo cae en grandes rizos, y el mío no tiene ni medio rizo.
Y estoy segura de que no puedo ser Mabel, porque yo sé muchísimas cosas, y
ella, oh, ¡ella sabe Poquísimas! Además, ella es ella, y yo soy yo, y... ¡Dios
mío, qué rompecabezas! Voy a ver si sé todas las cosas que antes sabía. Veamos:
cuatro por cinco doce, y cuatro por seis trece, y cuatro por siete...
¡Dios mío! ¡Así no llegaré nunca
a veinte! De todos modos, la tabla de multiplicar no significa nada. Probemos
con la geografía. Londres es la capital de París, y París es la capital de
Roma, y Roma... No, lo he dicho todo mal, estoy segura. ¡Me debo haber
convertido en Mabel! Probaré, por ejemplo el de la industriosa abeja."
Cruzó las manos sobre el regazo y
notó que la voz le salía ronca y extraña y las palabras no eran las que
deberían ser:
`¡Ves como el industrioso
cocodrilo
Aprovecha su lustrosa cola
Y derrama las aguas del Nilo
Por sobre sus escamas de oro!
`¡Con que alegría muestra sus
dientes
Con que cuidado dispone sus uñas
Y se dedica a invitar a los
pececillos
Para que entren en sus sonrientes
mandíbulas!
¡Estoy segura que esas no son las
palabras! Y a la pobre Alicia se le llenaron otra vez los ojos de lágrimas.
--¡Seguro que soy Mabel! Y tendré
que ir a vivir a aquella casucha horrible, y casi no tendré juguetes para
jugar, y ¡tantas lecciones que aprender! No, estoy completamente decidida: ¡si
soy Mabel, me quedaré aquí! De nada servirá que asomen sus cabezas por el pozo
y me digan: «¡Vuelve a salir, cariño!» Me limitaré a mirar hacia arriba y a
decir: «¿Quién soy ahora, veamos? Decidme esto primero, y después, si me gusta
ser esa persona, volveré a subir. Si no me gusta, me quedaré aquí abajo hasta que
sea alguien distinto...» Pero, Dios mío --exclamó Alicia, hecha un mar de
lágrimas--, ¡cómo me gustaría que asomaran de veras sus cabezas por el pozo!
¡Estoy tan cansada de estar sola aquí abajo!
Al decir estas palabras, su
mirada se fijó en sus manos, y vio con sorpresa que mientras hablaba se había
puesto uno de los pequeños guantes blancos de cabritilla del Conejo.
--¿Cómo he podido hacerlo? --se
preguntó--. Tengo que haberme encogido otra vez.
Se levantó y se acercó a la mesa
para comprobar su medida. Y descubrió que, según sus conjeturas, ahora no medía
más de sesenta centímetros, y seguía achicándose rápidamente. Se dio cuenta en
seguida de que la causa de todo era el abanico que tenía en la mano, y lo soltó
a toda prisa, justo a tiempo para no llegar a desaparecer del todo.
--¡De buena me he librado !
--dijo Alicia, bastante asustada por aquel cambio inesperado, pero muy contenta
de verse sana y salva--. ¡Y ahora al jardín!
Y echó a correr hacia la
puertecilla. Pero, ¡ay!, la puertecita volvía a estar cerrada y la llave de oro
seguía como antes sobre la mesa de cristal. «¡Las cosas están peor que nunca!»,
pensó la pobre Alicia. «¡Porque nunca había sido tan pequeña como ahora, nunca!
¡Y declaro que la situación se está poniendo imposible!»
Mientras decía estas palabras, le
resbaló un pie, y un segundo más tarde, ¡chap!, estaba hundida hasta el cuello
en agua salada. Lo primero que se le ocurrió fue que se había caído de alguna
manera en el mar. «Y en este caso podré volver a casa en tren», se dijo para
sí. (Alicia había ido a la playa una sola vez en su vida, y había llegado a la
conclusión general de que, fuera uno a donde fuera, la costa inglesa estaba
siempre llena de casetas de baño, niños jugando con palas en la arena, después
una hilera de casas y detrás una estación de ferrocarril.) Sin embargo, pronto
comprendió que estaba en el charco de lágrimas que había derramado cuando medía
casi tres metros de estatura.
--¡Ojalá no hubiera llorado
tanto! --dijo Alicia, mientras nadaba a su alrededor, intentando encontrar la
salida--. ¡Supongo que ahora recibiré el castigo y moriré ahogada en mis
propias lágrimas! ¡Será de veras una cosa extraña! Pero todo es extraño hoy.
En este momento oyó que alguien
chapoteaba en el charco, no muy lejos de ella, y nadó hacia allí para ver quién
era. Al Principio creyó que se trataba de una morsa o un hipopótamo, pero
después se acordó de lo pequeña que era ahora, y comprendió que sólo era un
ratón que había caído en el charco como ella.
--¿Servirá de algo ahora --se preguntó
Alicia-- dirigir la palabra a este ratón? Todo es tan extraordinario aquí
abajo, que no me sorprendería nada que pudiera hablar. De todos modos, nada se
pierde por intentarlo. --Así pues, Alicia empezó a decirle-: Oh, Ratón, ¿sabe
usted cómo salir de este charco? ¡Estoy muy cansada de andar nadando de un lado
a otro, oh, Ratón!
Alicia pensó que éste sería el
modo correcto de dirigirse a un ratón; nunca se había visto antes en una
situación parecida, pero recordó haber leído en la Gramática Latina de su
hermano «el ratón -- del ratón -- al ratón -- para el ratón -- ¡oh, ratón!» El
Ratón la miró atentamente, y a Alicia le pareció que le guiñaba uno de sus
ojillos, pero no dijo nada. «Quizá no sepa hablar inglés», pensó Alicia. «Puede
ser un ratón francés, que llegó hasta aquí con Guillermo el Conquistador.»
(Porque a pesar de todos sus conocimientos de historia, Alicia no tenía una
idea muy clara de cuánto tiempo atrás habían tenido lugar algunas cosas.)
Siguió pues:
--Où est ma chatte?
Era la primera frase de su libro
de francés. El Ratón dio un salto inesperado fuera del agua y empezó a temblar
de pies a cabeza.
--¡Oh, le ruego que me perdone!
--gritó Alicia apresuradamente, temiendo haber herido los sentimientos del
pobre animal--. Olvidé que a usted no le gustan los gatos.
--¡No me gustan los gatos!
--exclamó el Ratón en voz aguda y apasionada--. ¿Te gustarían a ti los gatos si
tú fueses yo?
--Bueno, puede que no -dijo
Alicia en tono conciliador-. No se enfade por esto. Y, sin embargo, me gustaría
poder enseñarle a nuestra gata Dina.
Bastaría que usted la viera para
que empezaran a gustarle los gatos. Es tan bonita y tan suave --siguió Alicia,
hablando casi para sí misma, mientras nadaba perezosa por el charco--, y
ronronea tan dulcemente junto al fuego, lamiéndose las patitas y lavándose la
cara... y es tan agradable tenerla en brazos... y es tan hábil cazando
ratones... ¡Oh, perdóneme, por favor! --gritó de nuevo Alicia, porque esta vez
al Ratón se le habían puesto todos los pelos de punta y tenía que estar
enfadado de veras--. No hablaremos más de Dina, si usted no quiere.
--¡Hablaremos dices! chilló el
Rat6n, que estaba temblando hasta la mismísima punta de la cola--. ¡Como si yo
fuera a hablar de semejante tema! Nuestra familia ha odiado siempre a los
gatos: ¡bichos asquerosos, despreciables, vulgares! ¡Que no vuelva a oír yo
esta palabra!
--¡No la volveré a pronunciar!
-dijo Alicia, apresurándose a cambiar el tema de la conversación-. ¿Es usted...
es usted amigo... de... de los perros? El Ratón no dijo nada y Alicia siguió
diciendo atropelladamente--: Hay cerca de casa un perrito tan mono que me
gustaría que lo conociera! Un pequeño terrier de ojillos brillantes, sabe, con
el pelo largo, rizado, castaño. Y si le tiras un palo, va y lo trae, y se sienta
sobre dos patas para pedir la comida, y muchas cosas más... no me acuerdo ni de
la mitad... Y es de un granjero, sabe, y el granjero dice que es un perro tan
útil que no lo vendería ni por cien libras. Dice que mata todas las ratas y...
¡Dios mío! --exclamó Alicia trastornada--. ¡Temo que lo he ofendido otra vez!
Porque el Ratón se alejaba de
ella nadando con todas sus fuerzas, y organizaba una auténtica tempestad en la
charca con su violento chapoteo. Alicia lo llamó dulcemente mientras nadaba
tras él:
--¡Ratoncito querido! ¡vuelve
atrás, y no hablaremos más de gatos ni de perros, puesto que no te gustan!
Cuando el Ratón oyó estas
palabras, dio media vuelta y nadó lentamente hacia ella: tenía la cara pálida
(de emoción, pensó Alicia) y dijo con vocecita temblorosa:
--Vamos a la orilla, y allí te
contaré mi historia, y entonces comprenderás por qué odio a los gatos y a los
perros.
Ya era hora de salir de allí,
pues la charca se iba llenando más y más de los pájaros y animales que habían
caído en ella: había un pato y un dodo, un loro y un aguilucho y otras curiosas
criaturas. Alicia abrió la marcha y todo el grupo nadó hacia la orilla.
Capítulo 3 - UNA CARRERA LOCA Y
UNA LARGA HISTORIAUNA CARRERA LOCA Y UNA LARGA HISTORIA
El grupo que se reunió en la orilla
tenía un aspecto realmente extraño: los pájaros con las plumas sucias, los
otros animales con el pelo pegado al cuerpo, y todos calados hasta los huesos,
malhumorados e incómodos.
Lo primero era, naturalmente,
discurrir el modo de secarse: lo discutieron entre ellos, y a los pocos minutos
a Alicia le parecía de lo más natural encontrarse en aquella reunión y hablar
familiarmente con los animales, como si los conociera de toda la vida. Sostuvo
incluso una larga discusión con el Loro, que terminó poniéndose muy tozudo y
sin querer decir otra cosa que «soy más viejo que tú, y tengo que saberlo
mejor». Y como Alicia se negó a darse por vencida sin saber antes la edad del
Loro, y el Loro se negó rotundamente a confesar su edad, ahí acabó la
conversación.
Por fin el Ratón, que parecía
gozar de cierta autoridad dentro del grupo, les gritó:
--¡Sentaos todos y escuchadme!
¡Os aseguro que voy a dejaros secos en un santiamén!
Todos se sentaron pues, formando
un amplio círculo, con el Ratón en medio.
Alicia mantenía los ojos
ansiosamente fijos en él, porque estaba segura de que iba a pescar un resfriado
de aúpa si no se secaba en seguida.
--¡Ejem! --carraspeó el Ratón con
aires de importancia--, ¿Estáis preparados? Esta es la historia más árida y por
tanto más seca que conozco. ¡Silencio todos, por favor! «Guillermo el
Conquistador, cuya causa era apoyada por el Papa, fue aceptado muy pronto por
los ingleses, que necesitaban un jefe y estaban ha tiempo acostumbrados a
usurpaciones y conquistas. Edwindo Y Morcaro, duques de Mercia y
Northumbría...»
--¡Uf! --graznó el Loro, con un
escalofrío.
--Con perdón --dijo el Ratón,
frunciendo el ceño, pero con mucha cortesía--.
¿Decía usted algo?
--¡Yo no! --se apresuró a
responder el Loro.
--Pues me lo había parecido -dijo
el Ratón--. Continúo. «Edwindo y Morcaro, duques de Mercia y Northumbría, se
pusieron a su favor, e incluso Stigandio, el patriótico arzobispo de
Canterbury, lo encontró conveniente...»--¿Encontró qué? -preguntó el Pato.
--Encontrólo -repuso el Ratón un
poco enfadado--. Desde luego, usted sabe lo que lo quiere decir.
--¡Claro que sé lo que quiere
decir! --refunfuñó el Pato--. Cuando yo encuentro algo es casi siempre una rana
o un gusano. Lo que quiero saber es qué fue lo que encontró el arzobispo.
El Ratón hizo como si no hubiera
oído esta pregunta y se apresuró a continuar con su historia:
--«Lo encontró conveniente y
decidió ir con Edgardo Athelingo al encuentro de Guillermo y ofrecerle la
corona. Guillermo actuó al principio con moderación.
Pero la insolencia de sus
normandos...» ¿Cómo te sientes ahora, querida? continuó, dirigiéndose a Alicia.
--Tan mojada como al principio
--dijo Alicia en tono melancólico--. Esta historia es muy seca, pero parece que
a mi no me seca nada.
--En este caso --dijo
solemnemente el Dodo, mientras se ponía en pie--, propongo que se abra un
receso en la sesión y que pasemos a la adopción inmediata de remedios más
radicales...
--¡Habla en cristiano! --protestó
el Aguilucho--. No sé lo que quieren decir ni la mitad de estas palabras altisonantes,
y es más, ¡creo que tampoco tú sabes lo que significan!
Y el Aguilucho bajó la cabeza
para ocultar una sonrisa; algunos de los otros pájaros rieron sin disimulo.
--Lo que yo iba a decir --siguió
el Dodo en tono ofendido-- es que el mejor modo para secarnos sería una Carrera
Loca.
--¿Qué es una Carrera Loca?
--preguntó Alicia, y no porque tuviera muchas ganas de averiguarlo, sino porque
el Dodo había hecho una pausa, como esperando que alguien dijera algo, y nadie
parecía dispuesto a decir nada.
--Bueno, la mejor manera de
explicarlo es hacerlo.
(Y por si alguno de vosotros
quiere hacer también una Carrera Loca cualquier día de invierno, voy a contaros
cómo la organizó el Dodo.)
Primero trazó una pista para la
Carrera, más o menos en círculo («la forma exacta no tiene importancia», dijo)
y después todo el grupo se fue colocando aquí y allá a lo largo de la pista. No
hubo el «A la una, a las dos, a las tres, ya», sino que todos empezaron a
correr cuando quisieron, y cada uno paró cuando quiso, de modo que no era fácil
saber cuándo terminaba la carrera. Sin embargo, cuando llevaban corriendo más o
menos media hora, y volvían a estar ya secos, el Dodo gritó súbitamente:
--¡La carrera ha terminado!
Y todos se agruparon jadeantes a
su alrededor, preguntando:
--¿Pero quién ha ganado?
El Dodo no podía contestar a esta
pregunta sin entregarse antes a largas cavilaciones, y estuvo largo rato
reflexionando con un dedo apoyado en la frente (la postura en que aparecen casi
siempre retratados los pensadores), mientras los demás esperaban en silencio.
Por fin el Dodo dijo:
--Todos hemos ganado, y todos
tenemos que recibir un premio.
--¿Pero quién dará los premios?
--preguntó un coro de voces.
--Pues ella, naturalmente --dijo
el Dodo, señalando a Alicia con el dedo.
Y todo el grupo se agolpó
alrededor de Alicia, gritando como locos:
--¡Premios! ¡Premios!
Alicia no sabía qué hacer, y se
metió desesperada una mano en el bolsillo, y encontró una caja de confites (por
suerte el agua salada no había entrado dentro), y los repartió como premios.
Había exactamente un confite para cada uno de ellos.
--Pero ella también debe tener un
premio --dijo el Ratón.
--Claro que sí -aprobó el Dodo
con gravedad, y, dirigiéndose a Alicia, preguntó--: ¿Qué más tienes en el
bolsillo?
--Sólo un dedal -dijo Alicia.
--Venga el dedal -dijo el Dodo.
Y entonces todos la rodearon una
vez más, mientras el Dodo le ofrecía solemnemente el dedal con las palabras:
--Os rogamos que aceptéis este
elegante dedal.
Y después de este cortísimo
discurso, todos aplaudieron con entusiasmo.
Alicia pensó que todo esto era
muy absurdo, pero los demás parecían tomarlo tan en serio que no se atrevió a
reír, y, como tampoco se le ocurría nada que decir, se limitó a hacer una
reverencia, y a coger el dedal, con el aire más solemne que pudo.
Había llegado el momento de
comerse los confites, lo que provocó bastante ruido y confusión, pues los
pájaros grandes se quejaban de que sabían a poco, y los pájaros pequeños se
atragantaban y había que darles palmaditas en la espalda. Sin embargo, por fin
terminaron con los confites, y de nuevo se sentaron en círculo, y pidieron al
Ratón que les contara otra historia.
--Me prometiste contarme tu vida,
¿te acuerdas? --dijo Alicia--. Y por qué odias a los... G. y a los P. --añadió
en un susurro, sin atreverse a nombrar a los gatos y a los perros por su nombre
completo para no ofender al Ratón de nuevo.
--¡Arrastro tras de mí una
realidad muy larga y muy triste! --exclamó el Ratón, dirigiéndose a Alicia y
dejando escapar un suspiro.
--Desde luego, arrastras una cola
larguísima --dijo Alicia, mientras echaba una mirada admirativa a la cola del
Ratón--, pero ¿por qué dices que es triste?
Y tan convencida estaba Alicia de
que el Ratón se refería a su cola, que, cuando él empezó a hablar, la historia
que contó tomó en la imaginación de Alicia una forma así:
"Cierta Furia dijo a un
Ratón al que se encontró
en su casa: "Vamos a ir
juntos ante la Ley: Yo te acusaré, y tú te defenderás.
¡Vamos! No admitiré más
discusiones Hemos de
tener un proceso, porque esta
mañana no he
tenido ninguna otra
cosa que hacer". El
Ratón respondió a la
Furia: "Ese pleito, señora
no servirá si no
tenemos juez y jurado,
y no servirá más que
para que nos gritemos
uno a otro como una
pareja de tontos"
Y replicó la Furia: "Yo seré
al mismo tiempo
el juez y el
jurado." Lo dijo
taimadamente
la vieja Furia. "Yo seré
la que diga
todo lo que
haya que decir, y también quien
a muerte condene."
--¡No me estás escuchando!
--protestó el Ratón, dirigiéndose a Alicia--.
¿Dónde tienes la cabeza?
--Por favor, no te enfades -dijo
Alicia con suavidad--. Si no me equivoco, ibas ya por la quinta vuelta.
--¡Nada de eso! --chilló el
Ratón--. ¿De qué vueltas hablas? ¡Te estás burlando de mí y sólo dices
tonterías!
Y el Ratón se levantó y se fue
muy enfadado.
--¡Ha sido sin querer! exclamó la
pobre Alicia--. ¡Pero tú te enfadas con tanta facilidad!
El Ratón sólo respondió con un
gruñido, mientras seguía alejándose.
--¡Vuelve, por favor, y termina
tu historia! --gritó Alicia tras él.
Y los otros animales se unieron a
ella y gritaron a coro:
--¡Sí, vuelve, por favor!
Pero el Ratón movió impaciente la
cabeza y apresuró el paso.
--¡Qué lástima que no se haya
querido quedar! -suspiró el Loro, cuando el Ratón se hubo perdido de vista.
Y una vieja Cangreja aprovechó la
ocasión para decirle a su hija:
--¡Ah, cariño! ¡Que te sirva de
lección para no dejarte arrastrar nunca por tu mal genio!
--¡Calla esa boca, mamá!
-protestó con aspereza la Cangrejita-. ¡Eres capaz de acabar con la paciencia
de una ostra!
--¡Ojalá estuviera aquí Dina con
nosotros! --dijo Alicia en voz alta, pero sin dirigirse a nadie en
particular--.
¡Ella sí que nos traería al Ratón
en un santiamén!
--¡Y quién es Dina, si se me
permite la pregunta? --quiso saber el Loro.
Alicia contestó con entusiasmo,
porque siempre estaba dispuesta a hablar de su amiga favorita:
--Dina es nuestra gata. ¡Y no
podéis imaginar lo lista que es para cazar ratones! ¡Una maravilla! ¡Y me
gustaría que la vierais correr tras los pájaros!
¡Se zampa un pajarito en un abrir
y cerrar de ojos!
Estas palabras causaron una
impresión terrible entre los animales que la rodeaban. Algunos pájaros se
apresuraron a levantar el vuelo. Una vieja urraca se acurrucó bien entre sus
plumas, mientras murmuraba: «No tengo más remedio que irme a casa; el frío de
la noche no le sienta bien a mi garganta». Y un canario reunió a todos sus
pequeños, mientras les decía con una vocecilla temblorosa: «¡Vamos, queridos!
¡Es hora de que estéis todos en la cama!» Y así, con distintos pretextos, todos
se fueron de allí, y en unos segundos Alicia se encontró completamente sola.
--¡Ojalá no hubiera hablado de
Dina! --se dijo en tono melancólico--. ¡Aquí abajo, mi gata no parece gustarle
a nadie, y sin embargo estoy bien segura de que es la mejor gata del mundo!
¡Ay, mi Dina, mi querida Dina! ¡Me pregunto si volveré a verte alguna vez!
Y la pobre Alicia se echó a
llorar de nuevo, porque se sentía muy sola y muy deprimida. Al poco rato, sin
embargo, volvió a oír un ruidito de pisadas a lo lejos y levantó la vista
esperanzada, pensando que a lo mejor el Ratón había cambiado de idea y volvía
atrás para terminar su historia.
Capítulo 4 - LA CASA DEL CONEJOLA
CASA DEL CONEJO
Era el Conejo Blanco, que volvía
con un trotecillo saltarín y miraba ansiosamente a su alrededor, como si
hubiera perdido algo. Y Alicia oyó que murmuraba:
--¡La Duquesa! ¡La Duquesa! ¡Oh,
mis queridas patitas ! ¡Oh, mi piel y mis bigotes ! ¡Me hará ejecutar, tan
seguro como que los grillos son grillos ! ¿Dónde demonios puedo haberlos dejado
caer? ¿Dónde? ¿Dónde?
Alicia comprendió al instante que
estaba buscando el abanico y el par de guantes blancos de cabritilla, y llena
de buena voluntad se puso también ella a buscar por todos lados, pero no
encontró ni rastro de ellos. En realidad, todo parecía haber cambiado desde que
ella cayó en el charco, y el vestíbulo con la mesa de cristal y la puertecilla
habían desaparecido completamente.
A los pocos instantes el Conejo
descubrió la presencia de Alicia, que andaba buscando los guantes y el abanico
de un lado a otro, y le gritó muy enfadado:
--¡Cómo, Mary Ann, qué demonios
estás haciendo aquí! Corre inmediatamente a casa y tráeme un par de guantes y
un abanico! ¡Aprisa!
Alicia se llevó tal susto que
salió corriendo en la dirección que el Conejo le señalaba, sin intentar
explicarle que estaba equivocándose de persona.
--¡Me ha confundido con su
criada! --se dijo mientras corría--. ¡Vaya sorpresa se va a llevar cuando se
entere de quién soy! Pero será mejor que le traiga su abanico y sus guantes...
Bueno, si logro encontrarlos.
Mientras decía estas palabras,
llegó ante una linda casita, en cuya puerta brillaba una placa de bronce con el
nombre «C. BLANCO» grabado en ella. Alicia entró sin llamar, y corrió escaleras
arriba, con mucho miedo de encontrar a la verdadera Mary Ann y de que la
echaran de la casa antes de que hubiera encontrado los guantes y el abanico.
--¡Qué raro parece --se dijo
Alicia eso de andar haciendo recados para un conejo! ¡Supongo que después de
esto Dina también me mandará a hacer sus recados! --Y empezó a imaginar lo que
ocurriría en este caso: «¡Señorita Alicia, venga aquí inmediatamente y
prepárese para salir de paseo!», diría la niñera, y ella tendría que contestar:
«¡Voy en seguida! Ahora no puedo, porque tengo que vigilar esta ratonera hasta
que vuelva Dina y cuidar de que no se escape ningún ratón»--. Claro que
--siguió diciéndose Alicia--, si a Dina le daba por empezar a darnos órdenes,
no creo que parara mucho tiempo en nuestra casa.
A todo esto, había conseguido llegar
hasta un pequeño dormitorio, muy ordenado, con una mesa junto a la ventana, y
sobre la mesa (como esperaba) un abanico y dos o tres pares de diminutos
guantes blancos de cabritilla. Cogió el abanico y un par de guantes, y, estaba
a punto de salir de la habitación, cuando su mirada cayó en una botellita que
estaba al lado del espejo del tocador. Esta vez no había letrerito con la
palabra «BEBEME», pero de todos modos Alicia lo destapó y se lo llevó a los
labios.
--Estoy segura de que, si como o
bebo algo, ocurrirá algo interesante --se dijo--. Y voy a ver qué pasa con esta
botella. Espero que vuelva a hacerme crecer, porque en realidad, estoy bastante
harta de ser una cosilla tan pequeñeja.
¡Y vaya si la hizo crecer! ¡Mucho
más aprisa de lo que imaginaba! Antes de que hubiera bebido la mitad del
frasco, se encontró con que la cabeza le tocaba contra el techo y tuvo que
doblarla para que no se le rompiera el cuello. Se apresuró a soltar la botella,
mientras se decía:
--¡Ya basta! Espero que no
seguiré creciendo... De todos modos, no paso ya por la puerta... ¡Ojalá no
hubiera bebido tan aprisa!
¡Por desgracia, era demasiado
tarde para pensar en ello! Siguió creciendo, y creciendo, y muy pronto tuvo que
ponerse de rodillas en el suelo. Un minuto más tarde no le quedaba espacio ni
para seguir arrodillada, y tuvo que intentar acomodarse echada en el suelo, con
un codo contra la puerta y el otro brazo alrededor del cuello. Pero no paraba
de crecer, y, como último recurso, sacó un brazo por la ventana y metió un pie
por la chimenea, mientras se decía:
--Ahora no puedo hacer nada más,
pase lo que pase. ¿Qué va a ser de mí?
Por suerte la botellita mágica
había producido ya todo su efecto, y Alicia dejó de crecer. De todos modos, se
sentía incómoda y, como no parecía haber posibilidad alguna de volver a salir
nunca de aquella habitación, no es de extrañar que se sintiera también muy
desgraciada.
--Era mucho más agradable estar
en mi casa --pensó la pobre Alicia--. Allí, al menos, no me pasaba el tiempo
creciendo y disminuyendo de tamaño, y recibiendo órdenes de ratones y conejos.
Casi preferiría no haberme metido en la madriguera del Conejo... Y, sin
embargo, pese a todo, ¡no se puede negar que este género de vida resulta
interesante! ¡Yo misma me pregunto qué puede haberme sucedido! Cuando leía
cuentos de hadas, nunca creí que estas cosas pudieran ocurrir en la realidad,
¡y aquí me tenéis metida hasta el cuello en una aventura de éstas! Creo que
debiera escribirse un libro sobre mí, sí señor. Y cuando sea mayor, yo misma lo
escribiré... Pero ya no puedo ser mayor de lo que soy ahora --añadió con voz
lúgubre--. Al menos, no me queda sitio para hacerme mayor mientras esté metida
aquí dentro. Pero entonces, ¿es que nunca me haré mayor de lo que soy ahora?
Por una parte, esto sería una ventaja, no llegaría nunca a ser una vieja, pero
por otra parte ¡tener siempre lecciones que aprender! ¡Vaya lata! ¡Eso si que
no me gustaría nada! ¡Pero qué tonta eres, Alicia! --se rebatió a sí misma--.
¿Cómo vas a poder estudiar lecciones metida aquí dentro? Apenas si hay sitio
para ti, ¡Y desde luego no queda ni un rinconcito para libros de texto!
Y así siguió discurseando un buen
rato, unas veces en un sentido y otras llevándose a sí misma la contraria,
manteniendo en definitiva una conversación muy seria, como si se tratara de dos
personas. Hasta que oyó una voz fuera de la casa, y dejó de discutir consigo
misma para escuchar.
--¡Mary Ann! ¡Mary Ann! --decía
la voz--. ¡Tráeme inmediatamente mis guantes!
Después Alicia oyó un ruidito de
pasos por la escalera. Comprendió que era el Conejo que subía en su busca y se
echó a temblar con tal fuerza que sacudió toda la casa, olvidando que ahora era
mil veces mayor que el Conejo Blanco y no había por tanto motivo alguno para
tenerle miedo.
Ahora el Conejo había llegado
ante la puerta, e intentó abrirla, pero, como la puerta se abría hacia adentro
y el codo de Alicia estaba fuertemente apoyado contra ella, no consiguió
moverla. Alicia oyó que se decía para sí:
--Pues entonces daré la vuelta y
entraré por la ventana.
--Eso sí que no --pensó Alicia.
Y, después de esperar hasta que
creyó oír al Conejo justo debajo de la ventana, abrió de repente la mano e hizo
gesto de atrapar lo que estuviera a su alcance. No encontró nada, pero oyó un
gritito entrecortado, algo que caía y un estrépito de cristales rotos, lo que
le hizo suponer que el Conejo se había caído sobre un invernadero o algo por el
estilo. Después se oyó una voz muy enfadada, que era la del Conejo:
--¡Pat! ¡Pat! ¿Dónde estás?
¿Dónde estás?
Y otra voz, que Alicia no había
oído hasta entonces:
--¡Aquí estoy, señor! ¡Cavando en
busca de manzanas, con permiso del señor!
--¡Tenías que estar precisamente
cavando en busca de manzanas! --replicó el Conejo muy irritado--. ¡Ven aquí
inmediatamente! ¡Y ayúdame a salir de esto!
Hubo más ruido de cristales
rotos. --Y ahora dime, Pat, ¿qué es eso que hay en la ventana?
--Seguro que es un brazo, señor
--(y pronunciaba «brasso»).
--¿Un brazo, majadero? ¿Quién ha
visto nunca un brazo de este tamaño? ¡Pero si llena toda la ventana!
--Seguro que la llena, señor. ¡Y
sin embargo es un brazo!
--Bueno, sea lo que sea no tiene
por que estar en mi ventana. ¡Ve y quítalo de ahí!
Siguió un largo silencio, y
Alicia sólo pudo oír breves cuchicheos de vez en cuando, como «¡Seguro que esto
no me gusta nada, señor, lo que se dice nada!» y «¡Haz de una vez lo que te
digo, cobarde!» Por último, Alicia volvió a abrir la mano y a moverla en el
aire como si quisiera atrapar algo. Esta vez hubo dos grititos entrecortados y
más ruido de cristales rotos. «¡Cuántos invernaderos de cristal debe de haber
ahí abajo!», pensó Alicia. «¡Me pregunto qué harán ahora! Si se trata de
sacarme por la ventana, ojalá pudieran lograrlo. No tengo ningunas ganas de
seguir mucho rato encerrada aquí dentro.»Esperó unos minutos sin oír nada más.
Por fin escuchó el rechinar de las ruedas de una carretilla y el sonido de
muchas voces que hablaban todas a la vez. Pudo entender algunas palabras:
«¿Dónde está la otra escalera?... A mí sólo me dijeron que trajera una; la otra
la tendrá Bill... ¡Bill! ¡Trae la escalera aquí, muchacho!... Aquí, ponedlas en
esta esquina... No, primero átalas la una a la otra... Así no llegarán ni a la
mitad... Claro que llegarán, no seas pesado... ¡Ven aquí, Bill, agárrate a esta
cuerda!...
¿Aguantará este peso el
tejado?... ¡Cuidado con esta teja suelta!... ¡Eh, que se cae! ¡Cuidado con la
cabeza!» Aquí se oyó una fuerte caída. «Vaya, ¿quién ha sido?... Creo que ha
sido Bill... ¿Quién va a bajar por la chimenea?...
¿Yo? Nanay. ¡Baja tú!... ¡Ni
hablar! Tiene que bajar Bill... ¡Ven aquí, Bill! ¡El amo dice que tienes que
bajar por la chimenea!»
--¡Vaya! ¿Conque es Bill el que
tiene que bajar por la chimenea? se dijo Alicia--. ¡Parece que todo se lo
cargan a Bill! No me gustaría estar en su pellejo: desde luego esta chimenea es
estrecha, pero me parece que podré dar algún puntapié por ella.
Alicia hundió el pie todo lo que
pudo dentro de la chimenea, y esperó hasta oír que la bestezuela (no podía
saber de qué tipo de animal se trataba) escarbaba y arañaba dentro de la
chimenea, justo encima de ella. Entonces, mientras se decía a sí misma: «¡Aquí
está Bill! », dio una fuerte patada, y esperó a ver qué pasaba a continuación.
Lo primero que oyó fue un coro de
voces que gritaban a una: «¡Ahí va Bill!», y después la voz del Conejo sola:
«¡Cogedlo! ¡Eh! ¡Los que estáis junto a la valla!» Siguió un silencio y una
nueva avalancha de voces: «Levantadle la cabeza... Venga un trago... Sin que se
ahogue... ¿Qué ha pasado, amigo? ¡Cuéntanoslo todo!»
Por fin se oyó una vocecita débil
y aguda, que Alicia supuso sería la voz de Bill:
--Bueno, casi no sé nada... No
quiero más coñac, gracias, ya me siento mejor... Estoy tan aturdido que no sé
qué decir... Lo único que recuerdo es que algo me golpeó rudamente, ¡y salí por
los aires como el muñeco de una caja de sorpresas!
--¡Desde luego, amigo! ¡Eso ya lo
hemos visto! --dijeron los otros.
--¡Tenemos que quemar la casa!
--dijo la voz del Conejo.
Y Alicia gritó con todas sus
fuerzas:
--¡Si lo hacéis, lanzaré a Dina
contra vosotros!
Se hizo inmediatamente un
silencio de muerte, y Alicia pensó para sí:
--Me pregunto qué van a hacer
ahora. Si tuvieran una pizca de sentido común, levantarían el tejado.
Después de uno o dos minutos se
pusieron una vez más todos en movimiento, y Alicia oyó que el Conejo decía:
--Con una carretada tendremos
bastante para empezar.
--¿Una carretada de qué? --pensó
Alicia.
Y no tuvo que esperar mucho para
averiguarlo, pues un instante después una granizada de piedrecillas entró
disparada por la ventana, y algunas le dieron en plena cara.
--Ahora mismo voy a acabar con
esto --se dijo Alicia para sus adentros, y añadió en alta voz--: ¡Será mejor
que no lo repitáis!
Estas palabras produjeron otro
silencio de muerte. Alicia advirtió, con cierta sorpresa, que las piedrecillas
se estaban transformando en pastas de té, allí en el suelo, y una brillante
idea acudió de inmediato a su cabeza.
«Si como una de estas pastas»,
pensó, «seguro que producirá algún cambio en mi estatura. Y, como no existe
posibilidad alguna de que me haga todavía mayor, supongo que tendré que hacerme
forzosamente más pequeña».
Se comió, pues, una de las
pastas, y vio con alegría que empezaba a disminuir inmediatamente de tamaño. En
cuanto fue lo bastante pequeña para pasar por la puerta, corrió fuera de la
casa, y se encontró con un grupo bastante numeroso de animalillos y pájaros que
la esperaban. Una lagartija, Bill, estaba en el centro, sostenido por dos
conejillos de indias, que le daban a beber algo de una botella. En el momento
en que apareció Alicia, todos se abalanzaron sobre ella. Pero Alicia echó a
correr con todas sus fuerzas, y pronto se encontró a salvo en un espeso bosque.
--Lo primero que ahora tengo que
hacer --se dijo Alicia, mientras vagaba por el bosque --es crecer hasta volver
a recuperar mi estatura. Y lo segundo es encontrar la manera de entrar en aquel
precioso jardín. Me parece que éste es el mejor plan de acción.
Parecía, desde luego, un plan
excelente, y expuesto de un modo muy claro y muy simple. La única dificultad
radicaba en que no tenía la menor idea de cómo llevarlo a cabo. Y, mientras
miraba ansiosamente por entre los árboles, un pequeño ladrido que sonó justo
encima de su cabeza la hizo mirar hacia arriba sobresaltada.
Un enorme perrito la miraba desde
arriba con sus grandes ojos muy abiertos y alargaba tímidamente una patita para
tocarla.
--¡Qué cosa tan bonita! --dijo
Alicia, en tono muy cariñoso, e intentó sin éxito dedicarle un silbido, pero
estaba también terriblemente asustada, porque pensaba que el cachorro podía
estar hambriento, y, en este caso, lo más probable era que la devorara de un
solo bocado, a pesar de todos sus mimos.
Casi sin saber lo que hacía,
cogió del suelo una ramita seca y la levantó hacia el perrito, y el perrito dio
un salto con las cuatro patas en el aire, soltó un ladrido de satisfacción y se
abalanzó sobre el palo en gesto de ataque. Entonces Alicia se escabulló
rápidamente tras un gran cardo, para no ser arrollada, y, en cuanto apareció
por el otro lado, el cachorro volvió a precipitarse contra el palo, con tanto
entusiasmo que perdió el equilibrio y dio una voltereta. Entonces Alicia,
pensando que aquello se parecía mucho a estar jugando con un caballo percherón
y temiendo ser pisoteada en cualquier momento por sus patazas, volvió a
refugiarse detrás del cardo. Entonces el cachorro inició una serie de ataques
relámpago contra el palo, corriendo cada vez un poquito hacia adelante y un
mucho hacia atrás, y ladrando roncamente todo el rato, hasta que por fin se
sentó a cierta distancia, jadeante, la lengua colgándole fuera de la boca y los
grandes ojos medio cerrados.
Esto le pareció a Alicia una
buena oportunidad para escapar. Así que se lanzó a correr, y corrió hasta el
límite de sus fuerzas y hasta quedar sin aliento, y hasta que las ladridos del
cachorro sonaron muy débiles en la distancia.
--Y, a pesar de todo, ¡qué
cachorrito tan mono era! --dijo Alicia, mientras se apoyaba contra una
campanilla para descansar y se abanicaba con una de sus hojas--. ¡Lo que me
hubiera gustado enseñarle juegos, si... si hubiera tenido yo el tamaño adecuado
para hacerlo! ¡Dios mío! ¡Casi se me había olvidado que tengo que crecer de
nuevo! Veamos: ¿qué tengo que hacer para lograrlo? Supongo que tendría que
comer o que beber alguna cosa, pero ¿qué? Éste es el gran dilema.
Realmente el gran dilema era
¿qué? Alicia miró a su alrededor hacia las flores y hojas de hierba, pero no
vio nada que tuviera aspecto de ser la cosa adecuada para ser comida o bebida
en esas circunstancias. Allí cerca se erguía una gran seta, casi de la misma
altura que Alicia. Y, cuando hubo mirado debajo de ella, y a ambos lados, y
detrás, se le ocurrió que lo mejor sería mirar y ver lo que había encima.
Se puso de puntillas, y miró por
encima del borde de la seta, y sus ojos se encontraron de inmediato con los
ojos de una gran oruga azul, que estaba sentada encima de la seta con los
brazos cruzados, fumando tranquilamente una larga pipa y sin prestar la menor
atención a Alicia ni a ninguna otra cosa.